sábado, 10 de diciembre de 2011

26. Gritos e insultos


-¿Qué? –inquirió él, entre sorprendido y molesto con ella.
-Que eres un crío. Por el amor de Dios, me llamaste borrachos sólo para insultarme. ¿Es que no tienes huevos para decirme lo mismo sobrio, Connor? ¿Eres de esos hombres cobardes que tan poco soporto? Porque, sinceramente, jamás me había dado cuenta de ello, pero, al parecer, ocultas muy bien las cosas.
-No te lo diría sobrio porque no es lo que pienso.
-Sí, claro. Y voy yo y me lo creo. No soy tonta, Connor, no nací ayer. ¿Y qué es eso de que “los borrachos dicen la verdad”?
-Si haces más caso a un dicho popular estúpido y sin sentido que a mí es tu problema, no el mío. Apáñatelas como quieras.
Kim estaba roja, aunque Connor no sabía determinar si era por la vergüenza o por la rabia que le causaba su respuesta.
-Y, si me lo permites, tu reacción también fue infantil.
-¿Y qué querías que hiciera? –dijo Kim. Ya empezaba a subir el tono poco a poco, acercándose al umbral de los gritos-. ¿Quedarme callada mientras oía cómo me llamabas de todo menos guapa? ¿Mientras te escuchaba insultarme borracho? No, Connor, las cosas no son así y yo ya no estoy por la labor de aguantar más gilipolleces. Eso estaba bien cuando teníamos diecinueve años y nos emborrachábamos Zack, tú y yo todos los fines de semana. Pero ya las cosas han cambiado y el tiempo ha pasado, por mucho que te pese. Ahora yo tengo un trabajo y unas responsabilidades y no tengo ni tiempo ni ganas de encargarme de un crío que sólo vive para emborracharse todas las noches.
-Nadie te pide que te encargues.
-Nadie me lo pide directamente, no, pero siempre soy yo a quien llamas borracho, siempre soy yo la que se encarga, la que te lleva café, la que te hace la comida de vez en cuando. Ya estoy cansada. Llama a Zack, para variar un poco.
Kim sabía que el único tema que no podía sacar con él era Zack. Lo sabía, y perfectamente, pero no hacía más que mencionarle a cada frase que decía, y le estaba empezando a cargar.
-Eso sí ha sido infantil, Kim. Atacar así con esa maldad sólo podía hacerlo un niño. Bueno, y tú.
Silencio y miradas asesinas.
-Al final va a resultar que lo que te dije sí que lo pensaba…
Y así, con las mismas, agarró el picaporte y abrió la puerta con violencia. Salió del cuartucho, dejando a Kim en la habitación, con los puños apretados y los dientes también, con una fuerza que dejaba los nudillos blancos y la mandíbula dolorida. Sin quererlo, empezó a llorar mientras escuchaba los pasos apresurados y fuertes de Connor en las escaleras.
En el piso de abajo, Tara se asomó al pasillo justo cuando Connor pasaba por la puerta del salón.
-¡Connor! ¿Qué ha pasado?
No recibió ninguna respuesta por parte del hombre, como era de esperar.
-¡Connor! –gritó más fuerte cuando Connor salió de la casa, dando grandes zancadas.
Amanecía ya, con colores naranjas y ocres en el cielo. En algún árbol cercano se oían pájaros cantar recién levantados. Y él allí, con una rabia que no le cabía en el pecho y sin haber dormido nada, con las piernas cansadas y la boca llena de insultos que se había callado, sólo por respeto.
Entró en el coche y cerró la puerta con violencia, casi con la misma con la que había abierto la puerta de Kim. Golpeó el volante dos veces con los puños, sin explicarse cómo él, tan poco violento, se había llenado de tanta rabia, así de repente. Pensó que era otra de las cosas que sólo Kim podía hacer.
Arrancó el coche y se fue de allí mientras amanecía en el cielo. Pensó en que era un buen momento para encontrar una cafetería por el centro donde desayunar un buen café con leche con un cruasán con mantequilla.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

25. Ven


Abrió los ojos. Llevaba, a su parecer, mucho tiempo intentando dormir, sin conseguirlo. A lo mejor durante dos minutos, podría que un poco más, pero nunca el suficiente sueño como para descansar o sentirse descansado. Miró el reloj de su mesilla de noche. Las cinco y media de la mañana. Suspiró. Hacía un calor inmisericorde, húmedo, pegajoso, que le hacía sudar aún con el cuerpo completamente desnudo y la sábana en el suelo. Tenía el calor metido dentro.
Se levantó lentamente. El suelo, que normalmente presentaba un alivio claro, estaba caliente. Cogió algo de ropa del armario, se la puso por encima y cogió los cigarros de encima del radiador. Salió a la calle.
Se notaba la noche en la ciudad. No había nadie y los gatos callejeros hacían su agosto paseando por las calles. Sacó un cigarrillo del arrugado paquete y lo encendió, mientras seguía paseando tranquilamente.
La calle estaba completamente en silencio, a excepción de sus pisadas rítmicas, y parecía que él era el único humano despierto y merodeando a esas horas. En un momento de pensamientos sombríos y postapocalípticos, le dio por pensar que parecía que era el último hombre sobre la faz de la tierra. Dio una calada y sacudió la cabeza, desechando esos pensamientos que no iban nada con él.
Al terminar el cigarrillo y tirarlo al suelo, decidió que quizá podía ya volver a casa, con paso tranquilo y sin ninguna prisa, fumándose otro cigarrillo por el camino. Total, seguramente no podría dormir y tampoco tenía nada que hacer, además de pasarse la vida y no vivirla.
Cuando abrió la puerta de su casa, su despertador emitió un pitido que indicaba que eran las seis en punto. Se sentía cansado, con las piernas como de mantequilla. Se arrastró hasta su habitación, quitándose la camiseta por el camino. Se tiró sobre la cama, aún con los vaqueros puestos y, en un momento de lucidez, miró hacia la mesilla, donde el móvil vibraba en silencio.
Lo cogió, intrigado, y miró el mensaje. Era de Kim. No era tan sorprendente que estuviera despierta, por aquello de su trabajo de búho, pero sí era sorprendente que le mandara un mensaje y más con lo que ponía.
“Ven” –decía sólo el mensaje.
Consultó el calendario. El día libre de Kim era el domingo y esa noche era de jueves. Estaba trabajando. En la cabeza se le planteaban dos únicas posibilidades: ir o no ir. Ir implicaba seguir la petición, o casi la obligación, de Kim, pero también implicaba no seguir lo que siempre le decía ella de que no fuera nunca a su trabajo; yendo se exponía a Kim. Pero si no iba estaría contradiciendo a Kim, contradiciendo lo que le pedía, siguiendo la guerra que ya había entre ellos y de la que ya le costaba encontrar el sentido.
Suspiró. Se levantó de la cama y fue a buscar la camisa y las llaves del coche. Supuso que la única alternativa real que le quedaba era ir, así que fue.
En el camino se saltó cinco semáforos en rojo y tres en ámbar. Realmente, a aquellas horas le daba igual. Al llegar a la casa, la zona frente a ella estaba prácticamente vacía. Reconoció el coche de Tara y el de Kim, además de unos cuantos más, que podían ser de clientes o de las chicas de la casa. La puerta estaba abierta, así que entró sin llamar. En el salón se oían voces, así que se asomó y encontró a cuatro chicas, entre ellas Tara y Kim, que charlaban animadamente.
-Connor… -murmuó Tara, con una sonrisa victoriosa iluminándole sus carnosos labios-. Has venido.
Kim miró hacia la puerta, donde Connor esperaba pacientemente a que ella dijera algo. Se quedaron mirándose fijamente a los ojos un buen rato, esperando que fuera el otro quien cediera y dijera algo o empezara a andar hacia la habitación de Kim. Las chicas que estaban en el salón se quedaron observando, intrigadas, sin saber muy bien qué pasaba entre ellos dos.
Finalmente, Kim se levantó del sofá donde estaba sentada con un suspiro. La falda del vestido le cayó con levedad sobre las piernas. Uno de los tirantes se le había caído del hombro y dejaba ver algo más de lo que debería. Sin decir una sola palabra, porque no hacía falta, pasó por el lado de Connor y empezó a subir las escaleras. Él, dirigiendo una mirada a Tara antes, la siguió en silencio hacia arriba.
Al llegar al piso superior, Kim se dirigió hacia su habitación, esperando dentro, con los brazos cruzados, a que Connor llegara. Éste cerró la puerta tras de si para que las chicas no les oyeran, aunque sabía que habría gritos por parte de ella; Kim era ciertamente aficionada a gritar.
-¿Te han dicho ya que eres un crío? –murmuró Kim.
Connor alzó una ceja. ¿A santo de qué venía eso?

