lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 3

Esa tarde había leído un libro de asesinatos. Mi madre me había dicho que no era lo más apropiado para un niño de mi edad, pero como yo se lo había pedido, me lo había traído de la biblioteca. Tenía la mala manía de hacer todo lo que yo pedía. El médico le había dicho que, como no podía salir a jugar, era aconsejable que me diera algo que sustituyera a los juegos en la calle. Pero mi madre se lo había tomado muy en serio, y me daba todo lo que yo quería.

Así que esa noche no podía dormir. No hacía más que pensar que iba a aparecer un hombre con un cuchillo por mi ventana, que la iba a abrir a la fuerza y que me iba a matar. Me había pasado las últimas tres horas mirando al techo, mientras oía cómo el gotero sonaba más de la cuenta. Tenía miedo, mucho miedo. Incluso había llorado hacía unas horas, pero me había dicho a mí mismo en voz alta que no podía llorar. Tenía que ser fuerte, porque si no era fuerte y lloraba, nunca me iba a curar.

Si, a veces jugaba a eso. Cuando tenía miedo o quería llorar, me decía a mí mismo que no podía llorar porque si no no me iba a curar.

Cuando estaba mirando al techo, a una sombra que me asustaba porque se parecía a un hombre, alguien llamó a la ventana. Miré rápidamente para comprobar que no era el asesino. Vi una figura agachada y, cuando encendí la luz, los ojos y el pelo de Nikki se iluminaron. Respiré tranquilo y me levanté, llevando el gotero conmigo. Abrí la ventana y sonreí a la niña.

- Pasa -dije, en tono normal.

- ¿Hoy no hay que hablar bajito? -dijo ella, saltando dentro de la habitación.

- No. Mi madre se ha ido a cenar con un hombre y no volverá hasta tarde -sonreí. No entendía qué hacía mi madre saliendo con hombres a los que casi no conocía. Sólo sabía que cuando por la tarde se encerraba en su habitación, se daba un baño y se tiraba horas silbando, es que tenía una cita, como ella lo llamaba. Yo las primeras veces me había enfadado con ella, porque parecía como si quisiera olvidar a papá, como si estuviera muerto.

- ¿Así que estamos solos?

Asentí. No sé porqué, me sentí mayor, como aquellos chicos de quince años que llevan a chicas de su edad a su casa por las tardes cuando no están sus padres. Desde mi ventana lo veía todo. Entraban en la casa y poco después estaban en una habitación del piso superior besándose. A mí me daba asco. Yo nunca haría algo como eso.

Fui con paso lento hasta la cama y me senté encima. Nikki me siguió y se sentó delante mío. Metió la mano en el bolsillo y sacó una baraja de cartas.

- ¿Jugamos?

Jugar. Eso estaba prohibido para mí, ¿verdad? Pero no, supongo que jugar a un juego de cartas no estaba prohibido. Pero yo no sabía jugar. Así que Nikki repartió las cartas y luego me empezó a enseñar a un juego muy raro. Pero cuando ella sonrió, yo sonreí.

Me sentí extraño cuando sonreí, porque me di cuenta que era la primera vez que me reía de verdad desde que me dijeron que no podía salir a la calle.




Shurha

viernes, 4 de septiembre de 2009

Capítulo 2

Hacía una semana que habían traído el tubo a mi habitación y que yo estaba conectado a él ocho horas al día. Era un tubito que tenía clavado en el brazo. Mi madre decía que se llamaba vía. Yo, a veces, cuando me aburría sólo en la habitación, me imaginaba que venía un tren por la vía y subía y bajaba por el brazo, haciéndome cosquillas. Era una vía, ¿para qué más iba a servir? Desde luego, no entendía porqué estaba en mi brazo. Además, ahora estaba continuamente conectado a ese tubo. Mi madre decía que era para que pudiera comer y que tenía que estar siempre con él en el brazo, porque el médico le había echado la bronca por desconectarme.

Pero, aunque yo ahora estaba todo el rato con el tubo en el brazo, no mejoraba. Es más, yo notaba que cada vez tosía más. Mi madre me había dicho el primer día que me encerraron en casa que yo tenía algo roto dentro del cuerpo y que tenía que quedarme en la cama todo el rato para que se me arreglara. De eso se encargaría el médico. Pero desde que me lo había dicho habían pasado un par de meses y yo seguía tumbado en la cama.

Una noche que no podía dormir oí algo que golpeaba la pared de mi casa. Yo me giré y miré hacia la ventana, pero no había nada, así que supuse que era el viento jugando con un árbol. Quise dormir, pero entonces oí cómo algo llamaba a mi ventana. Me giré otra vez y vi a una niña rubia, con pecas en las mejillas y con un enorme lazo azul en la coleta. Parecía asustada, porque tenía los ojos azules muy abiertos. Salí de la cama y me acerqué a la ventana, donde la niña parecía estar colgada. Abrí la hoja y la niña trepó del todo hasta conseguir sentarse el poyo de la ventana.

- Hola -dije muy bajito, para no despertar a mi madre.

- Hola -dijo ella en el mismo todo-. Yo soy Nikki, ¿y tú?

- Andy.

- ¿Y qué haces aquí, Andy? -los ojos azules de Nikki miraron lo que mi madre había llamado palo de goteo con cara de preocupación y susto-. ¿Qué te pasa, Andy?

- Mi madre dice que tengo algo roto dentro del cuerpo y que tengo que esperar a que se me arregle. Dice que no puedo salir a la calle porque entonces no se me arreglaría. Así que tengo que estar todo el día tumbado viendo la televisión y leyendo los libros que mi madre me trae de la biblioteca.

- ¿Y te dan medicinas? ¿Saben mal?

- Si, saben muy mal.

- ¿Y tienes que hacer los deberes?

- Si, todos los días. El maestro de la escuela me trae los deberes, mi madre me ayuda con ellos. Dice que no por estar enfermo puedo dejar de hacer las cosas que los demás niños hacen en el colegio.

Ella no hizo más preguntas, así que yo no pude responder a más preguntas. Pero me gustaba oír su voz. Era como una especie de dulce campanilla. A veces me recordaba a la campana que sonaba en el campanario de la iglesia de mi pueblo. Era una campana muy pequeña, así que sonaba aguda, pero agradable. Nikki tenía una voz parecida a esa campana. Me gustaba su voz.

- ¿Y tú vives en el vecindario? -le pregunté a Nikki.

- Si. Hace poco que me he mudado -ella sonrió-. Los niños de la plaza me han dicho que en esta casa vivía un niño que no podía salir nunca a jugar. Y, como he pensado que tiene que ser muy aburrido no salir nunca a jugar, he venido a verte.

- Pero... es de noche.

- Bueno, pero he venido a verte.

No pude evitar sonreír. Entonces, oí un ruido en el pasillo que daba a mi habitación y me giré, preocupado porque mi madre pudiese entrar y descubrir a Nikki. No quería que su madre la echara la bronca por colarse de noche en la casa de un vecino.

- Nikki, te tienes que ir. Creo que viene mi madre.

- Oh... -dijo. Se quedó un momento pensando-. Pues mañana vengo otra vez. ¡Hasta mañana!

La vi saltar por la ventana y caer en el jardín delantero de mi casa de pie. Salió corriendo y pude ver que entraba por la ventana de una casa que parecía la suya. La luz de la ventana por la que entró se apagó enseguida y pensé que se habría ido a dormir. Yo hice lo mismo y me metí en mi cama a tiempo para hacerme el dormido, ya que mi madre entró en mi habitación. Se acercó a mí y me arropó con cuidado. Me dio un beso en la frente y entonces se volvió a ir.





Shurha

jueves, 13 de agosto de 2009

Capítulo 1

Supongo que con diez años lo que debería de estar haciendo es salir corriendo por la puerta de casa para jugar a la pelota con otros niños, o perseguir a las niñas hasta que se escondan en su casa. Pero mamá me dice que tengo que quedarme en mi habitación, sin moverme de allí. Ella me trae la comida, me da libros que alquila en la biblioteca de la ciudad y me da las medicinas que el médico me dijo que tenía que tomarme.

Yo no entendía muy bien porqué tenía que quedarme encerrado en mi habitación, ni porqué tenía que tomarme aquellos sobres que sabían tan mal, ni porqué no podía salir a jugar con mis amigos. Ni siquiera podía bajar al salón a ver la televisión. Así que, por eso, mi madre decidió ponerme una en mi cuarto. Decía que todo niño necesita una pequeña dosis de dibujos animados entre tanta medicina. El médico lo aprobó y la orientadora también; decían que de ese modo me distraería. Pero, aún con televisión no podía dejar de estar enfadado con el médico y con mi madre, por encerrarme allí.

Unos días más tarde, mi madre entró en mi habitación con los ojos llorosos y me dijo que tendría que estar conectado a un tubo.

- ¿Y por qué?

- Cariño, a mí tampoco me gusta que estés aquí encerrado. Pero confía en mí. Con este tubo dentro de poco te pondrás bien y podrás salir a la calle a jugar con tus amigos.

Llevaron el aparato a mi habitación y le explicaron a mi madre que tenía que estar conectado a ese tubo ocho horas al día. No sabía muy bien para qué era ese tubo, pero mi madre me había prometido que en poco tiempo me pondría bien. Así que, aunque no me gustaba y me enfadaba más, estuve conectado al tubo. Mi madre me lo ponía un poco por la mañana, un poco por la tarde y otro poco por la noche, antes de acostarme. Decía que así no me cansaba tanto. Pero me cansaba igual.

A veces, cuando me levantaba de la cama y miraba por la ventana a los niños que jugaban en la calle, me daban ganas de llorar. ¿Por qué yo no podía ser como ellos? ¿Por qué a mí me había tocado estar encerrado en casa y estar conectado a un tubo? Yo quería salir a la calle a jugar, yo quería perseguir a las chicas, yo quería tirarme en la hierba y rodar cuesta abajo. Yo quería poder ser un niño, pero el médico me lo tenía prohibido.




Shurha

lunes, 10 de agosto de 2009

Slipping through my fingers

Qué bella es. Sus ojos verdes sonríen por si mismos, iluminan la habitación en la que nos encontramos ella y yo, en silencio, casi a oscuras si no fuera por sus ojos. Su pelo negro se desliza por su espalda en ligeros mechones que yo tantas veces he cepillado, aunque a regañadientes. Su boca redonda ha susurrado tantas noches, tantas veces, que me quería que ya he perdido la cuenta. Y sus manitas... ya no son tan pequeñas, ya no son tan delicadas. Se han convertido en las manos de una mujer. Ella misma se ha convertido en una mujer. Y con esas manos de mujer se labrará su destino lejos del mío.

Cuántas veces me he empeñado en ver en ella a esa niña que, con una mochila llena de ilusiones y una manzana, se iba al colegio correteando por las calles en cuesta de la ciudad. Cuántas veces me habré colado en su habitación por la noche, mientras dormía, y he deseado volver a oírla llorar para abrazarla y consolarla, cómo hacía antes. Cuántas veces me he quedado mirando cómo caminaba por los pasillos de la casa, alzando ante el mundo su belleza, ya crecida. Cuántas veces habré deseado que el tiempo se parara, que se pudiese congelar las imágenes de la vida, para poder disfrutarla para siempre...

Pero el tiempo no es eterno, y la vida menos. Y ahora cada una debe llevar sus propios caminos, por mucho que me duela, por mucho que nos duela. Yo la quiero, ella me quiere. Pero también le quiere a él y ha decidido recorrer el resto del camino de su vida a su lado. Y no se lo reprocho. Pero a cada paso que da hacia la puerta, con su vestido de novia recién estrenado y su ramo de flores entre las manos, siento un poco más que la pierdo. Que la voy perdiendo. Y siento en el fondo de mi alma cómo se desgarra, pensando que no la tendré de nuevo entre mis brazos.

No sé muy bien porqué derramo lágrimas. No sé si es porque me emociona verla feliz, sentir que por fin ha encontrado su camino junto al hombre al que ama... o porque siento que la pierdo, que escapa de entre mis dedos como el agua cuando intento cogerla.

