jueves, 16 de julio de 2009

La doncella del balcón

El joven se despertó todavía de noche. Giró la cabeza y miró por la ventana. Vio la Luna, llena, blanca y plateada, coronando el cielo negro como su cabello. La Reina de la Noche había salida a pasear.

Se levantó del lecho de blancas sábanas y se acercó al balcón de su alcoba y miró a la perfecta redondez plateada que le observaba desde su trono de estrellas.

Entonces la vio. Cerca del lago que se encontraba cerca del castillo, de pie, bañada por una luz blanca y pura, tan blanca y pura como sus cabellos, estaba ella. Una joven pálida, de ojos negros, con el cabello blanco y el vestido inmaculado.

Miraba hacia el balcón. Miraba hacia el joven que también la observaba a ella, hacia el hombre de negros cabellos y ojos acuosos.

Quedaron mirándose a los ojos, hechizados como estaban y, después, tras unos minutos que parecieron años, siglos, aunque bien podía haber sido así, la doncella, girándose grácilmente y echando a andar, desapareció por la espesura a la vez que el sol empezaba a salir.

El joven observó el camino, todavía hechizado por los profundos pozos que la doncella tenía por ojos. Sus facciones, tan dulces que podían derretir cualquier corazón que se pusiera por delante; su piel, tan blanca que parecía leche; y su cabello... tan largo que le llegaba por la mitad de los muslos, ondulado, no demasiado, que caía en cascada por su cara y su espalda.

En ese momento, sintió en su pecho el latir de su corazón muerto. Sintió por primera vez en mucho tiempo la sangre correr por sus venas y que su alma inmortal sentía como no sentía desde hacía siglos. Tantos años hacía de eso que no recordaba el amor.

A la noche siguiente le despertó un ligero chapoteo en el lago cristalino del jardín del castillo. Salió al balcón y vio a la doncella de la noche pasada, jugando, desnuda, con el reflejo de la Reina en la oscuras aguas de la laguna.

Sus cabellos flotaban por la superficie de espejo del lago. Eran como una sábana blanca que barría el agua mientras la joven se adentraba más en el lago.

El corazón del joven latió con más fuerza al ver la imagen de la doncella bañándose. Se quedó observándola, como un bandido nocturno que observa a su presa antes de saltar sobre ella y robar su inocencia.

Pero el sol empezó a mostrarse pronto por el negro horizonte, tiñéndolo todo con un reflejo dorado y haciendo que el reflejo de la luna empezara a desaparecer y, con él, la doncella del lago.

El joven no pudo evitar sentirse roto por dentro. No sabía si la joven conocía sus sentimientos o incluso si sabía que le observaba por las noches. Pero la misteriosa barrera que les separaba, al mismo tiempo les unía y hacía que el caballero deseara tocar la blanquecina piel de la joven.

Durante muchas noches siguió observándola paseando por el jardín, corriendo por el laberinto de flores de debajo del balcón del joven o bañarse en el lago con su blancura inmaculada inundando toda la superficie junto con la luna, su continua compañera.

Pero una noche la Reina no apareció en el cielo y el joven buscó a la doncella con la mirada por todo el jardín. Pero no la encontró ni en el lago, ni en su lecho de rosas, ni en el laberinto.

Una lágrima fría, casi de hielo, cayó por la muerta mejilla del inmortal hombre. No ver a la joven de sus sueños, a la blanca doncella del lago, de los inmaculados cabellos y lechosa piel, le dolía.

A las noches siguientes, un reflejo, casi un brillo, apareció en los jardines, casi imperceptible; pero el joven lo seguía buscando. Solo cuando la luna aparecía blanca en el cielo, la chica aparecía también y miraba al balcón...

Una noche, el hombre se despertó cuando una suave brisa fresca le acarició las duras facciones de su frío rostro. Abrió los ojos y vio a la joven sentada en el balcón, mirándole, susurrando un hombre con sus sonrosados y apetecibles labios carnosos.

“Marielle...” el nombre resonaba por las cuatro paredes de esa cárcel que era su alcoba, aunque solo fuese un simple susurro.

Se levantó y se acercó al balcón. Marielle no apartó los ojos de él, de sus ojos, de su boca, de su torso desnudo y moreno, de su cabello demasiad largo para un hombre... y de sus pies, que andaban hacia ella.

Él no podía evitar sentir la atracción fatal que le incitaba a acercarse hacia ella, hacia Marielle, la doncella blanca que ocultaba algo demasiado oscuro para se como ella era, blanca, pura e inmaculada.

Tocó su mano y la doncella ni se inmutó. Siguió mirándole a los ojos azules desde sus pozos negros y alzó una mano blanca.

“Marielle...” seguía susurrando con una voz hechizada y que hechizaba.

Acarició con el dorso de la mano la dura y fría mejilla del hombre que ante ella se encontraba. Sentía su respiración, fuerte por el deseo y le acercó a ella, haciendo que la abrazara.

Con todo, no apartó sus ojos de los del joven inmortal. Era imposible, pues la atracción que él sentía hacia la doncella, también ella la sentía. Por eso, cuando sus labios acariciaron los suyos, sin besarlos, solo rozándolos, su corazón latió fuertemente.

Su beso fue dulce, tierno, sencillo, sincero. El hombre sintió el amor como aquella vez lo había sentido. Ese amor que le había dejado encerrado en esa cárcel de piedra y hierro.

Cogió a la doncella en brazos y sintió el calor de su piel lechosa. Pasaron la noche juntos, enredados. El caballero negro y la doncella blanca, juntos por primera y última vez.

A la mañana siguiente, la doncella había desaparecido, dejando su dulce y olor penetrante en la almohada del joven. Esa noche no apareció, ni las siguientes, dejando al hombre solo y desesperado, roto.

“Marielle...” susurró el joven mientras se clavaba el puñal de cristal y hielo en medio del corazón. La sangre brotaba negra de su pecho.

Así apareció cuando entré en su alcoba que era su prisión, para decirle que su condena voluntaria había terminado. Y así me lo contó la Luna esa misma noche.

La Luna, la Reina, la Doncella Blanca, el Reflejo... Esa noche se tiñó de rojo la luna, esa noche que provocó un suicidio, esa noche que la doncella abandonó el mundo de los mortales para unirse al brillo de la luna, como siempre había hecho, como siempre había estado.



Shurha

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