jueves, 3 de noviembre de 2011

24. La segunda noche


Los dos cayeron exhaustos y jadeantes sobre el estrecho colchón de la cama de Connor. Hacía calor, mucho calor, y el sudor corría por su piel en finas gotas que dejaban surcos. Rouge rodó por la cama hasta poner los pies en el suelo y ponerse de pie. Connor la observó a contraluz desde la cama, jadeando todavía, y pudo ver cómo se ponía la camiseta encima de su torso desnudo.
-¿Ya te vas?
-Si –Rouge se quedó quieta un momento en la penumbra de la habitación y volvió la cabeza hacia Connor. Él pudo sentir cómo sus ojos se clavaban en su figura, intentando averiguar por qué había hecho esa pregunta, aunque lo cierto era que ni siquiera él lo sabía. Rouge probó suerte-. ¿Quieres que me quede?
Connor sacudió la cabeza, casi espasmódicamente.
-No. Vete.
Rouge iba a decir algo, pero no lo hizo. Sabía que si preguntaba algo no iba a obtener una respuesta clara y sincera. Así que se encogió de hombros mientras Connor se levantaba de la cama, completamente desnudo, y salía de la habitación. Se calzó las sandalias y siguió el rastro del chico.
En el pasillo, la luz blanquecina del fluorescente de la cocina iluminaba con una fuerza fría e impersonal. Cuidándose de no hacer demasiado ruido, Rouge se acercó a la puerta y asomó la cabeza. Ahí estaba Connor, desnudo, sacando de un botecito de plástico cuatro pastillas blancas.
-¿Connor…? –inquirió Rouge, viendo cómo Connor se metía las cuatro pastillas de golpe en la boca y se las tragaba sin necesidad de agua-. ¿Qué es eso?
-Somníferos. Los necesito para poder dormir por las noches.
-Pero cuatro pastillas a la vez…
Connor se volvió bruscamente hacia ella.
-Soy lo suficientemente mayorcito como para saber cuántas pastillas necesito para dormir o para, al menos, tener oportunidad para ello. Así que, ahora, si me lo permites, me gustaría intentarlo.
Era como si, tomando las pastillas, todo el interés que Connor pudiera tener en Rouge, todo lo dulce y a la vez salvaje que tenía cuando estaban en la cama se hubiera esfumado con el orgasmo. Torció el gesto y se apartó de la puerta para dejar pasar a Connor, que arrastraba los pies con cansancio hacia su habitación. Desapareció al otro lado de la puerta y cuando ya no estuvo a su alcance, Rouge suspiró con tristeza y, con los hombros hundidos, fue hacia la puerta principal y se fue de la casa.
En la habitación, sin embargo, Connor estaba tirado sobre la cama deshecha, casi esnifando el agradable olor a Rouge y a sexo que se había quedado en su dormitorio.
Se maldijo por ser tan gilipollas.

sábado, 8 de octubre de 2011

23. Whisky y Manhattan

Connor suspiró, sabiendo que estaba ciertamente perdido. Examinó con detenimiento cada centímetro del rostro de Rouge, que jugueteaba con la pajita negra de su Manhattan. Tenía una media sonrisa pícara dibujada en sus labios, contorneados de granate, que era el único maquillaje que llevaba. Sus ojos profundos se clavaban en los suyos, como si le estuviera desafiando o invitando a cruzar la línea que separaba el sexo eventual de las excepciones a la norma.

-¿Tengo elección? –dijo, finalmente.

Ella se tomó su tiempo para responder. Cogió su copa con parsimonia y bebió un trago.

-Todo el mundo tiene elección. Otra cosa es que el abanico de posibilidades esté lleno de buenas opciones o sólo haya una adecuada.

Sonrió y estuvo un rato en silencio. Connor no dijo nada. No tenía nada que decir, al menos de momento.

-De todas formas, si has venido aquí esta noche es por algo, ¿no?

No estaba dispuesto a reconocer que él también quería hacer una pequeña excepción a la norma, aunque la sola perspectiva de una relación seria le produjera sinceras carcajadas.

-No tiene por qué.

-Vamos, Connor, sé un poco sincero, ¿quieres? El sexo ayer fue realmente increíble, ¿y vas a haber bajado al bar a la hora a la que te he propuesto quedar sin razón aparente?

-Si.

-No me lo creo.

-Pues no te lo creas. Al fin y al cabo, es tu elección.

Rouge alzó la ceja, sorprendida y agradada.

A partir de ese momento, entre los dos se inició una conversación visual que cada vez se ponía más tensa. No se apartaban la mirada el uno del otro y a cada segundo que pasaba parecía que uno de los dos iba a cruzar la mesa que les separaba de un salto y comerle la boca al otro con furia desenfrenada. Connor se terminó de un trago el whisky y pidió otro al camarero, levantando la mano y forzando una sonrisa; Rouge jugueteaba con la pajita y bebía su Manhattan con lentitud y cierta lujuria.

Media hora después, Connor ya sentía que la cabeza la viajaba a lugares insospechados y Rouge se trababa un poco al hablar. Se le había caído uno de los tirantes de la camiseta y Connor rememoraba lo que había debajo del resto de tela que quedaba en su sitio.

Rouge se levantó y se acercó al oído de Connor, con la misma tranquilidad con la que se había bebido el primer Manhattan.

-Te espero en el baño de chicas.