Al fin y al cabo, ella es libre de marcharse.

- Cariño... -la digo, con voz temblorosa y lágrimas en los ojos-. Te quiero.

Ella se vuelve, sonríe y me responde que también me quiere. Y siento que es el te quiero más sincero que me han dicho en la vida. Vuelve hacia la puerta y reanuda sus pasos hasta desaparecer por el pasillo, camino a la capilla que la unirá para siempre a ese hombre.

Y yo no puedo dejar de llorar.

sábado, 1 de agosto de 2009

Con los pies por delante

Querido Jack:

Joder, jamás pensé que escribiría una carta que nadie leería jamás. Porque las cartas sólo las pueden leer hacia quienes van dirigidas y, en este caso, esta carta va dirigida a un muerto. Tampoco pensé nunca que escribiría una carta a una persona que murió hace tanto tiempo y menos que esa persona fueras tú. Mi querido Jack.

Si puedo serte sincero, después de que murieras no pude hacerme a la idea de tu falta. Mi mundo se vino más abajo de lo que ya estaba y el recuerdo de aquellos puñetazos me vino a la mente con más fuerza que nunca. Pasé noches en vela pensando en ti. No podía soportar la idea de no volver a verte. Me sentía culpable, pero la verdad es que no sé porqué. ¿De tu muerte? Creo que no tengo la culpa. Quizá si, aunque realmente no sé la verdad acerca de cómo ocurrió. Así que, quizá, si que me debería sentir culpable de que te fueras para siempre. Y esta culpa sin razón me atormenta más de lo que podrías imaginar.

¿Sabes? Mi hija lleva varios años casada y es feliz. A veces me pregunto si les pasará como a ti y como a mí con nuestras mujeres y acabarán siendo un matrimonio desgraciado con un futuro por delante más desgraciado aún. Realmente no se lo deseo. Los dos sabemos cuán mal se pasa.

Jack, no puedes imaginar cuánto te echo de menos. Puede parecer una tontería, o quizá incluso que no es cierto, pero lo es. Si, te echo de menos. Puedes creértelo o no, pero yo sé la verdad. Sé que te añoro. Y ahora que llevas años muerto, me pregunto si realmente no estaba enamorado de ti. Muchas veces lo negué, otras veces creí que era así, pero luego lo volvía a negar. Ahora estoy cada vez más convencido de que si, estaba perdidamente enamorado de ti y que todo lo que hice en mi vida fue para tapar esos sentimientos que tenía hacia ti. Y ahora me arrepiento de haberlos ocultado.

Lo siento, Jack. Siento haber sido tan cobarde. Y lo que voy a hacer ahora también lo califico de cobarde. No me gustaría llegar a estos extremos, pero no soy lo suficientemente valiente como para afrontar la vida como me viene. Me han dado más de una paliza por mi condición. Me miran mal cuando paseo por la calle. Casi no salgo de casa por miedo. Y ahora no volveré a salir de mi casa. Sólo saldré una vez: con los pies por delante.

Y ahora que rozo con mis dedos el gatillo del revólver que descansa junto a mi mano, me pregunto si te veré allá arriba o a donde quiera que lleguen nuestras almas después de la muerte. Espero volver a verte y así poder cumplir un sueño de esos que tienes desde siempre: para siempre juntos. ¿No? Eso espero.

Eternamente tuyo,

Ennis

miércoles, 29 de julio de 2009

Relato de Afganistán

Decían que nuestra ciudad era la más peligrosa de todo el país y más en los tiempos que corrían. Afganistán se había convertido en un hervidero de bombas y disparos, que era lo único que se oía cuando intentabas dormir por las noches. Eso y las pisadas presurosas de los soldados que iban de un lado para otro con sus rifles en la mano y cumpliendo órdenes de sus superiores. Con el tiempo, me había acostumbrado a dormir con aquellos ruidos al otro lado de mi puerta. Con el tiempo había aprendido a obviar a los soldados, y a odiarles. Pero aprendí, también, que el odio y el amor estaban más unidos de lo que yo imaginaba.

Esa mañana habían puesto una bomba en el mercado de la ciudad. Yo no me enteré hasta que pasé por allí con mi hermana pequeña, Nashla. Al ver la sangre y los cuerpos desmembrados, corrí a refugiarla contra mi pecho, por mucho que protestara. Sin dejarla ver nada, la alejé de allí lo más rápido que sus torpes piernas me permitían. Cuando llegamos a un callejón en el que la sangre ya no corría, destapé sus ojos y la ordené que fuera a casa y que no se parara. Cuando me di la vuelta para volver a la plaza del mercado, ante mí se alzaba una figura de un soldado americano. Su arma descansaba en el suelo y sus manos estaban manchadas de sangre. En sus ojos había lágrimas, pero no comprendí bien el porqué.

- Por favor... - murmuraba-. Por favor.

El alma de aquel hombre sufría por lo que acababa de vivir. Tenía miedo, sentía la rabia y la ira de los que habían matado unos metros más allá y lo temía. Sentía la muerte cernirse sobre cada habitante de aquella ciudad, incluido él mismo. Él no servía para soldado y eso lo supe desde el primer momento en que le vi sollozar con las manos manchadas de sangre.

Apenada por su sufrimiento, le arrastré por el callejón y por sus calles contiguas hasta llegar a mi casa. Le senté en una silla de la sala de estar y me aseguré de que Nashla no estuviera cerca de aquella manos ensangrentadas. Le llevé un cuenco con agua y unos paños. Se lavó las manos y la cara.

- Muchísimas gracias -dijo mientras me sentaba a su lado.

- No hay de qué -Nashla espiaba por entre las cortinas y cuando se percató de que la miraba, desapareció-. Usted no sirve para ser soldado, ¿qué hace aquí?

El soldado me miró incrédulo. Quizá había sido demasiado atrevida al hablarle de esa manera a un soldado americano. Por suerte no tenía su arma consigo.

- Supongo que no me quedó más opción.

Él no hablaba más y yo no pretendía darle conversación. Así que cuando se sintió con fuerzas suficientes, salió de mi casa y no le volví a ver más. O eso pensé hasta que me le encontré unos meses después en la zona de otro atentado. A diferencia que el primero, ya no había muertos en la plaza. A diferencia del primero, yo iba en calidad de voluntaria allí, con un grupo de jóvenes que solía limpiar la zona de los atentados. Y, a diferencia del anterior, él iba de civil y se afanaba por quitar escombros de la calle.

- Volvemos a encontrarnos -dijo él. Se acordaba de mí.

Recogimos esa zona y muchas otras antes de que nos diéramos nuestro primer beso, escondidos en un banco de un parque cercano a mi casa. Y recogimos muchas más zonas antes de que él decidiera llevarnos fuera de Afganistán a Nashla y a mí.

- Este lugar es demasiado peligroso -decía mientras me abrazaba-. Y no quiero que ni tú ni Nashla salgáis heridas por culpa de un terrorista insensato.

Obviamente, yo tampoco quería salir herida de allí ni tampoco quería que mi hermanita pequeña muriera mientras jugaba por la calle. Pero él no entendía que aquel era mi país, mi ciudad. Mi tierra. Quería quedarme, tenía que quedarme, por muy peligrosa que fuera y por mucho que él se empeñara en sacarnos de ahí. Él quería marcharse, pero puso como condición que le acompañáramos en su viaje.

- No pienso marcharme de aquí, Michael. Este es el lugar al que pertenezco. Fuera de aquí, moriría.

- ¿Y aquí no? Mariam, es muy peligroso quedarse aquí mientras las bombas vuelan por encima de tu cabeza.

- Pero es lo que quiero, porque yo amo a esta tierra. Por mucho que te duela.

- No lo entiendo.

Cogí sus manos entre las mías.

- Yo tampoco entiendo porqué moriría si me marchara de aquí. Pero no hace falta entenderlo para saber que es así. Es mi tierra, Michael. Y por muy peligrosa que sea, yo la amo. No podría alejarme de mis raíces, soy una persona que no sobreviviría a eso. No conozco otra cosa que no sea esto y no quiero conocer nada más -sus ojos estaban tristes-. Vete tú si quieres, vuelve a Estados Unidos. Pero yo me quedo aquí. Y Nashla se queda conmigo.

En aquel momento me pareció lo más razonable y lógico que nunca hubiera dicho. Obviamente, Michael se quedó con Nashla y conmigo. Nos casamos. Tuvimos una preciosa hija. Pero ahora la respuesta que le di a Michael no me parece tan lógica. Ahora entiendo que mi hija podía haber nacido en Estados Unidos, que nos podíamos haber casado en Estados Unidos. Pero supongo que ahora es demasiado tarde para pedir perdón por lo que no hice en su momento. Supongo que, ahora que la sangre brota de mi cabeza, ya es demasiado tarde para decirle a Michael que debería haberme ido con él.




Shurha

martes, 28 de julio de 2009

Seis cuerdas

Atardecía. Acompañando al sol en el cielo sólo había unas cuantas nubes esporádicas. No tardaría en hacerse de noche, pero el calor no amainaba. No corría el viento y hacía demasiado calor para mí. Y seguro que para el resto de los mortales también. Pero, a pesar de eso, él estaba en el banco, como todas las noches.

Llevaba viéndole unas cuantas noches. Bajaba de su casa, se sentaba en el banco de la calle y se ponía a tocar la guitarra. Tenía una voz dulce y sus manos se movían con soltura sobre las cuerdas, arrancando del cuerpo de la guitarra los sonidos más agradables que yo hubiera escuchado jamás. Siempre había querido bajar y preguntarle quién era, si podía cantar con él. Pero la vergüenza siempre me podía.

Pero un día me atreví a bajar las escaleras. Me planté delante del guitarrista, que me miró con curiosidad.

- Hola- mascullé-. ¿P-puedo cantar contigo?

Él sonrió. A parte de una voz bonita, también tenía una sonrisa encantadora. Se sentó en un lateral del banco, dejándome espacio para sentarme a su lado. Tocó una canción y yo canté con él. Así una y otra vez. Pero una de las canciones, que empezaba con un punteo, yo no la reconocí.

- ¿Al fin te has decidido a bajar?

- ¿Perdón? -¿me había visto mirarle desde la ventana?

- Llevas desde que bajé aquí por primera vez observándome tocar la guitarra desde tu ventana. Parecía que querías bajar pero nunca te atrevías. Y hoy, por fin, lo has hecho.

No sabía qué decir. Cuando adquirí de nuevo todo el control sobre mi boca, sólo se me ocurrió preguntar:

- ¿Por qué bajas aquí a tocar? ¿No puedes tocar en tu casa?

- Mi mujer me lo prohíbe -sonrió amargamente. Quería a su mujer, estaba claro, pero también quería a su guitarra y a su música-. Un día me dijo que si quería tocar la guitarra debía hacerlo en la calle. Así que con las mismas cogí la guitarra y me senté en este banco a tocar. Al principio no me gustaba tocar aquí, pero cuando te descubrí en la ventana, todo adquirió sentido. Toqué para ti.

Sentí cómo me sonrojaba. Él, al parecer, lo vio y sonrió con dulzura. Aparté la mirada y la fijé en mis pies, con los que jugueteaba para no parecer demasiado estúpida e infantil.

- Sé que es un tanto brusco, pero creo que deberías saber que eres mi primera oyente -volvió a sonreír. Y no pude hacer otra cosa que sonreír también.

- Gracias.

- ¿Por?

- Por tocar para mí y por dejar que cante contigo esta noche.

Me levanté para irme. Ya era casi totalmente de noche y no quería acostarme tarde. Pero sentí cómo una mano me cogía de la muñeca e impedía que me fuera a mi casa.

- No te vayas todavía -iba a protestar, pero me di cuenta de que no me quería marchar de allí. Así que me volví a sentar en el banco y volví a cantar con él y para él. Esta vez él era mi público, sólo él, y yo era el suyo.

La gente nos miraba extrañada cuando pasaban a nuestro lado y cuando la noche fue tan profunda que cualquier tipo de sonido sobraba, él dejó la guitarra a un lado y se puso a observar las estrellas. Le imité. Y entonces sentí cómo su mano cogía mi mano.