Él se terminó el whisky mientras observaba las serpenteantes caderas de Rouge alejarse hacia el lavabo. Se levantó lentamente cuando ella desapareció por la puerta del baño y anduvo hacia allí, obviando las miradas casuales de la gente que estaba en el bar. El camarero seguía coqueteando con la morena; un grupo de adolescentes se tomaban unas cervezas; una pareja pasaba de las palabras a los hechos en un reservado del fondo, justo al lado de los lavabos, y ni siquiera le prestaron atención.

Empujó la puerta con determinación y allí estaba Rouge, sentada en la encimera de los lavabos, mirándole y con el tirante de la camiseta aún bajado.

-¿Ya has tomado una decisión?

Connor se quedó quieto, junto a la puerta, esperando el mejor momento para acercarse a ella.

-¿Connor? –llamó Rouge y él, como hipnotizado por el sonido de su voz, se movió unos pasos hasta el frente, hasta colocarse entre las piernas ligeramente abiertas de Rouge. La miró a los ojos y ella le correspondió la mirada con la misma intensidad. No dijeron ni una palabra; las manos en los muslos de Connor fueron suficiente respuesta para la pregunta que ella había pronunciado.

No se besaron; no hizo falta. Las manos se encargaron de todo.

sábado, 13 de agosto de 2011

22. Segundas oportunidades.

Era una noche cálida. Demasiado cálida. Si hubiera decidido pasar todas las horas de oscuridad intentando dormir un poco bajo el efecto de los somníferos no lo hubiera conseguido, o tan sólo durante unas horas. Pero no. En vez de quedarse tirado en la cama mirando las manchas que adornaban el techo de su habitación, se había puesto los primeros vaqueros que había encontrado en el armario y una camisa limpia después de salir de la ducha y había ido hacia el bar, arrastrando los pies.

Cuando entró por la puerta, nadie se giró para mirarle. Ni siquiera recibió una mirada del camarero, que ligaba descaradamente con una belleza de pelo corto que le enseñaba el escote desde un lateral de la barra.

Con sólo una mirada ya supo que Rouge todavía no estaba en el local. Ninguna cabellera roja brillaba con las tenues y tétricas luces de aquel pequeño antro.

Se acercó a la barra y, de pie, pidió un whisky con hielo. El camarero le miró con odio mientras se alejaba de la morenaza, que sonreía con picardía, y le sirvió el whisky lo más rápido que pudo. Cuando Connor ya tuvo el vaso entre sus dedos y el camarero volvía a estar en el extremo de la barra hablando con la chica, notó cómo una mano le apretaba el trasero y unos labios se acercaban a su oído.

-Así que tu trasero prieto no fue un sueño… Afloja el culo, Connor, no te voy a hacer nada.

La voz de Rouge lo tranquilizó un tanto pero, aún así, no supo muy bien cómo reaccionar. Así que, con la mayor indiferencia que pudo, se zafó de la mano de Rouge y se dirigió a uno de los reservados del bar, hechos con bancos de maderas y cristales de colores deslucidos. Pudo oír cómo ella se reía entre dientes mientras él andaba a zancadas hacia uno de los bancos vacíos y pedía un Manhattan al camarero.

Se deslizó hasta el fondo del banco y observó a Rouge en la penumbra. Llevaba el pelo trenzado en dos largas trenzas rojas y con la cara despejada y fresca estaba mucho más guapa. Cuando tuvo su copa, se dirigió al reservado donde estaba Connor y se sentó en el banco frente a él, mirándole fijamente y dibujando una media sonrisa.

-¿Qué tal? –dijo, inocentemente.

-Bien.

-Qué borde que eres a veces.

-No suelo quedar con chicas con las que me he acostado la noche anterior, ¿sabes?
Rouge se humedeció los labios ligeramente y miró hacia la puerta antes de volver los ojos hacia él.

-Para todo hay una primera vez, ¿no crees?

-No me gusta.

-¿Así lo solucionas? ¿Con un “no me gusta”? Puede que en el resto de las situaciones de tu vida te haya servido. Seguro que te ha servido. Pero que sepas, tío borde, que de mí no te vas a escapar tan fácilmente. He de reconocer que me gusta andar por ahí por las noches y acostarme con hombres a los que no voy a volver a ver en la vida. Pero siempre hay excepciones. Y tú, te guste o no, eres una de ellas.

-¿Y qué si yo no quiero serlo?

Rouge se encogió de hombros.

-¿Qué tal fue el sexo ayer?

-Muy bueno –respondió prácticamente sin pensar Connor.

-Pues eso te perderías si no quieres ser una de mis excepciones.

Y, simplemente sonrió, sabiendo que el mundo era suyo.

domingo, 10 de julio de 2011

21. Portazos

El portazo sonó en toda la casa. Casi sintió cómo temblaba la puerta por el golpe y cómo la vibración llegaba por el suelo hasta sus pies. Apretaba la mandíbula con fuerza, descargando toda la rabia que le había metido Tara en el cuerpo sobre sus dientes. ¿Quién se creía que era para decirle lo que debía o no debía hacer? ¿A santo de qué se proclamaba mediadora entre Kim y él? Ambos eran lo suficientemente mayorcitos para resolver solos sus diferencias y si Connor, en un arranque de ebriedad evidente, se había dejado llevar por la rabia y la había llamado zorra, era su problema. Si Kim había decidido no pasarle ninguna más, era su decisión.

-Maldita Tara… -se fue hacia su habitación, donde se quitó la camisa y la tiró sobre la cama sin ningún cuidado. Cuando miró hacia la mesilla para comprobar que el móvil no se había fugado ni nada por el estilo vio cómo la pantallita brillaba.

Alzó la ceja. Nadie le llamaba nunca, por eso siempre dejaba el móvil abandonado en cualquier parte de la casa. Nadie le llamaba nunca porque se aseguraba de que nadie tuviera su teléfono, sólo las personas necesarias. Y no eran muchas. Así que se acercó a la mesilla y cogió el móvil, todavía algo sorprendido. Tres llamadas perdidas y un mensaje nuevo en su bandeja de entrada. Totalmente inédito.

Tanto las llamadas como el mensaje eran del mismo número, un número que no conocía y que o madrugaba mucho o trasnochaba demasiado. Abrió el mensaje.

¿Volver a vernos? Es una proposición. Pelo rojo y ojos marrones… Piénsatelo. Estaré en el mismo lugar que anoche.

Era como si el cielo, si realmente existía, hubiera escuchado sus pensamientos de esa misma mañana y convertir la respuesta que él quería tener en un mensaje de texto. Entornó los ojos, paladeando casi con lascivia esas palabras que sabían a victoria. Con todo, se sentía extraño, porque jamás había repetido con una mujer que no fuera Tara. Para él, el segundo polvo sin compromiso era como una especie de confirmación de que podía haber más. Y no le gustaba dar a entender cosas que no eran así.

Pero Rouge… Rouge era distinta. Si lo pensaba todo lo fríamente que le dejaba su entrepierna, no le importaría saltarse su pequeña regla por volver a ver a aquella chica de pelo llameante desnuda en su cama.

viernes, 17 de junio de 2011

20. Conversaciones sobre Kim

Tara musitó un simple ‘gracias’ al camarero cuando éste le trajo el café con leche que había pedido. Connor ni le miró ni le dijo nada; tan sólo observó cómo Tara abría el azucarillo y vertía su contenido encima de la espuma impoluta del café. Ella, dando vueltas al café con la cucharilla, levantó la mirada.

-Habla con ella.

Connor levantó la mirada, observando a Tara desde el otro lado de la mesa, recostado sobre el respaldo de madera de la silla. Ella cogió la taza y se la llevó a los labios lentamente. Sopló el café y, después, dio un sorbo rápido y ligero. Devolvió el café al platito.

-¿De verdad crees que a Kim le gusta realmente la situación en la que estáis? ¿A la que, por cierto, ha llevado tu insensatez?

-Ahórrate las valoraciones personales.

-No quiero ahorrármelas, Connor. Porque, ¿sabes qué? Kim ayer no atendió a ningún cliente. Ni siquiera fue a trabajar. Marie la llamó al móvil para preguntarla que por qué no había ido al burdel y ella simplemente respondió que se encontraba mal. Después la llamé yo y me dijo que eras tan gilipollas que habías conseguido enclaustrarla en casa una noche de trabajo.

Se hizo el silencio. Connor la miraba con los brazos cruzados ante el pecho. Tara se había inclinado hacia delante, apoyando los codos en la mesa y clavando una mirada furiosa y ardiente en los ojos de él.

-Me lo contó todo –continuó, ya que Connor no tenía nada que decir o no quería decir nada-. ¿Cómo pudiste ser tan gilipollas? Sé que me vas a decir que estabas borracho, pero eso me da igual. Sigues siendo igual de imbécil.

-¿Y por eso pretendes que hable con ella?

-¿Es que no te das cuenta? –Tara alzó los brazos, desesperada por la actitud de su acompañante-. ¡Es la primera vez que Kim falta al trabajo en todo lo que lleva allí! ¡Y fue por ti, por tus estúpidos actos de borracho y porque le importas lo suficiente como para tomarse muy en serio todo lo que dices! ¿Piensas que Kim es inmune a las palabras? ¡Pues estás muy equivocado! Gracias a Dios, no todos somos tan jodidamente insensible como lo eres tú.

Connor volvió la cabeza bruscamente. ¿Insensible? Puede que lo fuera, pero no iba a permitir que Tara se lo echara en cara. Él era como era, tanto si era insensible como si no. Además, a ella le debería dar igual lo que hiciera o dejara de hacer con Kim, si hablaba con ella o si, sin embargo, dejaba que las cosas siguieran su curso. Se levantó bruscamente de la silla, tanto que ésta casi se cae al suelo del golpe, y, sin dirigir una triste mirada a Tara, anduvo la distancia que le separaba de la puerta del bar dando sólo unas pocas zancadas.

La puerta del local estaba abierta de par en par, así que no tardó más que unos segundos en desaparecer de la vista de Tara, que se quedó frente a su café.

-Muy bien, haz lo que quieras –musitó.

martes, 14 de junio de 2011

19. Día de verano

Miró por entre la cortina del salón. Era un día espléndido día de verano: el sol brillaba, no había ni un solo rastro de nubes en el cielo y todo parecía sacado de una película de Hollywood sobre la vida en el típico barrio perfecto, de la ciudad perfecta, con la familia perfecta. Era bucólico y a Connor hasta se le antojaba estúpida la manera en la que aquella mujer corría detrás de un niño con bermudas y una camiseta a rallas de colores. Suspiró.

Si por él fuera, si sólo dependiera de sus ganas por salir a la calle, se quedaría en casa. Pero en el fondo sabía que necesitaba salir y que le diera un poco el sol. Quizá dar un paseo, aunque fuera hasta el estanco de la esquina para comprar tabaco y alguna revista porno.

Se dirigió a su habitación, donde la cama esperaba pacientemente a ser hecha, y sacó del armario lo primero que encontró. Se lo puso, sin atender demasiado a cómo quedaba sobre él. Cogió las llaves, algo de dinero en monedas sueltas; dejó el móvil encima de la mesilla. Salió de la casa y trotó desanimado por las escaleras, dejando que las monedillas de su bolsillo tintinearan al chocar unas contra otras. En el portal se encontró a la mujer del primero, una anciana que vivía con dos gatos y que todas las mañanas salía a comprar el periódico y alguna revista de crucigramas. Connor sospechaba que no tenía ningún otro divertimiento que leer noticias, resolver pasatiempos y cuidar de sus gatos.

En la calle hacía más calor del que pensaba, así que se metió bajo la sombra de un edificio, intentando no chocarse con nadie. La mujer con el niño de la camiseta a rallas estaba sentada en el parque cercano, viendo cómo el crío se columpiaba mientras gritaba algo ininteligible. Una chiquilla, que no alcanzaría la mayoría de edad, cruzaba la carretera aguantando la solera que caía desde tan pronto. Un ejecutivo caminaba por la acera contraria con la chaqueta del traje colgando del brazo y un maletín en la mano contraria.

Cruzó la calle cuando el semáforo para peatones estaba a punto de ponerse en rojo. No vio a la chica que se le ponía por delante hasta que, prácticamente, la tenía encima.

-¡Connor! Mira por dónde vas, casi me comes.

Resultaba extraño ver a Tara con unos vaqueros cortos y desgastados y una camiseta blanca con un simpático monstruo impreso. Ocultaba sus ojos oscuros con unas grandes gafas de sol.

-¿A dónde ibas con tanta prisa? –preguntó Tara, cambiando el peso de una pierna a otra. Se la veía mucho más cómoda con aquellas deportivas que con los altos tacones que acostumbraba a llevar en el burdel.

-A ninguna parte –respondió, solamente, él.

-Pues si no ibas a ninguna parte… ¿te apetece tomarte un café conmigo? Precisamente estaba pensando en entrar a alguna cafetería o algo…

Connor se encogió de hombros. Tara se puso a andar en dirección contraria y, a falta de algo mejor, él la siguió hasta la cafetería. Estaba vacía a excepción de una pareja de ejecutivos que desayunaba en el fondo, en una mesita de mármol y cristal, mientras discutían sobre cuestiones de trabajo.

El camarero que les atendió era el típico guaperas musculitos que haría que cualquier mujer levantara la mirada al verle pasar vestido con el uniforme, pero Tara desoyó sus comentarios y ni siquiera le dirigió una triste mirada.

-Tara… sé que no ha sido casualidad.

Ella se quitó las gafas de sol y las dejó en la mesa, sacudiendo su melena al viento para soltarla un poco.

-¿Casualidad? Ni en broma pienses que yo me rijo por las casualidades.

-¿Qué te ha hecho venir hasta mi barrio y cruzarte conmigo?

-Quiero hablar contigo.

-¿De qué?

-De Kim.

domingo, 8 de mayo de 2011

18. Las diferencias

Se levantó. El portazo que había dado Rouge al salir de su apartamento le había descolocado completamente, al igual que lo había hecho el mero hecho de que fuera ella quien se marchara por voluntad propia en vez de ser él quien la echara de su piso. Siempre era así y siempre sería así: después de una noche, mejor o peor dependiendo de diversos factores, al amanecer tendría que sacar a la chica de su cama; tenían la manía de quedarse porque querían desayunar y la mayoría no entendían que un polvo era simplemente eso. Un polvo. Nada más. Si querían desayunar, había una cafetería al lado del portal donde ponían unos cruasanes realmente exquisitos.