Sabía perfectamente que aquello estaba mal. Y cuando le besé en mi portal seguía sabiendo que aquello estaba mal. Y cuando nos convertimos en amantes secretos supe más que nunca que aquello estaba mal. Pero no podía hacer nada. Porque también sabía desde el primer momento en que le vi tocar la guitarra frente a mi ventana que me había enamorado perdidamente de él.



Shurha

lunes, 20 de julio de 2009

Entre nosotras

Zoe era mi mejor amiga. Siempre lo había sido. Siempre lo sería. Nos contábamos absolutamente todo. Con ella compartía mis alegrías, mis penas; mis risas, mis lágrimas; mis cosas buenas, y también las malas; los días claros, los días oscuros. Lo que pasaba por mi cabeza no tardaba en pasar por la suya, y lo que pasaba por la suya no tardaba en pasar por la mía. Se podía decir que no teníamos ningún secreto. Hasta, que un día, ella tuvo un secreto.

Cada día que pasaba la notaba un poco más fría. Al principio pensé que eran impresiones mías, pero según iba pasando el tiempo concluí que no, no me lo imaginaba. Cada día se distanciaba un poquito más. Al principio fue tan sólo algo físico: ya no me abrazaba como antes, siempre que tenía la ocasión; ya no me hacía cosquillas cuando estaba medio dormida; ya no me daba besos en la mejilla. Después empezó a ser algo más que físico: los fines de semana ya quedaba tanto conmigo. Decía que tenía cosas que hacer. También empezó a venir menos a mi casa y tampoco se quedaba a dormir en ella. Hubo una semana que ni siquiera la vi, cuando lo más normal era que la viera tres días o cuatro. El siguiente paso fue intentar evitarme.

No cogía mis llamadas y tampoco las respondía. No me contestaba a los mensajes. No me hablaba en el chat. No me contestaba los correos. Incluso una vez la mandé una carta y ni siquiera tuve noticias de que la recibiera. Cuando iba a su casa, su madre me decía que no estaba. Pero yo sabía perfectamente que ella estaba allí, detrás de su madre. Huía de mí. Y yo no sabía qué era lo que me dolía más, si el hecho de que huyera de mí o el hecho de no saber porqué huía de mí. Y la situación me estaba empezando a cansar, cada vez más. No acertaba a entender porqué lo hacía, porque a mis ojos no tenía ningún motivo para hacerlo.

Así que un día tomé una decisión, quizá algo precipitada, pero necesitaba tomarla. No fui a la última hora de clase y me planté en la puerta de su instituto. Saldría por ahí en menos de media hora. El instituto no tenía más salidas que esa. Así que, aunque me viera, no podría huir de mí. No esta vez. Cuando salió al patio me vio e intentó dar un rodeo para evitarme, pero yo fui a por ella.

Ni siquiera la saludé.

-¿Qué te pasa conmigo?

-¿Contigo? Nada -dijo, como si fuera lo más normal del mundo.

-¿Nada? No te creo, Zoe. Me evitas, huyes de mí, no quieres saber nada de mí. Es como si yo para ti ya no existiera. ¿Qué te pasa, Zoe?

Ella calló y apartó la mirada. Me dio la impresión de que se estaba sonrojando. Masculló algo que yo no entendí y me acerqué a ella para oírla mejor por si lo repetía. Entonces me miró a los ojos y, de repente, tuve sus labios contra los míos. Me quedé tan sorprendida que no me di cuenta de que mi corazón palpitaba demasiado rápido.

-Estoy enamorada de ti, estúpida. Y tú ni te habías dado cuenta.

Me volvió a besar... una y otra vez... Y yo, como era obvio, no opuse resistencia.




Shurha

jueves, 16 de julio de 2009

La doncella del balcón

El joven se despertó todavía de noche. Giró la cabeza y miró por la ventana. Vio la Luna, llena, blanca y plateada, coronando el cielo negro como su cabello. La Reina de la Noche había salida a pasear.

Se levantó del lecho de blancas sábanas y se acercó al balcón de su alcoba y miró a la perfecta redondez plateada que le observaba desde su trono de estrellas.

Entonces la vio. Cerca del lago que se encontraba cerca del castillo, de pie, bañada por una luz blanca y pura, tan blanca y pura como sus cabellos, estaba ella. Una joven pálida, de ojos negros, con el cabello blanco y el vestido inmaculado.

Miraba hacia el balcón. Miraba hacia el joven que también la observaba a ella, hacia el hombre de negros cabellos y ojos acuosos.

Quedaron mirándose a los ojos, hechizados como estaban y, después, tras unos minutos que parecieron años, siglos, aunque bien podía haber sido así, la doncella, girándose grácilmente y echando a andar, desapareció por la espesura a la vez que el sol empezaba a salir.

El joven observó el camino, todavía hechizado por los profundos pozos que la doncella tenía por ojos. Sus facciones, tan dulces que podían derretir cualquier corazón que se pusiera por delante; su piel, tan blanca que parecía leche; y su cabello... tan largo que le llegaba por la mitad de los muslos, ondulado, no demasiado, que caía en cascada por su cara y su espalda.

En ese momento, sintió en su pecho el latir de su corazón muerto. Sintió por primera vez en mucho tiempo la sangre correr por sus venas y que su alma inmortal sentía como no sentía desde hacía siglos. Tantos años hacía de eso que no recordaba el amor.

A la noche siguiente le despertó un ligero chapoteo en el lago cristalino del jardín del castillo. Salió al balcón y vio a la doncella de la noche pasada, jugando, desnuda, con el reflejo de la Reina en la oscuras aguas de la laguna.

Sus cabellos flotaban por la superficie de espejo del lago. Eran como una sábana blanca que barría el agua mientras la joven se adentraba más en el lago.

El corazón del joven latió con más fuerza al ver la imagen de la doncella bañándose. Se quedó observándola, como un bandido nocturno que observa a su presa antes de saltar sobre ella y robar su inocencia.

Pero el sol empezó a mostrarse pronto por el negro horizonte, tiñéndolo todo con un reflejo dorado y haciendo que el reflejo de la luna empezara a desaparecer y, con él, la doncella del lago.

El joven no pudo evitar sentirse roto por dentro. No sabía si la joven conocía sus sentimientos o incluso si sabía que le observaba por las noches. Pero la misteriosa barrera que les separaba, al mismo tiempo les unía y hacía que el caballero deseara tocar la blanquecina piel de la joven.

Durante muchas noches siguió observándola paseando por el jardín, corriendo por el laberinto de flores de debajo del balcón del joven o bañarse en el lago con su blancura inmaculada inundando toda la superficie junto con la luna, su continua compañera.

Pero una noche la Reina no apareció en el cielo y el joven buscó a la doncella con la mirada por todo el jardín. Pero no la encontró ni en el lago, ni en su lecho de rosas, ni en el laberinto.

Una lágrima fría, casi de hielo, cayó por la muerta mejilla del inmortal hombre. No ver a la joven de sus sueños, a la blanca doncella del lago, de los inmaculados cabellos y lechosa piel, le dolía.

A las noches siguientes, un reflejo, casi un brillo, apareció en los jardines, casi imperceptible; pero el joven lo seguía buscando. Solo cuando la luna aparecía blanca en el cielo, la chica aparecía también y miraba al balcón...

Una noche, el hombre se despertó cuando una suave brisa fresca le acarició las duras facciones de su frío rostro. Abrió los ojos y vio a la joven sentada en el balcón, mirándole, susurrando un hombre con sus sonrosados y apetecibles labios carnosos.

“Marielle...” el nombre resonaba por las cuatro paredes de esa cárcel que era su alcoba, aunque solo fuese un simple susurro.

Se levantó y se acercó al balcón. Marielle no apartó los ojos de él, de sus ojos, de su boca, de su torso desnudo y moreno, de su cabello demasiad largo para un hombre... y de sus pies, que andaban hacia ella.

Él no podía evitar sentir la atracción fatal que le incitaba a acercarse hacia ella, hacia Marielle, la doncella blanca que ocultaba algo demasiado oscuro para se como ella era, blanca, pura e inmaculada.

Tocó su mano y la doncella ni se inmutó. Siguió mirándole a los ojos azules desde sus pozos negros y alzó una mano blanca.

“Marielle...” seguía susurrando con una voz hechizada y que hechizaba.

Acarició con el dorso de la mano la dura y fría mejilla del hombre que ante ella se encontraba. Sentía su respiración, fuerte por el deseo y le acercó a ella, haciendo que la abrazara.

Con todo, no apartó sus ojos de los del joven inmortal. Era imposible, pues la atracción que él sentía hacia la doncella, también ella la sentía. Por eso, cuando sus labios acariciaron los suyos, sin besarlos, solo rozándolos, su corazón latió fuertemente.

Su beso fue dulce, tierno, sencillo, sincero. El hombre sintió el amor como aquella vez lo había sentido. Ese amor que le había dejado encerrado en esa cárcel de piedra y hierro.

Cogió a la doncella en brazos y sintió el calor de su piel lechosa. Pasaron la noche juntos, enredados. El caballero negro y la doncella blanca, juntos por primera y última vez.

A la mañana siguiente, la doncella había desaparecido, dejando su dulce y olor penetrante en la almohada del joven. Esa noche no apareció, ni las siguientes, dejando al hombre solo y desesperado, roto.

“Marielle...” susurró el joven mientras se clavaba el puñal de cristal y hielo en medio del corazón. La sangre brotaba negra de su pecho.

Así apareció cuando entré en su alcoba que era su prisión, para decirle que su condena voluntaria había terminado. Y así me lo contó la Luna esa misma noche.

La Luna, la Reina, la Doncella Blanca, el Reflejo... Esa noche se tiñó de rojo la luna, esa noche que provocó un suicidio, esa noche que la doncella abandonó el mundo de los mortales para unirse al brillo de la luna, como siempre había hecho, como siempre había estado.



Shurha

lunes, 13 de julio de 2009

El viaje de las hadas

Cuando era pequeño pensaba que las hadas eran esos pequeños seres que volaban con sus delicadas alitas de colores por entre los árboles del bosque, o que se quedaban sentadas en la estantería de tu cuarto (llena de polvo, por supuesto) mientras dormías. Siempre me había imaginado a las hadas como a Campanilla, pero un poco menos agrias. Como el Hada Madrina, pero un poco más pequeñas.

Toda mi visión de las hadas cambió cuando llegó ella. Yo sólo tenía 10 años y era un niño tonto. Ella tenía 19 y era la novia de mi hermano. Era muy guapa y, aunque no tenía alas, yo en mi fuero interno estaba seguro de que podía volar. Su sonrisa iluminaba la habitación y hasta hacía reír a mi padre, siempre tan serio metido en su traje de marca.

Recuerdo el día en que le pregunté si era un hada...

- ¿Un hada, yo? Pero si las hadas tienen preciosos vestidos de colores y delicadas alas que parecen de cristal. ¿Cómo voy a ser un hada, Gabri? -me había sonreído. Entonces más que nunca estuve convencido de que era un hada.

- Pero te pareces a un hada...

Con una sonrisa había cortado la conversación. Desesperado, intentaba buscar cualquier resquicio de magia que pudiera dejar a su paso, quizá un halo dorado o unos polvos mágicos con los que hacer que las flores olieran mejor. Pero no lo conseguí. No encontré nada que pudiera demostrar que ella era un hada. Aún así seguía convencido.

Unos meses después, mi hermano y ella cortaron. Él me dijo que había sido un estúpido y la había hecho daño, con lo que no se podía permitir volverla a hacer daño. No quería volverla a ver llorar, por lo que había decidido no volver a verla. Y, por supuesto, yo no la volví a ver.

Sólo fue cuando crecí que me di cuenta de lo que no había visto cuando era un niño. Tal como me habría gustado decirle, las hadas no tienen porqué tener alas. Y, si las tienen, las llevan escondidas. Y no toda su magia se puede limitar a hacer que las flores huelan mejor o que el sol brille con más fuerza.

Su magia era la sonrisa. Con ella hacía que el ambiente fuera más dulce, endulzaba la vida de mi hermano, la de mi padre y la mía propia. Y no me había dado cuenta. Y la sonrisa es la magia que ahora reconozco más, y la que más valoro. Nada de sacar conejos de una chistera. Donde esté una buena sonrisa, que se quite la magia de pega.



Shurha

jueves, 9 de julio de 2009

Cristal de Bohemia

De ella tan sólo conocía que era morena y se hacía llamar Cristal. De sobra sabía que no era su nombre. Desgraciadamente, sabía poco de ella. Su nombre y su pelo. Había cientos de chicas, por no decir miles, que fueran morenas allí, en París. Además, su seudónimo no era especialmente conocido por las calles. Sólo en los círculos de bohemios parisinos que frecuentábamos los dos de vez en cuando sabían que ella se hacía llamar Cristal. Y, desgraciadamente, no encontré a nadie que me supiera decir su verdadero nombre. Y si lo encontré, no me lo quiso decir.

Había otra cosa que sabía de ella. Y era que escribía y pintaba de forma excepcional. Sabía transmitir todo un mundo de sensaciones y sentimientos con las palabras y con los colores. Un mundo de sensaciones y sentimientos que ni yo en mis mejores sueños habría sido capaz de transmitir. Toda ella era excepcional, y sólo había que ver su forma de moverse por la oscuridad. De manera elegante y sigilosamente, imperceptiblemente.

Quería conocerla. ¿Por qué? Ni idea. Quizá un pequeño calambrazo al ver su espalda me incitó a conocer a aquella pequeña maravilla de la creación. Era misteriosa y a mí el misterio me chiflaba. Y más en cuerpo de mujer. Y más en cuerpo de bohemia.

Después de los meses, volví desesperado al bar. No la encontraba, y mi corazón empezaba a latir desesperado, cada día más débil y cansado de esperar. ¿Acaso...? No. Yo no creía en esas cosas. Había dejado de creer en esas cosas hacía mucho tiempo. Y una mujer misteriosa no iba a hacerme cambiar de parecer. Perseguí otros romances fugaces, para intentar olvidar las razones que azuzaban a mi corazón a la locura permanente. Olvidé por momentos, pero cuando el día me sorprendía tendido sobre mi cama y con sueño, sentía que su nombre volvía a mis labios y me impedía seguir con mi vida de búho.

La puerta se abrió y, pasando desapercibida, entró en la oscuridad casi lujuriosa de aquel antro de mala muerte. Yo estaba apostado en la barra, con un whisky entre mis manos, el único que me entendía, por mucho que me doliera. Se sentó a mi lado y se pidió una copa. Entonces, quitándose el pañuelo del cuello, me miró y me dijo:

- Soy Cristal. ¿Me buscabas? -sentí que el tiempo se paraba y el mundo se silenciaba.



Shurha

lunes, 6 de julio de 2009

Memoria de una injusticia

Era de noche y los dos amantes se tomaron de las manos y se miraron a los ojos. Las palabras del sacerdote eran como campanas en la oscuridad, tan sólo iluminada por cientos de velas, que hacían del jardín un edén de sombras. La pareja se fue acercando, para sellar su sagrada unión con un beso. Como si aquello no pudiera separarles nunca. Cuando apenas les faltaban unos pocos centímetro para legitimar su sagrada unión, algunos soldados entraron en el jardín y apuntaron a la pareja con sus armas.

Con fuertes brazos separaron al joven y se lo llevaron, arrastrándolo por entre los árboles y arbustos, rasgando sus ropas y arañando su piel. La joven y el sacerdote quedaron solos en el jardín cuando de los ojos de ella empezaron a brotar lágrimas amargas.

- ¿A dónde se lo llevan, padre? -dijo al sacerdote. El anciano parecía alterado por que los soldados se llevaran al chico.

- No lo sé, hija.

Pero antes de que el hombre pudiera decir nada, la joven salió corriendo por el camino por el que había desaparecido su querido William. Gritaba su nombre en la oscuridad, pero su voz no la llamaba a ella. Iba a la deriva por entre los árboles y pronto desembocó en un camino iluminado por algunos faroles, un lugar imposible para seguirle la pista a los soldados.

Buscó consuelo en su padre pero él, tan frío como siempre, solo la dio unas palmaditas en la espalda y la dejó descansar, pues decía que a la mañana siguiente se encontraría mejor. Ella no entendía lo que quería decir su padre. ¿Cómo se iba a sentir mejor si habían arrestado a su prometido sin ninguna explicación?

A la mañana siguiente llegó una carta para ella, que rezaba que su prometido había sido arrestado por sus numerosas faltas y crímenes. ¿Qué crímenes? La carta no lo especificaba. Tampoco decía dónde había sido encarcelado, así que no podría ir a verle. Pero, aún con toda la pompa del sello real en la carta y todo aquello, la chica no se creía que William fuera un delincuente cualquiera.



Pero pasaron los años y ella no tuvo ninguna noticia de William ni de su encierro. Su padre había decidido que lo mejor para ella sería olvidarle y que encontrase un nuevo hombre con el que poder casarse y llevar una vida más o menos feliz. Pero ella no quería. ¿Cómo podría olvidar a William? Su padre no la comprendía y, además, la quería obligar a casarse con alguien de quien no estaba enamorada. ¿Cómo podía ser tan insensible, su padre? No lo comprendía y nunca lo llegaría a comprender.

Aún así, su padre se salió con la suya. Consiguió que ella aceptase la mano de un hombre rico y de buena posición social. Los remordimientos anidaban en su cabeza durante todo el día desde que le conoció hasta que el día en el que debía de celebrarse la boda. E incluso años más tarde, los remordimientos volvían de vez en cuando para torturarla y hacerla sentir culpable por lo que había hecho.

El día de la unión de la chica con su nuevo prometido era un día soleado, aunque ella no dejaba de derramar lágrimas. Iba a ser una celebración pomposa, llena de invitados, flores, cintas, sillas y un gran banquete para todos los asistentes.

El sol ya había llegado a su punto más alto cuando el sacerdote preguntaba si alguien tenía algo en contra de aquella sagrada unión que se estaba celebrando. Cuando estaba a punto de legitimar la unión, una voz fuerte y decidida sonó en el jardín iluminado por el sol:

- Yo tengo algo que objetar -todo el mundo se giró hacia el lugar del que provenía la voz y vieron a un joven sucio y descuidado, que se acercaba con paso firme hacia donde estaba la pareja. La joven, que había estado aguantando las lágrimas durante toda la ceremonia, sintió cómo toda su fuerza de voluntad desaparecía y su vista se hacía borrosa ante la visión del joven preso liberado-. Esta ceremonia no debería concluir así.

Los asistentes a la boda callaron. El padre de la novia enrojeció de ira. El novio quedó estupefacto. La novia lloraba. El sacerdote no sabía qué decir. Todos esperaron a que el joven recién llegado dijese lo que había ido a decir.

- Esta joven no es su legítima esposa, sino la mía. Vengo a por lo que me fue arrebatado hace años. Vengo a por mi felicidad... -sonrió a la joven novia, que le dio la mano y miró a su padre, sin decir ninguna palabra.




Años más tarde, cuando los dos amantes despertaron juntos una mañana lejos de todo lo que les había separado años atrás, la chica se atrevió a preguntarle de qué crímenes era culpable. William sólo respondió con una frase:

- Mi único crimen fue amarte cuando no me estaba permitido.




Shurha (Sé que este tema y desarrollo es el más típico, pero a mí me gusta...)

viernes, 3 de julio de 2009

Suspiros de estación

En la estación, la chica aguardaba junto a la maleta. Miraba hacia todos los lados, esperando ver aparecer de un momento a otro a Dorian corriendo por la esquina. Sabía que él era así de despistado, pero ¿podría olvidarse de que ese día ella salía de la estación de tren y que no volvería en años? Suspiró y llevó su maleta hacia un banco, en el que ella se sentó a esperar.



Dorian se puso los pantalones a toda prisa. Se ató las zapatillas como pudo y después eligió una camiseta al azar. No tenía tiempo para andar mirando qué camiseta sería la más adecuada para una despedida como aquella. Miró el reloj de su muñeca. Las once y cuarto. Si se daba prisa quizá llegaba a la estación justo para coger a Miriam de la muñeca y decirle eso que tanto deseaba decirle desde hacía tanto tiempo.

Quería decirla que la quería, pero no sabía si era el mejor momento. Ella se iba a marchar a Nueva York y estaría allí unos cuantos años, tres como mínimo, en una academia de danza de las mejores. Ella quería bailar y aseguraba que si quería ser alguien, tenía que pasar algún tiempo en esa academia. Nueva York no estaba tan cerca como podía estar París y los vuelos cruzando el Atlántico no eran precisamente baratos; las posibilidades de que se vieran durante aquellos años eran casi nulas, contando con que Miriam no iba a volver a Inglaterra para Navidad. Ningún año.

Cuando salió por la puerta ni se había peinado. ¿Qué más daba? No podía perder el tiempo y no creyó que a Miriam la importaba verle despeinado. Corrió por la calle y se encontró a su madre, que le gritó que dónde iba. Pero Dorian no escuchaba nada, salvo los latidos de su corazón y una voz en la cabeza que repetía el nombre de ella.



Ya había llegado el tren. No tardaría en subir a él y Dorian seguía sin aparecer. Se levantó lentamente y arrastró la maleta hasta la puerta del tren. Con ayuda de otro pasajero, consiguió subirla hasta el vagón. Después subió ella y, sin entrar del todo, volvió a mirar hacia los lados, por si Dorian aparecía en ese preciso momento. Pero no apareció.

Entró del todo en el tren y se sentó en su asiento, después de colocar la maleta en la rejilla sobre su cabeza. Se puso los cascos y empezó a escuchar música para evadirse del mundo que la rodeaba. Pero la sonrisa y la mirada de Dorian no se le iban de la cabeza. ¿Realmente aguantaría tanto tiempo sin ver a la única persona a quien ella quería?



Dorian corrió como alma que lleva el diablo hasta entrar por la puerta de la estación. Una vez allí, se dirigió al andén adecuado y observó cómo el tren todavía estaba parado. Recorrió todo el tren buscando a Miriam y la encontró en el último vagón, soltando unas discretas lágrimas, tan discretas como ella. Golpeó el cristal y Miriam le miró. Al principio no se lo creía, pero después se pegó a la ventana.

- ¡Te quiero! -gritó Dorian, a sabiendas de que Miriam no le oiría. Pero necesitaba decirlo, gritarlo para que se enterara el mundo.



Miriam no se lo creía cuando vio a Dorian pegado al cristal. La gritaba algo, pero ella no acertaba a escucharlo. Se limitó a leerle los labios y lo que leyó le dejó sin respiración.

En ese momento el tren se puso en marcha. Dorian seguía con la mano pegada al cristal de la ventanilla y Miriam luchaba por seguir viendo su rostro, hasta que el tren fuera tan rápido que él no pudiese seguir su ritmo. La mano de Dorian cada vez fue quedando más atrás hasta que la mano y él desaparecieron totalmente de la vista de la chica. Se derrumbó en su asiento, todavía sin creerse lo que había leído de los labios de Dorian.

¿Él la quería? Se sintió estúpida.



Shurha

martes, 30 de junio de 2009

La señal de la cruz

La joven entró corriendo en la iglesia. Se paró ante el pasillo principal, agitada y con la respiración entrecortada. Miró hacia los lados y no vio a nadie. Se puso a caminar por el pasillo central de la iglesia, ahora más calmada e intentando recuperar la respiración perdida, hasta que llegó a la primera fila de bancos. Allí se arrodilló y miró el gran crucifijo que se alzaba antes ella. Entrelazó sus manos y se puso a rezar.

- Padre, por favor. Perdóname. He pecado con tus hombres, con uno de esos hombres que decidieron consagrar su vida a ti y a tus designios. He roto sus votos. Padre, perdona a esta pecadora que no sabía lo que hacía.

Sintió una mano sobre su hombro. No se sobresaltó, porque esperaba a algo parecido. Se persignó y miró hacia la persona que la había tocado. Ante ella había un hombre atractivo con penetrantes ojos azules. Al mirar a sus ojos recordó todo aquello por lo que había pedido perdón.