Pero Rouge había sido completamente distinta. Sin olvidar lo frescos que resultaban sus besos, había decidido marcharse sin que Connor se lo pidiera. Ni siquiera había hecho algo por despertarle. Por una parte había sido maravilloso; pero por otra había sido completamente… extraño.

Se arrastró hasta la cocina y volvió a mirar la cafetera. Seguía vacía. Y no albergaba ninguna esperanza de que Kim volviera a aparecer mágicamente con dos cafés con leche para llevar y unos donuts recién comprados. Así que, por primera vez en tres o cuatro días, preparó la cafetera e hizo café.

Mientras el oscuro líquido goteaba en la jarra de cristal y él se fumaba el primer cigarro del día, dejando que las volutas azules se mezclaran con el aroma amargo del café, un pensamiento se escurrió hasta su boca.

-¿Y si la vuelvo a ver? –murmuró para sí mismo, y dio una calada profunda al cigarro.

lunes, 28 de marzo de 2011

17. Los besos de Rouge

Los besos de Rouge eran puro fuego, pero húmedos y precisos. Sus manos viajaron hasta su abultado pantalón en la oscuridad del amplio portal, sólo iluminado tenuemente por la farola de luz amarillenta que estaba frente a la puerta. Rouge soltó una risita, ahogada por la lengua de Connor. Era un soplo de aire fresco, comparado con la sordidez de los besos que le dedicaba Tara y que le había dedicado, de hecho, la noche anterior.

Le mordió el lóbulo de la oreja, empotrándole contra la pared en una furia animal que parecía haberla poseído por completo.

-Guau… -murmuró, lamentándose por el golpe en las lumbares.

Con la poca luz que entraba en el portal, sólo era capaz de adivinar una abultada cabellera roja cubriendo parte de la cara de Rouge. Despejó sus ojos con los dedos antes de volver a besarla con violencia. Violencia a la que ella respondió pegando su cuerpo al suyo y prácticamente arrinconándole en una esquina del portal.

-No veo el momento de que me subas a tu casa –la mano de la chica seguía en su entrepierna; no la había apartado desde que la había puesto ahí, poco después de entrar en el portal.

-Cuando me dejes salir de este rincón…

-Pero es que aquí quietecito estás muy bien.

La levantó sin apenas esfuerzo y dio un par pasos en la oscuridad hacia las escaleras. Poco después, notó que ella le seguía de cerca; pudo oír sus pasos como si fueran copias prácticamente exactas de los suyos. Subieron los escalones de dos en dos, ávidos, conocedores de lo que les esperaba al otro lado de la puerta del apartamento de Connor: su cama, el calor, el sudor, el placer… él se mordió el labio, ella se limitó a seguirlo.

Rouge no fue capaz de esperar hasta llegar a la cama de Connor, así que nada más se cerró la puerta del apartamento se abalanzó sobre él y le arrancó la camisa, sacándola de entre los vaqueros y tirándola en medio del pasillo. Connor se tambaleó hacia atrás con la embestida furiosa de Rouge y se le antojó que su nombre no sólo venía de su color de pelo, sino también de su fuerza incontenible, como la de una llamarada.

Le empujó por el pasillo hasta llegar a la cama de su dormitorio, donde le tiró. Su cuerpo semidesnudo rebotó contra el colchón. A la luz de las farolas que entraba por la habitación, la figura de Rouge se perfilaba llena de curvas, como una guitarra negra con los bordes blancos, que poco a poco se quitaba la camiseta y los vaqueros. Sin apenas respiración, observó cómo Rouge, a pasos lentos y bien medidos, se acercaba y se inclinaba, apoyando los brazos a los laterales de su cabeza; la fiera se había calmado, el fuego crepitaba tímidamente.

La besó. La tumbó en la cama. La quitó la ropa interior mientras ella se deshacía sobre el colchón. Ella le bajó los pantalones con manos ávidas.



Cuando se despertó (había conseguido echar una cabezada después de tomarse tres somníferos mientras Rouge dormía acurrucada en la cama junto a la pared de su habitación), la chica estaba recogiendo su camiseta del suelo. Connor se incorporó sobre un brazo mientras miraba la hora: las siete y media de la mañana.

Rouge se giró bruscamente al oír el roce de las sábanas contra la piel de Connor.

-Buenos días –la expresión de su cara se suavizó.

-Buenos días –respondió solamente él.

-Yo ya me iba…

-Bien.

-¿Bien?

-Sí, bien.

Rouge dio una vuelta sobre sus talones, buscando algo con la vista. Al parecer, no lo encontró, y volvió a mirar a Connor. Tenía una ligera arruga entre las cejas y los ojos estaban algo entrecerrados, como si le mirara con resentimiento. Él permaneció impasible, como siempre.

-Veo que ser borde viene contigo, no lo da el alcohol…

Y, con las mismas, todavía con la camiseta en las manos y las zapatillas desabrochadas, se fue con su melena roja ondeando a su alrededor, arrastrando los pies tras ella.

domingo, 13 de marzo de 2011

16. Rojo oscuro

El bar estaba oscuro y olía a cerveza mala. Un verdadero antro de periferia con su grupo en el fondo jugando a los dardos y armando barullo. Connor les miró desde la barra, donde estaba apeado, con su whisky entre las manos, sintiendo verdadera aversión por ellos; suficiente era su resaca ya como para que cuatro tocapelotas como ellos vinieran a gritar prácticamente en se oreja.

Y es que aunque en el fondo su cabeza se había opuesto a dejar el silencio refugio que era su apartamento, había estado a punto de obligarle a meterse a la cama e intentar dormir bajo el efecto de tres o cuatro pastillas para dormir, la parte poco racional y totalmente insensata de Connor había preferido bajar al bar y recuperar el tiempo perdido la noche anterior. Se lo debía a sí mismo y no podía permitirse perder la ocasión.

A sus espaldas se abrió la puerta y Connor pudo notar una ligera brisa recorrerle la zona de las lumbares, surcándole la camisa. Giró la cabeza levemente y alcanzó a adivinar entre la tenue luz del bar y la humareda que flotaba en el ambiente a una chica de cabellera roja, larga y ondulada dirigirse hacia la barra con el aire despreocupado y decidido de quien sabe que la mayoría de las miradas masculinas del local están puestas en ella. Y como algo más de tres cuartas partes del local eran hombres, tenía un gran éxito. Y era consciente de ello. Hasta el camarero le dedicó una mirada lujuriosa cuando la chica se acercó a la barra y se sentó en una de las desvencijadas banquetas.

-¿Qué te pongo, cielo?

-Un Manhattan –dijo, con voz melodiosa.

Connor se abstuvo de dirigirle ninguna mirada mientras estaba cerca de él, pero pudo ver por el rabillo del ojo como ella le miraba sin ningún disimulo. Aquello le rompía todos los esquemas, y más cuando la chica dibujó una sonrisa y me mordió ligeramente el labio inferior.