Ese amor estaba prohibido. Se habían conocido años atrás, cuando ella se había confirmado. Él era algunos años más mayor que ella y le faltaba poco para convertirse en sacerdote. Habían entablado una amistad, cada vez más profunda, hasta que ella sintió que se empezaba a enamorar de él. Sabía que no podía ser, que aquello era lo peor que le podía ocurrir: enamorarse de un futuro sacerdote, un hombre que había decidido consagrar su vida a Dios.

Él había profesado aún sabiendo que ella se había enamorado de él y él, tristemente, también de ella. Pero su determinación y su amor por el Señor era mayor que el amor que pudiera sentir por cualquier mujer.

A veces se veían, pero dolía demasiado. Un día, años después, se habían vuelto a ver y todo lo que los dos se habían guardado había saltado en un apasionado beso, ocultos en la sacristía. Ella se había sentido una pecadora y había salido corriendo de la iglesia, llorando por varios motivos. El Señor sabría perdonar a uno de sus hombres, pero no a ella. Al día siguiente, arrepentida, había vuelto a la iglesia a rezar y a pedir perdón. Ahora estaba mirando a aquel sacerdote que la había besado torpe y dulcemente.

- Tus pecados te son perdonados -dijo el sacerdote, en virtud de los poderes que el Señor le había concedido-. Puedes ir en paz.

Ella se volvió a hacer la señal de la cruz y se puso a andar lentamente hacia la sacristía. El sacerdote miró hacia la cruz y se persignó con lentitud. Clavó los ojos en los ojos entrecerrados de Cristo crucificado.

- Perdóname, padre, porque voy a pecar...

Después ando tras ella, esa mujer de la que se había enamorado hacía años. Él sería casto, no se permitiría a sí mismo romper sus votos, sólo se permitía un amor casto e inocente. Pero un simple beso no hacía mal a nadie. Confiaba que el Señor supiera perdonar esos besos inocentes.



Shurha

domingo, 28 de junio de 2009

No llores, porque te quiero

Sentada en las escaleras de la iglesia, sentía que el mundo entero se le venía encima. El cielo parecía romperse sobre ella y de un momento a otro caería sobre su cabeza, matándola. Realmente en ese momento no la importaba. Ya nada tenía sentido. Todo había perdido las razones cuando él había cerrado los ojos. Y las nubes... todo estaba cubierto por nubes grises que amenazaban una tormenta, la tormenta del final.

En el mismísimo momento en el que se encontró de frente con la realidad, sintió cómo sus ojos se llenaron de lágrimas. Hundió su rostro entre sus manos, aquellas que no habían hecho nada para evitar el desastre, y lloró desconsoladamente. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y sus antebrazos y caían sin control al suelo, estrellándose contra la piedra de las escaleras. Todas las personas que pasaban ante ella se quedaban mirándola con cara extrañada, pensando qué la pasaría como para que estuviera sentada a la puerta de una iglesia llorando. Todos se acercaban, pero nadie conseguía comprender su dolor.

Una oscura compaña salió por la puerta de la iglesia y bajó, solemne, la escalera. Algunos apretaron con cariño el hombro de la chica, pero la mayoría pasaron de largo, siguiendo su penoso camino hacia casa, pensando que sólo ellos sufrían de aquella manera (cuán equivocados estaban).

La gente dejó de bajar las escaleras y desapareció tan rápido como había aparecido. Y ella volvió a quedarse completamente sola, aunque cuando aquellas personas la apretaban el hombro tampoco se había sentido excesivamente acompañada. Levantó la cabeza y se secó unas últimas lágrimas rezagadas que querían seguir el camino de las demás y estrellarse contra el suelo. Estaba a punto de bajar un escalón, sin ganas, cuando oyó unos pasos a sus espaldas y notó unos brazos que la agarraban por la cintura. Después, un cuerpo que se pegaba al suyo por la espalda y la estrechaba con fuerza.

- No -dijo simplemente-. Todavía no.

Ella se giró y vio la cara conocida que quería haber visto en la compaña siniestra, pero que no había visto. Le vio allí, de pie, con los ojos enrojecidos como ella y con los surcos de las lágrimas todavía latentes es sus mejillas.

Él la abrazó y ella ocultó su rostro contra su pecho. Oyó el latido de su corazón desbocado por las emociones y se abrazó con más fuerza a su cintura. Él la acarició el pelo y susurró palabras tranquilizadoras a su oído. Poco a poco, ella se fue calmando, pero las lágrimas no dejaron ni un solo momento de manar de sus ojos.

Fue entonces cuando él separó su cara de su pecho y la miró a los ojos intensamente. Con un dedo firme, secó las lágrimas de la chica y sujetó su rostro entre las manos, tiernamente.

- No llores... -ella soltó algunas lágrimas más, que el besó con ternura-. No llores, porque yo te quiero.

Ella sonrió y no pudo evitar volver a llorar, pero no de tristeza. Le besó y se abrazó a él. Y en ese momento sintió que aquellas nubes a las que tanto miedo tenía si iban disipando poco a poco y que el sol empezaba a brillar tímidamente. Sabía que todavía quedaba mucho tiempo antes de que las nubes desaparecieran y de que el sol brillara con fuerza. Pero esperaría. Esperaría... a su lado.



Shurha

jueves, 25 de junio de 2009

Kilómetros

La chica se paseaba por el bordillo, impaciente. Jugaba a mantener el equilibrio para distraerse un poco. Pero aunque caminaba y se concentraba en no caerse hacia los lados, no servía para mucho. Estaba tan nerviosa que ni siquiera así podía dejar de pensar. Cuando se cansó de jugar, se sentó en el bordillo y miró el reloj.

- "Las once y cuarto -pensó-. Se retrasan."

No deberían retrasarse. Habían quedado a las once porque ellos habían previsto lo que iban a tardar en hacer la ruta. Y en esos casos, el hecho de un pequeño retraso hacía que la cabeza de la chica se dirigiera a un accidente y no hacia un atasco a la entrada de la ciudad. Apoyó su cara en las manos y resopló, mientras oía como Alberto se acercaba hacia ella por detrás y se sentaba a su lado.

- ¿Qué te pasa?

- Se retrasan -la chica miraba constantemente a un lado y a otro de la calle, por si veía acercarse ese tan deseado coche gris-. No deberían retrasarse.

- Tranquila, ya verás como están en un atasco.

La chica miró a su amigo con una ceja arqueada, como si no le creyera. En el fondo quería creer lo que Alberto le decía, pero su naturaleza era tan catastrofista que no se lo permitía. Aunque positiva, tendía al catastrofismo. Y por eso mismo a veces se condenaba. Porque siempre se acababa preocupando por cosas por las que no debería preocuparse, como de un simple retraso.

Y entonces, de repente, por la curva de la calle apareció aquel coche que llevaba quince minutos esperando. Cuando aparcaron y el conductor salió por la puerta, ella se dirigió a él y se abrazó a su cuello.

Por fin... por fin después de tanto tiempo deseándolo, después de tantos kilómetros recorridos con la imaginación, ahora podía abrazarle de verdad. Eso no era un sueño. Los sueños se habían acabado durante tres largos días en los que estaría a su lado. Después volvería a soñar, pero siempre con la esperanza de que le volvería a ver. Pero, ¿qué más daba el futuro? Ahora estaba abrazada a él y le acababa de besar.

Y eso era lo único que importaba. ¿Los kilómetros? Eso ya eran lo de menos.



Shurha

lunes, 22 de junio de 2009

Calla y bésame de una vez, estúpido

Él había ido a la habitación, con paso decidido y las mejillas encendidas de rabia. Ella se había quedado apoyada en el frigorífico de la cocina, con los brazos cruzados ante el pecho. Habían compartido en ese momento algo más que palabras hirientes. A él todavía le dolía la mejilla del bofetón que ella le había dado en respuesta al suyo. Y el hecho de haberla pegado le dolía más que la marca de los dedos de ella.

A ella también le dolía el hecho de haberle pegado. Pero estaba tan rabiosa que no había podido parar a pensarlo ni siquiera un segundo. Palabras inapropiadas, un momento inadecuado y ya había discusión. No era la primera vez que levantaban la voz, que gritaban más de lo debido, o que discutían. Pero nunca había pasado de una sencilla discusión. Siempre habían parado a tiempo y habían sabido arreglarlo con calma y voz suave. Pero esa vez había sido distinto y ninguno de los dos sabía en qué se diferenciaba con las demás veces. Tal vez el tema, algo más delicado. Tal vez el momento, no el más apropiado para tocar ese tema tan delicado. Tal vez los recuerdos, ahora más recientes todavía.

El hecho era que los dos habían vuelto a acabar enfadados, quizá por una tontería, pero enfadados. Y más distanciados que otras veces. Pero más que las palabras, son los silencios los que hieren. Y que lo único que oyeran fuera una puerta cerrarse con un portazo fue lo que más hirió, quizá. No unos pasos. No unos llantos ahogados. Ni siquiera un perdón susurrado, sin intención de que el otro lo oyera.

Fue ella la que, quizá más débil o quizá más decidida, dirigió sus pasos hasta donde él había construido su refugio. Abrió la puerta y le miró a los ojos. En ellos vio la disculpa más sincera que jamás había recibido. El corazón empezó a latirle fuerte y comprendió que, por mucho que discutieran, por muchas riñas que tuvieran, estaba enamorada de él, de sus cosas buenas y sus cosas malas, de su predisposición a llevar la contraria y a discutir, pero también de sus sonrisas, sus besos, sus detalles y sus disculpas. Estaba perdida, irrevocable y locamente enamorada de ese hombre que estaba ante sus ojos pidiendo una disculpa en silencio.

Él la miró con ternura y vio que en su boca se dibujaba aquella sonrisa que le había enamorado una vez en un oscuro bar. Esa mujer le volvía completamente loco, toda ella. Incluso cuando estaba enfadada o discutía, le volvía loco. Era una droga de la que cada vez estaba más enganchado, hasta el punto que se había enamorado. Y le dolía hacerla daño, pero más le dolía pensar que no la volvería a ver. Con lo que cada vez que él era lo suficientemente cobarde como para no ir y pedir disculpas, su corazón se partía pensando en la posibilidad de que ella se cansara de ser siempre la que daba el primer paso.

De los labios de él empezó a salir una disculpa, pero los labios de ella fueron más rápidos y dijeron en un susurro:

- Calla y bésame de una vez.

Cayeron sobre la cama, enredados en un pasional beso en el que ella se prometió no volver a discutir y él se prometió no volver a hacerla rabiar.

domingo, 21 de junio de 2009

Los pantalones sobre la silla

Muchas veces me he preguntado qué es lo que siento cuando hago el amor con hombres que ni siquiera conozco. Y nunca he encontrado la respuesta que buscaba. Quizá si un amago de respuesta, un vago recuerdo de aquella primera vez -tan dulce y tan torpe- que todos queremos mantener fresca en nuestros recuerdos. Pero nunca, nunca, encontré una respuesta clara.

Quizá mi oficio no me ha permitido sentir más allá de la obligación en la que me encontraba al salir a la calle y poner mi cuerpo al servicio de los viandantes sedientos. Pero creo que fue cuando dejé de sentir esa casi placentera obligación, me planteé dejarlo. Y lo dejé, pues si no me gustaba y podía decidir, ¿para qué seguir? Me enfundé aquellos pantalones que tanto hacía que no me ponía, me abroché los botones de la camisa más de lo que solía y calcé zapatos bajos, para pasar desapercibida. Pero mi determinación al andar y mi soltura al mirar me volvieron a ganar una partida que yo no quería perder.

Volví a acabar en la cama con un hombre que no conocía de nada. Tan sólo unas miradas, unas sonrisas y una copa en la barra de un bar elegido al azar.

-¿Te llamabas...?

-Amber, ¿y tú?

-Max.

Encantados de conocernos, un par de paseos y acabamos enredados entre sábanas traicioneras y besos que acabé odiando. Pensé que sería como los demás, que se marcharía al amanecer dejando sobre la mesilla de noche algo de dinero, el que pensaba que me merecía por lo que había hecho. Pero cuando me levanté, él no estaba pero sus pantalones seguían mal colgados de la silla de al lado de la ventana. O se había ido en calzoncillos o seguía en mi casa.

Y si, seguía en mi casa. En la cocina, para ser más exactos. Y si, estaba en calzoncillos. Con una sartén en la mano se giró y me miró a los ojos. Enarbolando una sonrisa encantadora, me dijo:

-Es que me parece que quiero pasar una temporada contigo...

Al no estar acostumbrada, al ver a ese hombre que no conocía de nada decirme que quería ser parte de mi vida durante una temporada me emocioné. Al principio aquello fue tan sólo sexo y risas, copas a la luz de las velas sentados en el sofá, una simple amistad con derecho a roce. Con él olvidé mi anterior ocupación y me busqué algo más "decente" a los ojos del gobierno. Pero todo hubiera ido mejor si lo nuestro no hubiera pasado de una amistad como la que teníamos. Las cosas se complicaron el día en que me dijo que se había enamorado de mí. Y se complicaron más aún cuando yo me di cuenta que me pasaba lo mismo.

Y entonces, cuando por fin hice el amor con alguien que no era un simple desconocido, descubrí la respuesta a la pregunta que tantas veces me había formulado a mí misma.

"No sé qué sentiría, pero esto desde luego no"



Shurha

martes, 16 de junio de 2009

Pasos en la oscuridad

La joven corría por las calles oscuras y desiertas de la ciudad, sin dejar de mirar hacia atrás. Hacía tiempo que los había perdido de vista, pero sabía que sus hombres eran muy hábiles y la podían estar siguiendo en la oscuridad. Así que no dejó de correr, buscando un lugar seguro que, seguramente, no encontraría. Aquella ciudad era una ratonera y ella lo sabía perfectamente. Pero lo que tenía claro era que no iba a quedarse mirando cómo aquellos hombres uniformados la cogían y la interrogaban brutalmente. Aunque fuera prácticamente imposible, ella intentaría escapar. Pensaba que al menos tenía una mínima posibilidad.

Se internó en un callejón que conocía muy bien. Era parte de su barrio y del atajo que cogía antes para llegar a su casa. Ahora podía ser peligroso, pero tenía la esperanza de que ellos no lo tuvieran como una trampa para rebeldes. Llegaba por la mitad del callejón, confiando en su memoria (ya que no veía nada, aunque el callejón gozaba de algo de luz procedente de una farola de una calle cercana)cuando se chocó con un obstáculo que, juraba, el día anterior no estaba ahí. Retrocedió, aturdida, e intentó ver qué era con lo que se había chocado. La figura salió de la oscuridad y, antes de enseñar la cara, la joven pudo ver un uniforme de soldado que temía y conocía muy bien.

Intentó escapar, pero unos fuertes brazos la agarraron antes. Pensó que estaba atrapada, que ese era su final. Todo lo que había hecho, todo lo que había huido y luchado no había servido para nada. Bueno, no. Para algo habría servido. Entonces escuchó una voz conocida, una voz que le había susurrado al oído para que nadie, salvo ella, escuchara lo que tenía que decirle.

- Espera, Karen, espera -los ojos de la joven casi se salen de sus órbitas cuando escuchó la voz susurrar esa súplica. Se giró como pudo y miró a esos ojos que tanto había mirado en la clandestinidad. Delante de ella estaba Robert, un oficial del ejército enemigo, pero él no era ni mucho menos eso. Ni siquiera sabía cómo, se le había encontrado una vez en un pub. Habían estado hablando y algo había surgido entre ellos. Ninguno de los dos sabía en un principio quién era el otro ni les importaba; para lo que querían, eso era lo de menos. Pero la cosa se les fue yendo de las manos y llegaron hasta una situación en la que los dos habían caído profundamente enamorados del otro. Fue entonces cuando ella descubrió que él era un alto cargo del ejército y él descubrió que ella era un importante pilar de la resistencia. Pero a ninguno de los dos les importó y decidieron seguir con lo que fuera que tenían en secreto.

- Robert, me has dado un susto de muerte -dijo Karen, abrazando al oficial.

- Lo siento, mi pequeña, pero he venido a advertirte.

Karen se separó de Robert. Le miró preocupada. ¿Advertirla? ¿De qué quería advertirla? No habló. Esperó a que el oficial dijera por sí mismo aquello que tenía que decirla. Ella esperaría pacientemente y después actuaría; estaba acostumbrada.

- Mis superiores sospechan de mí... y sospechan de ti. Si fuera únicamente de mí sólo te lo diría y te diría que no te preocuparas demasiado, que ya me encargaría yo de solucionar las cosas. Pero en esto también estás implicada tú y eso es lo que no quiero. He intentando hacer que todo se dejara un poco de lado con mi influencia, pero no he podido. Están convencidos de que hay algo que no conocen y eso les molesta.

- ¿Y qué quieres que haga? -dijo Karen, creyendo que era el mejor momento para intervenir.

- Sal del país, ve a un lugar en el que estés segura y espera. Yo iré contigo cuando todo se haya calmado y nos marcharemos lejos, muy lejos, los dos juntos.

Confiaba en él plenamente, pero ¿cómo saber que no mentía? ¿Cómo saber que a la salida del país no iban a estar esperándola unos soldados con instrucciones expresas de cogerla? ¿Cómo saber que Robert no la estaba conduciendo a una trama premeditada? Y, además ¿cómo podría saber él dónde se refugiaría Karen?

- Quiero confiar en ti, pero estos últimos años he aprendido en no confiar en nadie.

- Haces bien en no confiar en mí. Haces bien en no confiar en nadie. Pero creo que, en estos casos, puedes confiar en que quiero lo mejor para ti y, también, para mí.

Karen se quedó en silencio. Seguramente Robert tenía razón. Debería salir del país cuanto antes y refugiarse en algún lugar seguro. El hecho de esperarle o no, eso lo diría el tiempo; si pasaba mucho tiempo y se cansaba, decidiría no esperarle. Suspiró profundamente y le miró a los ojos de nuevo, sabiendo que aquella podía ser la última vez que vería aquellos profundos pozos negros.

- Prométeme que vendrás a por mí. Prométemelo y entonces me marcharé del país, por nuestra seguridad y nuestro futuro. Por mucho que me duela dejarte atrás.

- Te lo prometo -Robert se inclinó hacia ella y le dejó un beso en la comisura de la boca-. Ahora vete, corre hacia un lugar seguro. Márchate cuanto antes, Karen. Y espérame allá dónde estés.

Karen le volvió a mirar a los ojos y después hecho a correr por el callejón hacia su refugio provisional. No miró atrás. No quería mirar hacia el lugar donde se hallaba Robert, porque sabía que si lo hacía no tendría fuerzas para seguir adelante; la certeza de que le estaba abandonando sería más fuerte si le veía esperando a que ella desapareciera por entre las sombras y las callejuelas. Además, tampoco quería que Robert viera el reflejo de las lágrimas que corrían, más rápidas que ella, por sus rosadas mejillas.



Shurha

viernes, 12 de junio de 2009

Querido...

Querido Pablo:

Esto me va a resultar mucho más difícil de lo que yo hubiera podido prever. Sé que me puedes considerar una cobarde por estar diciendo esto en una carta y no cara a cara, donde podría ver tu reacción, tus ojos, tu boca. Pero supongo que tienes razón si me llamas cobarde, porque realmente creo que lo soy. No me he atrevido antes a decirte lo que te voy a decir por miedo, un miedo irracional que me llevaba a llorar en silencio y a soportar todo aquello que no me gustaba sin pronunciar una sola palabra. Pero ahora... ahora todo ha cambiado. No sé (ni quiero saberlo) qué me ha llevado a abrir por fin el corazón y confesarte todo.

¿Recuerdas cuando nos besamos por primera vez? Los dos coincidimos en que habíamos sentido algo en nuestro interior, como una especie de peligrosa llama que empezaba a quemar nuestro corazón. Los dos también coincidimos en dejar que esa llama quemara del todo nuestro corazón, nuestra alma e inhabilitara nuestra mente. Era arriesgado, lo sabíamos, pero ante nosotros estaba esa oportunidad preciosa de abandonar nuestras monótonas vidas y embarcarnos en esa aventura que tanto tiempo habíamos deseado. El tiempo se encargaría de hacer perdurar la llama que, poco a poco, crecía en nuestros corazones.

Y desde entonces ya han pasado tres largos años. La aventura continua, de eso estoy completamente segura cada día que me despierto a tu lado y te veo dormir plácidamente. Pero creo que para mí ya se ha hecho muy tarde. Yo nunca fui aficionada a los viajes a largo plazo y creo que mi tiempo aquí se ha acabado. Me duele, pero creo que todo tiene su fin y el mío ha llegado en este momento. Todos los libros tienen una última página, ¿no? La mía es esta carta.

Odio hacerlo de esta manera. Me gustaría poder haber visto tus ojos, esos ojos que tanto amé, cuando hubieses leído estas líneas. Pero me temo que no soy lo suficientemente valiente de momento como para enfrentarme a mis miedo. A veces me pregunto cuando será el momento de enmendar todos los errores que cometí, cometo y cometeré. Todavía no lo sé. Pero creo que cuando ese momento llegué, volveré a donde estás tú y te pediré perdón por todo lo que te estoy haciendo en estos momentos. Ojalá no fuera tan cobarde. Si no lo fuera, estoy segura de que nuestra historia podría haber continuado o que, de no haber continuado, no estaría diciéndolo en una fría e insensible carta. Al fin y al cabo, los papeles no pueden transmitir los sentimientos tal y como el escritor lo siente. Un papel no puede enseñarte las lágrimas que podría estar derramando ahora mismo, o la desesperación que podría estar pagando con mi bolígrafo.

Siento ser así, pero supongo que me amaste como soy y yo te he amado todo lo que mi tiempo me ha permitido. Y si algún día volvemos a encontrarnos, te permitiré que no me hables; no te guardaré ningún rencor si no me diriges la palabra. Lo veré como lo más normal del mundo. Si así lo deseas, volveremos a ser esos desconocidos en cuyos corazones nunca despertó esa llama que tanto duele.

Supongo que este es un buen momento para decir adiós.

Con cariño.
Paula




Shurha

martes, 9 de junio de 2009

El Sol y la luna

Ese día, la luna había aparecido pronto en el cielo. Todavía era de día cuando se pudo ver su silueta blanca y redonda recortada sobre la inmensidad azul del cielo. Y entonces fue cuando vio al Sol. Era grande, brillante y se podía considerar la envidia de cualquier astro. Desde ese momento, la luna se enamoró del Sol. Pero también desde ese momento supo que no tenía nada que hacer, que su amor era imposible. Esa tarde corrió por el cielo intentando alcanzar al Sol, pero él corría también. Parecía que huía de ella.

Triste, la luna empezó a hacerse cada vez más pequeña. El Sol la veía, empequeñecerse poco a poco, consumiéndose a ella misma. Él sabía porqué era, que era por su culpa, porque la luna se había enamorado de él. ¿Y qué podía hacer él? Él también estaba enamorado de la luna desde la primera vez que la vio aparecer por el horizonte, tan blanca, pura, y brillante.

La luna, poco a poco, menguó hasta que desapareció. Esa noche fue a ver a los Dioses en su hogar, para ver si la podían dar alguna solución. Estaba cansada de perseguir al Sol por el cielo y no poder alcanzarle. Y allí, en la casa de los Dioses, se encontró con el Sol, que esa noche había decidido ir a hablar con ellos porque quería ver a la luna.

-Queridos hijos -dijeron los Dioses-. No podemos hacer que os alcancéis en el cielo -la luna empezó a llorar-. Pero si podemos hacer que una noche al mes podáis estar juntos.

-Oh, Dioses, ¿cómo es posible? -clamó el Sol-. Por favor, decidnos la manera de poder estar juntos, aunque sea solo una noche...

-Prestad atención... Cada veintiocho días, la luna se oculta a la humanidad y no sale. Esa noche, hasta que tú, Sol, tengas que salir a alumbrar a los seres humanos, será vuestra, empezando por hoy.