El camarero le dio la copa y ella la cogió y se bajó de la banqueta para acercarse a Connor. Se sentó junto a él y en un principio no dijo ni una sola palabra, pero después de un par de minutos en los que sólo se oía al grupo del fondo vocear, la chica dijo:

-Estás solo –mal comienzo.

-Tú también –peor, si cabía.

-Vaya… hoy no parece que estemos de humor, ¿eh?

Connor la miró durante un momento y luego giró la cabeza, dirigiendo la mirada al frente de nuevo. Se produjo otro silencio de otro par de minutos, tras el cual volvió a ser ella la que habló.

-Me llamo Sandra, pero puedes llamarme Rouge.

Connor volvió a mirarla y se contuvo la risa.

-¿Qué pasa, eres puta?

Rouge, o Sandra, o como quisiera llamarse, se quedó completamente lívida, aún debajo del maquillaje.

-¿Pero qué pasa contigo, tío borde? ¿De dónde sacas eso de que soy puta?

-Rouge es nombre de puta –conocía por Kim que en el burdel había una chica que se hacía llamar Rouge. Era francesa y su verdadero nombre era Adele…

-Viene de mi pelo, que te quede claro. Yo sólo soy una dependienta… -le miró, después de dar un trago a su bebida-. ¿Y tú cómo se supone que te llamas? ¿O sólo eres un tipo borde que no prefiere decir su nombre?

-Connor.

-Y dime… Connor. ¿Es esa tu manera de ligar?

Se regaló unos segundos eternos para pensarse la respuesta, aunque la sabía de sobra. Cogió el vaso y se lo llevó a los labios con parsimonia, para degustar un breve trago de whisky; podía sentir la mirada ávida y curiosa de Rouge puesta enteramente en él. Dejó el vaso y la miró, directamente a los ojos, de un marrón tan profundo que parecía chocolate puro.

-No lo sé –murmuró-. Dímelo tú.

miércoles, 23 de febrero de 2011

15. Resaca

Una de las pocas cosas buenas que tenía emborracharse hasta caer inconsciente era precisamente eso, que se quedaba sin sentido durante horas. Cuando se despertó, eran las siete y media de la tarde. Levantó la cabeza un poco, sintiendo cómo si una banda entera de tambores estuviera tocando dentro de su cerebro, y oteó el salón, todo el desastre que había organizado: una botella vacía y un vaso, también vacío, estaban tirados sobre la alfombra y otra botella a medias esperaba encima de la mesa a que alguien la vaciara del todo o la guarda en la alacena. Pero ahora, con la mente despejada y los ojos bien abiertos, observo los cachitos de cristal de la alfombra; se le habría roto un vaso. Se dio cuenta que sobre la mesa había un pequeño charco de lo que creyó whisky; seguramente del vaso que se le había caído y roto en la alfombra. Y su móvil, en la mesa de comedor al otro lado del salón, vibraba y se iluminaba.

Sintiendo una arcada en la boca del estómago y cómo su cabeza temblaba a cada paso que daba, se incorporó del todo y anduvo hasta pararse frente al móvil. Lo miró unos segundos, con los brazos caídos a los laterales del torso, como si estuvieran muertos. La pantalla parpadeaba incesantemente y él se debatía entre coger o no coger, entre exponerse en ese momento o posponer los gritos.

Eligió lo primero.

-Buenos días.

-¿Buenos días? Son las siete y media, Connor. Nunca puede ser “buenos días” a las siete y media.

-Pues buenas tardes.

-Creía que no ibas a coger. Pensé que estarías durmiendo la mona que te has cogido este mediodía.

Todas las alertas saltaron dentro de su cabeza. En su cerebro, las sirenas empezaron a sonar y cientos de rotatorios rojos empezaron a iluminar el interior de su cráneo, haciendo que el dolor de cabeza le taladrara desde la frente a la nuca.

-¿Cómo sabes eso?

-¿Cómo no lo voy a saber si me has llamado borracho?

No se acordaba de nada de eso y, por un instante, pensó que Kim se estaba inventando todo para poder pillarle. Pero no. Kim no haría nada parecido. O al menos la Kim que había conocido en la universidad, en aquella clase donde el sol entraba por los cristales y le calentaba la espalda en un tranquilo día de finales de verano.

-¿Llamarte borracho?

-Sí. Y… por cierto… respecto a eso de llamarme puta barata, zorrón y desearme que me dieran… Eres un gilipollas, Connor. Jamás pensé que caerías tan bajo. Te creía un poquito más maduro –casi se la imaginó haciendo el gesto con los dedos índice y pulgar y achinando los ojos al pronunciar la palabra poquito-. Pero resulta que no. Así que, a riesgo de ser yo la infantil, que te den a ti, Connor.

Y colgó. Los pitidos cuando se cortó la línea hicieron que creyera que su cabeza iba a explotar. Deseó seccionársela a la altura de los hombros, si eso aliviaba el dolor tan tremendo que le taladraba las sienes.

Definitivamente, no se acordaba de nada de lo que había pasado hacía apenas un par de horas. Definitivamente, había sido una de tantas “borracheras del siglo”, al igual que lo estaba siendo la monstruosa resaca que pesaba sobre él. Y, definitiva e irrevocablemente, la había cagado de manera estrepitosa con Kim. Se preguntó si sería un pronto o nada lo arreglaría. Se encogió de hombros y tiró el móvil encima del sofá.

Arrastrando los pies, se fue directo a la ducha.

domingo, 13 de febrero de 2011

14. La verdad de un borracho

La botella de whisky vacía estaba tumbada sobre la alfombra, y había otra a medias encima de la mesita de cristal, con el tapón al lado. Connor hacía horas que se había tumbado en el sofá, con el vaso encima del estómago vacío. Lo miraba como quien mira a una mujer hermosa en un bar, rodeada del humo del tabaco y velada por el alcohol. Achinaba los ojos, como si eso le ayudara a distinguir bien las figuras.

Hacía tiempo que estaba completamente borracho y creía que no había caído ya dormido o inconsciente por su problema de insomnio. La cabeza le daba vueltas, pero él seguía mirando el vaso de whisky, con tan sólo un resto de alcohol, como si no lo viera doble. La televisión le gritaba; una mujer rubia, sentada ante una mesa de madera demasiado grande, presentaba las noticias del mediodía. Estaba hablando de los atascos en las carreteras del país.

-Como si eso me importara, zorra –le dijo a la mujer del telediario-. Me la sudan los atascos en las autovías… no son más que mierda. Más mierda.

No sabía ni lo que decía, tal era su grado de embriaguez. Podría haber gritado cualquier barbaridad a la vecina de arriba, que hacía el amor con su marido todos los días a las cinco y media de la tarde, cuando éste volvía de trabajar. O al niño de enfrente, que se levantaba todos los días a las siete de la mañana y gritaba por toda la casa, pidiendo a su madre que le prepara el desayuno o le sacara la camisa del uniforme del altillo del armario.

-Que se vayan todos a la mierda… No son los únicos que tienen problemas.