Desde entonces, cuando la luna se oculta una vez al mes, se junta con el Sol, pudiendo así realizar los deseos que llevan todo un mes queriendo realizar. Y, quién diga que los que son diferentes nunca se pueden unir, miente. Si no... ¿por qué la luna y el Sol han podido hacer su amor verdad? No les creáis... Nunca ha habido un amor imposible y no lo habrá.

sábado, 6 de junio de 2009

Muñeca de trapo

¿Le amaba? Si, le amaba, por muy cabrón que pudiera ser a veces. Por muy frío e insoportable que pudiera estar cuando volvía del trabajo. Si había estado quince años con él era porque le quería, aunque a veces las dudas afloran. Eso no lo puedes evitar. ¿Si era feliz? Se podría considerar que si. A veces me hacía llorar, pero no era su culpa, si no la mía. ¿Por qué era mi culpa? Realmente no lo sabía, pero sabía que suya no era.

Pero hubo una vez, tan sólo una vez, que me di cuenta de que realmente no era feliz. Cuán ciega había estado todo ese tiempo. ¿Le amaba? Si, le había amado. Pero cuando descubrí la mentira, el encubrimiento, el engaño... mi cerebro comenzó a funcionar y mi corazón empezó a latir, por fin, después de tanto tiempo insensible y parado en otra época mejor, en otros recuerdos que no fueran agridulces, en todas las promesas que me hizo en la playa, bajo la luna llena. Había estado tan ciega que no me había dado cuenta de que yo era simplemente su muñeca de trapo. Esa muñeca con la que podía jugar cuando quisiera. Y, cuando se aburría, me dejaba tirada y desconsolada.

Mientras, había otras muñecas. Pero no de trapo, sino de porcelana. Y yo, triste, enjugaba mis lágrimas en mi ajado vestido. Estaba ciega. Las ilusiones me habían cegado pero, ahora que se habían roto, ya podía ver. Y fui todo lo valiente que no había sido antes. Me había ido, había desaparecido de la escena y no volvería a actuar.

Me di cuenta, mientras vagaba por las calles en busca del consuelo de alguna amiga olvidada por obligación, que yo no necesitaba alguien con quién jugar. Podía jugar conmigo misma, si es que era verdad que fuera una muñeca de trapo. Lo que, me di cuenta más tarde, era falso. No era una muñeca de trapo y nunca lo había sido. Él me lo había hecho creer. Yo era una mujer. Fuerte (aunque ni yo misma lo hubiese creído) y que podía valerse por si misma. Hubo un tiempo en el que dependía de él para ser feliz. Hubo un tiempo en el que sin él me sentía vacía. Ahora sabía que no dependía de él. Y no volvería a depender de nadie, y menos de un hombre como él, que quiso hacerme creer que era una muñeca de trapo cuando no lo era.

El que tuvo la culpa y el que se equivocó fue él. Nada más que él.

viernes, 5 de junio de 2009

Aviso: El amor perjudica gravemente la salud

Lupe, 25 años. Novios en su vida: dos. Novio actual: no.
Sergio, 27 años. Novias en su vida: una. Novia actual: no.

Es curioso... Dos personas que ni se conocen, que ni siquiera han oído hablar de la otra persona, que no tienen nada en común pueden llegar a entablar una relación extrañamente entrañable. Y extrañamente larga y resistente. Juraron que ni una tempestad podría romper todo lo que ellos habían construido. Y han cumplido su juramento. Pero no quiero relatar los hechos posteriores a que se conocieran, si no los momentos en los que se conocieron y sus miradas se encontraron por primera vez. La situación es la siguiente:

Ocho de la mañana. Lupe sube al autobús que la llevará directa al trabajo, pero llega tarde. El autobús se ha retrasado y ella con él, con lo que el jefe la reñirá por haber llegado tarde. Mientras se lamenta en su cabeza, pero se convence de que ella no tiene la culpa, se dirige hacia la parte trasera del autobús. Ve un asiento libre y se sienta. Enfrente de ella se sienta un guapo moreno que la mira y la sonríe de vez en cuando. Es Sergio, que acaba de encontrar un trabajo en el centro y hoy es su primer día. Está nervioso. Pero no sabe si su corazón late más fuerte por ser su primer día o por haber visto a esa chica tan atractiva que se ha sentado enfrente de él.

Al parar el autobús, Lupe sale corriendo como puede sobre sus tacones, sin percatarse de que Sergio la sigue por las calles. Entran en el mismo portal, pero a tiempos distintos. Suben en el mismo ascensor, al mismo piso, pero a tiempos distintos. Entran en la misma oficina. Lupe se disculpa por haber llegado tarde y dice que ha sido el autobús. Sergio simplemente pregunta por el jefe y dice que es su primer día de trabajo. Lupe se soprende al verle. Sergio tres cuartos de lo mismo.

El tiempo pasa y Lupe y Sergio se van conociendo. A veces salen de fiesta y pasan un rato juntos. Poco a poco, no solo hay amistad entre los dos. Surge el roce, el cariño, la pasión, la locura y, finalmente... el amor. Lupe y Sergio deciden irse a vivir juntos. Enloquecen. Y, cuando ya por fin se dan cuenta de que están perdidamente enamorados el uno del otro, también se dan cuenta de que eso que sienten les ha echado a perder la vida y la salud.

Porque, si, señores, el amor perjudica gravemente la salud. Pero cuán gustosos queremos sentir el amor...

miércoles, 3 de junio de 2009

Después de tanto tiempo...

En ese mismo momento, al bajar del tren, supe que mi vida iba a cambiar para siempre. Quizá fue un tonto presentimiento, quizá esa tan conocida "intuición femenina", pero lo cierto es que lo supe. No sé porqué, pero eso no tiene mayor importancia.

Salí de la estación esperando encontrarme allí a algún miembro de mi familia, quizá mi hermano o a mis padres. A muy mal andar, mi tío. Pero apoyado en un viejo coche negro estaba ese hombre que, cuando yo me fui de la ciudad a trabajar, decidió dejarme para que la distancia, tan acusada, no nos dañara a ninguno de los dos. Me sorprendí al ver su pelo rubio, pero en un momento de serenidad, pensé que no había venido a buscarme a mí, no podía ser.

Aún así me decidí a acercarme a él con una sonrisa amable.

-¡Cuánto tiempo!

-Desde que te fuiste -el recuerdo de la última vez que le vi me rompió el corazón de nuevo. Era como si le viera otra vez correr tras el tren con las lágrimas en los ojos.

-¿Qué has venido a hacer aquí? Ha sido una sorpresa que la primera cara conocida que he visto haya sido la tuya.

-Esa era la intención. He venido a buscarte a ti.

No pude decir nada ante eso. Me sorprendí, para qué mentir. ¿Después de tanto tiempo sin hablar, sin estar en contacto, sin ni siquiera un correo electrónico por cumplir, había decidido venir a buscarme a la estación de tren cuando esperaba a mi hermano o a mis padres? Era realmente extraño. Pero con cierto toque enternecedor.

-¿Por qué? ¿Por qué después de tanto tiempo?

-Que yo sepa no cortamos porque nos dejáramos de amar, sino para que la distancia (tú en el Cairo, yo aquí en Madrid) no nos dañara. Pera ahora que estás tú aquí también...

-Pero han pasado dos años...

-Si, ¿y qué?

-Pues que... ¡que es mucho tiempo!

Puso un dedo en mis labios para que no hablara más y no estropeara el reencuentro después de tanto tiempo. Pronto sus labios ocuparon el lugar de su mano y, en ese momento, en el mismísimo momento en que su boca rozaba la mía supe que el presentimiento de que mi vida iba a cambiar para siempre era cierto.

Porque el tiempo cura heridas, pero de lo que yo sufría no era de una herida... si no de amor.



Shurha

lunes, 1 de junio de 2009

La sangre corre hacia el río

Allí, tendida como estaba sobre la hierba, dejaba que mis últimas respiraciones escaparan a marchas forzadas de mi maltrecho cuerpo. La sangre huía de mi cuerpo como un reguero de color granate que corría hacia su fin, el río. Me apretaba como podía la herida, pero mis fuerzas se iban poco a poco con cada respiración. Y me iba sintiendo más débil cada vez, los ojos se me cerraban más a menudo y yo no podía escapar de ese sueño que parecía querer dormirme.

Pero antes quería verte llegar. Quería ver tus ojos una vez más antes de que la herida de mi abdomen acabara con mi vida. Y todo apuntaba a que mis ojos se cerrarían para siempre no tardando. Pero no... no podía morir antes de que llegaras a mi lado y me sostuvieras entre tus brazos, rogando a Dios que no me llevara, intentando por todos los medios que mi vida no se escapara tan fácilmente.

Pronto te vi correr hacia mí. Traías la respiración entrecortada, el corazón desbocado y lágrimas en los ojos, porque desde lejos habías visto que yo estaba tendida en el suelo a punto de morir. No sin esfuerzo, sonreí y te miré a los ojos. Te tiraste a mi lado y apoyaste mi cabeza en tu regazo intentando no hacerme demasiado daño; pero fue imposible, porque cualquier movimiento me dolería y agravaría la hemorragia, tal como ocurrió. Con una mano intentabas tapar la herida, haciendo presión, mientras con la otra me acariciabas la cara. Pero ya era demasiado tarde. Mucha sangre había corrido hacia el río y ahora teñía sus claras aguas con un ligero tono malva. Quizá demasiada sangre.

Llorabas. Y yo no quería que llorases. Así que con un susurro en la voz, dije:

- No llores -mi voz hizo aumentar las lágrimas-. No llores, porque no quiero verte triste. Sabes que siempre odié verte llorar... -me agotaba hablar, pero las últimas palabras te las quería decir a ti, únicamente a ti-. Así que ya sabes. Desde donde quiera que vaya ahora no quiero verte llorar -sonreí, aunque más bien fue una mueca de dolor que una sonrisa-. Te quiero...

Y con tu nombre a punto de salir en mis labios, exhalé mi último aliento y dejé caer mi cabeza sobre tus manos. Derramaste ríos por mí, secaste todas las lágrimas que poseías. No me hiciste caso y lloraste, aunque yo no quería verte llorar.

Pero, aún muerta, te sigo queriendo. Pero, aunque no me hicieras caso, te sigo queriendo.

sábado, 30 de mayo de 2009

Campanario de Cristal

Miraba hacia abajo y veía caras sonrientes, ignorantes de que él estaba ahí arriba, observando todo cuanto se movía a sus pies. Benditos mortales (aunque yo también fuera mortal), que ignoran todo aquello que no comprenden. Si tañen las campanas, será porque alguien las toca. Se despreocupan de quién. O de qué.

Estaba castigado por ser como era, así de claro. No me gustaba. No me gustaba que mi condición me determinara, determinara mi vida, mi existencia, mis creencias... mi relación con los demás. Pero lo hacía. Y contra eso yo no podía luchar, aunque me doliera que fuera así. Supongo que, aunque yo no creyera en el destino, los que sí creían en él me influenciaban a mí. Y eso me gustaba todavía menos.

Ansiaba ser como ellos, ser uno de ellos. Me gustaría poder mirar a la gente sin notar que me devuelven una mirada de asco. Me gustaría poder sonreír y que me devolvieran una sonrisa agradecida. Me gustaría poder abrazar sin que huyeran de mí en cuanto me acerco. Me gustaría tanto poder pasear a la orilla del río...

Pero París entero está contra mí. Nadie me quiere, todos me odian. Bueno, me odiarían si supieran que existo. Muchos hay que desconocen mi existencia, y que sigan haciéndolo. Seguro que son más felices sin saber que estoy, sin saber que esa noche no fui asesinado gracias a una fortuita intervención, que ahora me oculto tras estas campanas que son mi vida.

Aunque, de entre todos los placeres que puede dar la vida a los mortales como ellos, sólo hay uno que me gustaría tener por encima de los demás. El Amor. Era una de las cosas que me estaban prohibidas y una de las cosas que más ansiaba. Por un lado estaba la Libertad, precioso tesoro encarcelado en una celda oscura... pero se podía amar estando prisionero. Sin embargo, a mí me prohibieron amar el día que él me encontró y la sangre se derramó a los pies de Notre Dame...

Me gustaría, más que nada en este mundo, poder amar y ser amado. Pero, cuando las campanas de mi campanario de cristal suenan, me recuerdan que estoy encerrado entre ellas y que jamás podré salir y amar.


Es el son de Notre Dame...

jueves, 28 de mayo de 2009

Hasta el infierno

Era ella la condenación sin juicio. La auténtica perdición. Ese tipo de persona que tiene en su destino llevar a los demás al infierno de cabeza. El cuerpo de pecado. El lugar del crimen. El camino a la oscuridad. La redentora de los criminales y de las almas puras, sin distinción. Pero sólo uno estaría dispuesto a seguirla, y ese era yo.

No sé si me merezco todas las miradas que arrastro tras de mí. No sé si merezco todas esas palabras (que mucho distan de ser amables) que me prodigan los hombres y alguna que otra mujer. No sé si merezco que la indiscreción desaparezca cuando yo cruzo la puerta del bar. Parece que huye de mí, al igual que la decencia. Tampoco sé si merezco a ese hombre que me mira desde el otro lado de la mesa, con una sonrisa amable y sincera.

Me había dicho, y me había asegurado que me seguiría ha cualquier sitio, incluido el mismo infierno. Pero sólo había una condición si caminaba por los oscuros senderos del Averno: y era que yo fuera de la mano con él.

Con una sonrisa, le dije:

- ¿Te pasa algo?

- Me pasas tú -me quedé de piedra. ¿Eso era algo malo? Tal y como lo había dicho no sonaba para nada mal, pero las palabras por si solas podían tener mucho significado. Esperé a que lo explicara. Le conocía y sabía que lo haría-. Eres tan... adorable. No tengo palabras. Lo único que puedo decir es que no sabes cuánto te quiero.

Lo sabía. Pero que me lo dijera me llenaba de felicidad. Yo también le quería, por supuesto. ¿Cómo no quererle? Era un auténtico cielo. Pero el problema era otro. Muchas cosas de las que decía me desconcertaban. No sabía lo que él sentía por mí. Además, ¿cómo saber lo que yo sentía por él? Acaba de salir de una época confusa para entrar en otra más confusa aún.

Pero de lo que si estaba segura era de que él me seguiría a cualquier sitio. Que se preocupaba por mí. Que me protegía. Que me quería. El cómo daba igual. Esto no era la ética de Kant, pensé. Él me quería y eso era lo importante. Punto. Y si él me seguiría hasta el infierno... yo también le seguiría a él.

martes, 26 de mayo de 2009

¿Quién habló de la ilegalidad del amor?

Ella era aquella persona con grandes planes de futuro, una buena familia, una buena educación. Sencilla, modesta y dulce, hacía de su manera de ser su mayor virtud. Obediente e inocente, nunca pensó que algo así la pasaría a ella. Pero es que no comprendía que no podría huir de algo tan grande y a la vez tan maravilloso como aquello: el Amor.

Él era lo que los demás denominaban "mala influencia". Había crecido en los barrios bajos. ¿Y qué? Se había educado entre navajas, manos largas y carreras a las tres de la mañana bajo la lluvia castigadora. ¿Y qué? Hacía de sus habilidades su forma de vida y de sus supuestas carencias el escudo contra la sociedad que lo condenaba. Él deseaba que algo así le pasara, pues quería demostrar al mundo que incluso el Amor estaba al alcance de las manos de alguien como él.

Se encontraron y sus miradas quedaron unidas durante un pequeño momento. Pero, ¿qué es el tiempo en esos casos? Puede ser un segundo o todo un mundo. Y para ellos lo fue todo. Y, como en otras historias, el tiempo escribió el resto y el final.

Se amaban. Se amaban tanto que no eran capaces de contenerse. Querían decirlo, querían gritarlo, proclamarlo, hacer que todo el mundo supiera que nadie era capaz de escapar a lo que ellos sentían. Pero el mundo les dio la espalda. El mundo les miró con odio y vergüenza. Los padres de ella dijeron que él era una mala influencia; los padres de él dijeron que ella traería problemas. Los amigos de ella dijeron que estaba loca; los amigos de él dijeron que no se podían creer que se hubiera enamorado. La sociedad entera les gritaba que no podía ser. Pero ellos no querían creerlo. Sabían que no estaba prohibido. Sabían que no era ilegal.

Era la sociedad la que les quería hacer creer que lo suyo no podía ser. Eran ellos quien querían condenar algo tan sencillo y primitivo como un sentimiento. Su sentimiento. Y no lo comprendían. Así que huyeron. Huyeron a un lugar donde nadie podría poner cadenas a aquello que debía volar.

Porque, al fin y al cabo, en el Principio nadie habló de que el Amor fuera ilegal...



Shurha

domingo, 24 de mayo de 2009

~ruido de cristales rotos


El ruido de cristales rotos bajo los pies retumbaba mis oídos, a la vez que el eco de las bombas todavía quedaba en ese cielo plomizo. La gente paseaba, indiferente al macabro espectáculo que se alzaba ante sus ojos. Cuerpos. Muchos cuerpos. Cientos de cuerpos. Ensangrentados. Muertos. Asesinados. Mancillados.
Y, todo esto, simplemente, por haber nacido en un lugar como ese. Por haber nacido entre el ruido de los disparos y el tronar de las bombas en el cielo. Por haber nacido de la ira y el odio, sus únicos padres. Por haber sido víctimas de una guerra que no iba con ellos.
Guerra.
Esa cruel compañera de mucha gente, pero de pocas personas. No son personas lo que participa en esa batalla. No saben lo que provocan, que no saben lo que duele lo que están haciendo.
Esa palabra que desata compasión en los labios del resto del mundo, pero contra la que nadie lucha. Y, los que luchan, lo único que consiguen es acrecentar el lamentable estado actual.
¿Por qué? ¿Por qué el ser humano solo sabe responder con la misma moneda de cambio, el dolor? ¿Por qué la naturaleza del ser humano es la violencia sin sentido, la violencia que solo responde a una violencia anterior? ¿Por qué? ¿Por qué?
Por más que esas preguntas resuenan en mi cabeza, lo único que consigo es aumentar el desconcierto de mí misma, aumentar la impotencia que surge cada vez que oigo el mismo grito de desesperación de la madre que ha perdido a su hijo, de la esposa que ha perdido a su marido, del niño que ha perdido a su padre.
Y nos llamamos sociedad civilizada...
El ruido de cristales rotos bajo los pies retumbaba mis oídos, a la vez que el eco de las bombas todavía quedaba en ese cielo plomizo.


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Es una de mis máximas... y una de mis eternas preguntas; el porqué de la guerra. No me gusta. Nada. Pero supongo que una sola persona no puede hacer nada para evitarlo. Aunque, si nos juntáramos unos cuantos, conseguiríamos algo. Si, entonces si que conseguiríamos algo...


Shurha

sábado, 23 de mayo de 2009

~ella

Su sombra se deslizaba por la habitación, acompañada de la suave melodía de un cello. La luz se iba apagando, el sol se ocultaba tras las montañas, pero ella no dejaría de tocar. El atardecer la esperaba y la mañana, cuando llegara, todavía sería joven. Tenía muchas horas por delante. Y pretendía gastarlas todas, aunque no fuera lo que más le apeteciera.

Dejaba su imaginación volar y sus dedos viajar por las cuerdas de su cello. Sentía que su mundo era él; que él siempre le entendía cuando estaba mal, aunque no pudiera escucharla; que él siempre estaba ahí cuando necesitaba distracción; que él siempre estaba dispuesto a arroparla con su superficie de brillante madera; que él siempre recogería sus lágrimas cuando llegaba de vender su cuerpo a la fría noche de invierno.

Su existencia era penosa, tediosa incluso. Hacía tiempo que había dejado de creer en el amor, en los hombres buenos y en la sinceridad de las personas. Sólo cuando un hombre no la miraba se sentía bien. Aunque eso no pasaba demasiado a menudo. Por eso se pasaba las noches de cama en cama y los días enteros de lágrima en lágrima. No le gustaba su vida. No le gustaba su trabajo. No le gustaba su ciudad. No le gustaba su mundo. En definitiva, no le gustaba nada de lo que la rodeaba.

Lo único que merecía la pena de su vida era su cello. Era lo único seguro en su vida. Sabía que cuando ella volviera junto con el sol al mundo real, él la estaría esperando en su habitación, esperando a que sus manos recorrieran sus curvas de madera y que en él cayeran todas las lágrimas que tuviera que llorar ese amanecer.

Y después de las semanas de silencio, nada se supo de la violocellista que vendía su cuerpo a la noche y que alzaba su melodía a la mañana...

miércoles, 20 de mayo de 2009

~La fe nunca se fue

Era algo que merecía la pena, de eso estoy completamente segura. Pero si os tuviera que decir qué era lo que valía tanto la pena, no sabría. Todavía hoy, después del tiempo, no sé qué era aquello por lo que me arriesgaría, por lo que me jugaría la vida, por lo que perdería todo lo que había conseguido hasta ese momento.

Pero estaba segura de que lo haría si fuera necesario. Y hubo un momento que me pareció necesario. Y, por supuesto, lo hice. Me arriesgué a perder todo y lo perdí. Quizá fue un error por mi parte, pero creo que tampoco me importa demasiado. Sabía que iba a llegar un momento en el que tendría que perder todo por lo que había luchado hasta ese momento por algo que ni siquiera sabía lo que era. No lo había visto nunca, pero sabía que existía. ¿Pruebas de que existiera? Ninguna, pero supongo que a eso se le llama FE.

Ni un solo día desde entonces me he arrepentido de tirarme de cabeza al vacío. Cuando caía pensé que lo haría, pero ahora comprendo que nunca lo haré. Porque la más difícil decisión puede ser signo de duda, angustia, tristeza, alivio, satisfacción, alegría... pero nunca, nunca, nunca de arrepentimiento. Porque nunca te podrás culpar de no haberlo intentado.

Es cierto. Nunca me culparé de no haberlo intentado. Nunca me culparé de no haber arriesgado todo por ESO, porque lo hice y jamás me arrepentiré.

No lo había visto nunca, pero sabía que existía. ¿Pruebas de que existiera? Ninguna, pero supongo que a eso se le llama FE.


Hay mucha gente que no tiene fe. Pero pienso que, sea en lo que sea, todo el mundo tiene fe. Fe incluso en lo que se podría considerar la mayor estupidez del mundo pero que no lo es. Fe en los sueños, en el amor... La fe es algo de cada uno. Tú no puedes obligar a alguien a creer.

Lo que si que me gustaría saber es cómo nace la fe...


SHURHA

lunes, 18 de mayo de 2009

Música

Alguien me dijo alguna vez que una de las cosas más tristes es ver un instrumento solitario. Por aquel entonces, yo no entendía demasiado bien sus palabras, pero una vez la vida me ha ido enseñando cómo funcionan las cosas, he ido comprendiendo lo que me quería decir aquella persona cuando me lo dijo.

Digamos que la vida es como la música. Tiene un principio misterioso, en el que no sabes lo que va a venir a continuación. Tiene una parte intermedia, la más extensa y la más emocionante de toda la canción. Y tiene un final, en el que se intuye que todo lo que comenzó como algo misterioso y se te ha ido revelando a lo largo de la canción está a punto de terminar. Finalmente, la melodía se apaga y solo queda el silencio.

Bien, digamos también que ese instrumento es como una persona. Por si solo, ese instrumento no puede arrancar de su cuerpo las notas que conformarán una preciosa melodía. Necesita de alguien que le toque, que utilice su habilidad para crear música y tocarla alto para que todo el mundo la oiga.

Si hay algo que me ha enseñado la vida, es que la soledad no sirve para mucho. Puede servirte en un momento para poder escuchar el silencio, pues puede que después de mucho tiempo escuchando la música te canses. Pero de continuo... No, eso no hace nada.

La soledad...


Este es uno de mis relatos favoritos...
Bienvenidos a mi mundo