Se bebió el suspiro que quedaba de whisky en el vaso y lo dejó con fuerza encima de la mesa de cristal; tanta que el líquido de la botella se movió ligeramente.

Por un leve instante deseó que Kim estuviera allí para gritarle un par de cosas. Miró a la presentadora de la televisión y, de repente, vio que era ella, su amiga, aquella prostituta que se vendía a cualquiera y que no era capaz de regalarle una sola noche, de forma altruista. Zorra. Era una zorra. Y en todos los sentidos. No podía llegar a odiarla; de hecho, la quería más que a nadie. Pero eso no quitaba que fuera una zorra de las grandes y que la guardara rencor por lo de la noche anterior. Se le antojó que Kim, al otro lado de la pantalla de la televisión, sonreía, burlándose de él.

-¿Te diviertes? –Connor se levantó, tambaleándose ligeramente cuando puso los pies en el suelo-. ¿Todo esto te hace gracia? Claro… seguro que ahora mismo estás en esa asquerosa buhardilla tuya regocijándote encima de tu cama…

Estaba completa e irremediablemente borracho.

-¿Sabes una cosa, Kim? –señaló al televisor con un dedo tembloroso y achinando los ojos, como si eso le ayudara a identificar a Kim en la presentadora de los informativos-. Que te den, zorra. Y que te den bien fuerte, además. Ya estoy hasta los cojones de salir babeando cada vez que apareces en mi apartamento. Que te den.

Se dejó caer sobre el sofá cuan largo era. El vaso se le cayó al suelo y rebotó en la alfombra, yendo a parar junto a la botella vacía de whisky.

-Si… que te den.

martes, 25 de enero de 2011

13. Whisky

Para su sorpresa, en el coche se estaba a gusto. Después de la terrible mañana que le había dado, de repente, Kim, la tranquilidad de su viejo Porsche se le antojaba ficticia pero, de algún modo, reconfortante. Suspiró, apoyando las manos en el volante, sin querer arrancar el motor y marcharse de allí. No sabía cuándo volvería a ver a Kim. Y su orgullo estaba demasiado hinchado como para llamarla en cualquier momento del día, pero también lo estaba para volver a entrar en la casa y tener una conversación decente con ella. Así que se quedó ahí, sentado dentro del coche, en silencio, observando fijamente la matrícula del coche que estaba aparcado delante del suyo hasta que dejó de ser desconocida para él.

La verja de la casa se abrió y una resplandeciente Kim, con el pelo mojado cayéndole sobre los hombros, salió a la calle. Echó una mirada de soslayo al Porsche que se conocía de memoria y en cuyo asiento trasero se había acostado un par de veces con Connor, pero pasó de largo.

Estuvo a punto, a tan sólo un suspiro, de bajarse del coche y gritar su nombre, ofrecerle el asiento de copiloto durante unos minutos para hablar como gente civilizada, pero la poca convicción que tenía desapareció cuando Kim se subió a su modesto Ford verde y arrancó el motor casi inmediatamente.

Poco después, la estela brillante del coche desaparecía por la curva que desembocaba en una de las calles principales del barrio residencial.

-Gilipollas… -susurró Connor, aunque no supo si se lo decía a Kim o, sin embargo, se insultaba a sí mismo.

Arrancó el motor, por fin, después de estar no sabía cuánto tiempo apostado junto a la verja del burdel, esperando a cualquier cosa que pudiera pasar. Salió de la plaza de aparcamiento y tomó la curva, en el mismo sentido en que lo había hecho Kim a penas minutos antes. Se imaginó la ruta que la chica haría hasta su buhardilla, que en el fondo era prácticamente la misma que tenía que hacer Connor para llegar a su casa, sólo que la habitación con baño y cocina de Kim estaba más lejos que el para nada modesto apartamento de él. La imaginó haciendo la rotonda de la calle principal y coger la tercera salida. Se la imaginó esperando en aquel semáforo cansino que siempre se ponía en rojo cuando ibas a pasar. Se la imaginó aparcando el coche en aquella especie de descampado que tenía detrás de su casa.

Tenía que admitirlo: en la desviación que tenía que coger para ir a su casa estuvo a punto de cambiar de rumbo y plantarse frente a la casa de Kim. Pero giró a la derecha, directo hacia la calle principal, suspirando. Cuando llegó a casa, dio un portazo que retumbó en el pasillo prácticamente vacío de su piso. Se quitó los zapatos según avanzaba por la casa, a la vez que se desabotonaba la camisa y se la sacaba de dentro del vaquero.

Cuando sólo le quedaban los pantalones, miró el reloj con desdén y pena: a penas los números llegaban a las 10 de la mañana. Le pegó una patada a la puerta de la habitación. Todo el orgullo que había ido acumulando durante esa mañana y durante el trayecto en coche desde el burdel hasta su casa se había convertido en rabia contenida. Y de algún modo tenía que soltarla. Maldita Kim y maldita manía suya de no apreciar las cosas. Por una vez (sólo por una vez) había bajado las barreras y había conducido de noche hasta el burdel donde trabajaba sólo para verla. ¿Y ella cómo respondía? Gritándole y tachándole de insensato por ir hasta allí.

Pues muy bien. No volvería a dar ni un solo paso más, si era lo que quería.

De repente, como si de una revelación divina se tratase, vio la lamparita que tenía en su mesilla de noche, con su piel de cerámica y su pantalla amarillenta por el humo del tabaco. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, lanzó la lámpara al suelo y luego la dio un par de patadas; el pie se hizo añicos, la bombilla salió volando hacia la otra esquina de la habitación y los alambres que daban forma a la pantalla rompieron la tela, doblándose.

No se sentía mejor. Ni siquiera un poquito. Pero algo de la adrenalina soltada le corría por las venas y eso le hizo sonreír. Como movido por un resorte, como si realmente no fuera él quien dirigiera sus pasos, fue hacia la alacena del salón y cogió un vaso y la botella de whisky, que estaba a medias. Era plenamente consciente de que tan sólo eran las diez de la mañana, pero tampoco tenía nada mejor que hacer. Se sirvió un poco en el vaso, apenas un sorbo, y se lo bebió de un trago.

Sintió cómo el whisky pasaba por su garganta, abrasando cada fibra de rabia. Puso música y se sentó en el sofá, con el vaso vacío en una mano y la botella de whisky en otra. Estiró las piernas, apoyándolas en la mesita de cristal que tenía en medio del salón y se sirvió otra copa.

jueves, 13 de enero de 2011

12. Tara de día

El suelo, recubierto con una moqueta granate suave bajo la piel de sus pies, parecía deslizarse a velocidades vertiginosas mientras descendía los peldaños que le llevaban directo al piso de abajo. La casa entera dormía tras una noche de trabajo, gritos y sudor, y los únicos ruidos que Connor podía oír eran las gotas de café que venían desde la cocina.

Esa parte de la casa estaba vetada a los clientes que llegaban al burdel, pero necesaria para las chicas que trabajaban allí. Aunque ninguna solía comer habitualmente allí, a veces pasaban la tarde a falta de un lugar mejor para ello; las vidas de la mayoría no eran, lo que se suele decir, un camino de rosas. Sin quererlo, la cocina del burdel se había convertido en un lugar de reunión de las chicas y un sitio más donde tomarse un café o un zumo después de que el cliente se marchara.

Atravesó la puerta que separaba el pasillo público del privado, donde estaba la cocina. Giró a la derecha y se encontró con Tara, totalmente desnuda. Su ropa descansaba sobre una de las sillas de la cocina y ella estaba frente a la cafetera, con las manos sobre la encimera, esperando a que el café terminara de hacerse.

-Buenos días –dijo Connor, entrando por la puerta de la cocina.

Tara dio un respingo y le miró.

-Poco ha durado la conversación…

-Se ha limitado a decirme que no le gusta que venga a visitarla.

Connor se sentó en una de las sillas y se puso los zapatos. Tara permanecía de espaldas a él, observando a la cafetera como si así se fuera a hacer antes el café. De vez en cuando, él levantaba la mirada y la posaba en aquellas curvas, tan vertiginosas como la velocidad que le había llevado hasta allí; se veían prácticamente perfectas a la luz amarillenta que entraba por entre las cortinas raídas.

La cafetera dejó de hacer aquel ruido infernal y Tara abrió un armario que estaba sobre su cabeza, estirándose ligeramente.

-¿Quieres un café?

-Estaría bien –dijo, simplemente, apartando ligeramente la cortina para mirar el jardín trasero.

-¿Con azúcar?

-Tres cucharadas.

Un par de minutos después, una taza de café humeante estaba encima de la mesa frente a él, y Tara apoyaba la espalda en la encimera, dejando que su mirada se perdiera tras los cristales de la puerta trasera. El silencio era una suerte de muro entre los dos.

-¿Te importa que fume? –dijo Tara, dejando la taza de café sobre la encimera que había perdido su blanco nacarado hacía tiempo y alargando la mano para acercar un cenicero y un paquete de cigarrillos a punto de terminarse.

-No sabía que fumaras –comentó él, haciéndole una seña para que le pasara el paquete cuando ella cogiera uno.

-Y no fumo. Pero a veces me sienta bien. ¿Tú desde cuando fumas?

-Desde antes de lo que me gustaría reconocer… -sacó un mechero del bolsillo de su pantalón y encendió el cigarrillo, disfrutando de la primera calada del día. El humo se arremolinó a su alrededor, hasta que se difuminó en el aire.

Tara también se había encendido el cigarrillo, pero ni siquiera el tema del trabajo les permitió seguir hablando. Así que cuando la taza de café de Connor estuvo acabada y en el cenicero se acumulaban tres cigarrillos y medio, el chico se levantó de la silla arrastrándola levemente y anduvo hacia la puerta. La voz de Tara pronunciando su nombre le hizo girarse.

-Si fuera tú, me disculparía con Kim.

-No te metas en mi vida, ¿quieres, Tara? –dijo, fulminando su cuerpo desnudo con la mirada-. Recuerda que sigue siendo mía, no tuya.

-Vaya, eres borde hasta por la mañana… Qué sorpresa… -la ironía resbaló de sus labios y luego, con un tono arisco y seco, añadió-: Que tengas un buen día.

Connor no dijo nada al salir.

domingo, 9 de enero de 2011

11. Despertar en el burdel

Se mantuvo despierto el tiempo suficiente como para ver la manera en que las farolas del barrio residencial se apagaban todas a la vez y dejaban la habitación con un ligero destello de amanecer. Y siguió despierto, sin que siquiera le temblaran los párpados. Para su desgracia, se había olvidado los somníferos encima de su mesilla de noche. Giró la cabeza y vio a Tara dormitar desnuda sobre la cama. La sábana descansaba a sus pies, arrugada y empapada, así que podía ver perfectamente todas y cada una de las curvas de su cuerpo. Su pecho subía y bajaba lentamente a merced de su respiración y, de nuevo, como todas las madrugadas que se sorprendía a su lado, reparó en las cinco estrellas que serpenteaban por su ingle izquierda.

Tara se revolvió sobre el colchón y se giró hacia un lado, dándole la espalda. Se le marcaba perfectamente cada una de las vértebras y sintió un chispazo dentro que le decía que se acercara a ella y le acariciara la espalda. Pero él estaba hecho para reprimir todos esos impulsos y, como era natural, lo reprimió.

Miró hacia la ventana. Sólo se veían un par de casas al otro lado de la calle del burdel. Pensó en su coche, aparcado delante de la casa de al lado. Y, sin que pudiera evitarlo, se acordó de Kim y de que ella era la razón por la que había ido allí. Se incorporó, sin ningún cuidado de molestar a Tara o de despertarla. Y cuando estaba a punto de poner los pies en el suelo, coger al vuelo su ropa interior, sus vaqueros y su camisa, la puerta se abrió bruscamente y apareció Kim, tapada escasamente con una camiseta larga que le marcaba las curvas casi inexistentes de sus pechos.

Connor alzó una ceja.

-¿Qué coño haces aquí? –preguntó la chica en un susurro. Aún poniendo empeño en no despertar a Tara, ésta se revolvió la cama y levantó la cabeza, pestañeando mucho y frotándose los ojos con el dorso de la mano. Su mirada pasó de Kim a Connor y de Connor a Kim. Alzó una ceja, aparentemente demasiado somnolienta como para sacar conclusiones por sí misma.

-¿Alguien me puede explicar lo que está pasando? –dijo. La voz la tenía cogida por el sueño.

-Tara, por favor, déjanos un momento a solas –pidió Kim, aunque a Connor le pareció casi una súplica.

La chica se encogió de hombros y, con el sueño pegado a las pestañas, recogió su ropa y salió de la habitación completamente desnuda. Al cerrar la puerta tras de sí, Kim giró la cabeza bruscamente y fulminó a su amigo con la mirada. Éste ni se inmutó, pero mantuvo la vista en los ojos de Kim, que llameaban.

-¿Cómo se te ocurre venir a verme una noche, Connor?

-Ya he venido más veces.

-Y siempre te he dicho lo mismo. No me gusta que vengas a verme, Connor, es incómodo cuando alguien me dice que he tenido una visita.

Apartó la mirada, ocasión que el chico usó para vestirse.

-¿Qué te crees que haces? –preguntó Kim, alzando la voz, cuando se percató de que Connor ya se estaba poniendo la camisa.

-Marcharme de donde no soy bienvenido.

Se levantó del borde de la cama, sin haberse puesto los zapatos, y anduvo decidido hacia la puerta. Se encontró con el cuerpo semidesnudo de Kim que le impedía la salida.

-Kim… -susurró. A la chica se le pusieron los pelos de la nuca de punta, de lo amenazador que había sonado su nombre en labios de Connor; era increíble las mil maneras que tenía su amigo de decir su nombre-. Apártate.

En un principio estuvo a punto de decirle que no, que no se apartaría, que se iba a quedar ahí quieta hasta que tuviera las suficientes agallas como para gritarle, insultarle y decirle todo lo que pensaba. Pero, al final, suspiró y se apartó, dejando que Connor saliera del cuarto y bajara las escaleras descalzo y con los zapatos en la mano.