jueves, 30 de diciembre de 2010

10. Luces de club de alterne urbano

Sabía por el ruido que hacían sus medias al rozar la una contra la otra que Tara seguía en la habitación. Podía imaginarse cómo le miraba con los ojos achinados de odio y resentimiento mientras cruzaba y entrecruzaba las piernas, sentada como estaba en la banqueta alta junto a la encimera del mini bar. Se llevó el perfil del vaso a los labios y probó un poco del whisky que le había servido. Era su quinta copa y, aunque desde el primer momento había descubierto que era malo con avaricia, seguía bebiéndolo; no había nada más en el mini bar que le gustara.

-Todavía no me has dicho a qué has venido –murmuró Tara, rompiendo el silencio; las carcajadas del piso de arriba habían parado.

-No te lo pienso decir, Tara, así que no insistas.

-¿Por qué eres tan borde, Connor? –a sus espaldas oyó el sonido del roce de las medias de Tara; se la imaginó cruzando y descruzando las piernas, digna de la mismísima Sharon Stone en Instinto básico.

-¿Y tú por qué hablas tanto? –un trago más, y se sentía un poquito más cerca de la total inconsciencia-. ¿Dónde está Kim?

-Vaya, algo que no es una bordería… -oyó cómo se bajaba de la banqueta y caminaba lentamente hacia él. Cada vez oía los pasos más cerca, hasta que se pararon, supuso que justo a sus espaldas. Notó cómo una mano bajaba lentamente por su hombro hacia su pecho, acariciándole por encima de la camisa. La mano se separó de su cuerpo sin que él se inmutara lo más mínimo-. Está arriba, con un cliente que ha pagado una buena cantidad para pasar la noche entera con ella. Sabes que lo vale.

Los pasos de Tara se dirigían hacia el lateral del sofá, seguramente dispuesta a darle la vuelta. A Connor le daba igual que Kim valiera todo el dinero que ese hombre había pagado por ella, sino que iba a estar toda la noche con él. A pesar de todo, su cara no cambió de expresión.

La chica apareció a su lado, subida en sus altos tacones y con la piel brillando por un sudor perlado; Connor se dio cuenta en ese momento de que hacía mucho calor, de que el ambiente estaba viciado, de que estaba impregnado de sudor y que la ventana del salón ni siquiera estaba abierta. Tara se fue acercando a él mientras se llevaba el vaso a los labios.

-¿Toda la noche? –inquirió él.

-Cada segundo.

-¿Ha pagado todo ya?

-Cada céntimo.

Tara se bebió lo que quedaba de whisky en el vaso de un trago; los hielos tintinearon cuando lo dejó sobre la mesa de cristal frente a ellos. La mirada de Connor fue directamente al cuerpo de la chica, enfundado en satén rojo, ajustado. No pudo evitar imaginarse a sí mismo arrancándole el vestido con fuerza y acariciando aquella piel morena que brillaba por el sudor traicionero.

Se acercó a él. Connor la miró.

-Hace mucho que no nos acostamos –ronroneó.

-No he venido a eso, Tara.

-Lo sé. Pero ya que Kim está ocupada, puedes aprovechar. Es un día de diario y pronto, así que no tendremos muchos clientes. No tendré que atender la barra. Además, una de las chicas tiene el día libre y hay una habitación vacía…
Tara se sentó a su lado. Su perfume era intenso y sí era cierto que hacía mucho que los dos no hacían el amor, principalmente porque llevaba mucho tiempo sin ir al burdel.

-Además, sabes que a ti no te cobramos. Eres amigo de Kim y estrictamente yo no soy una chica de Margot.

-Trabajas para ella –la mano de la chica se posó en su muslo y él pudo sentir cómo le miraba con avidez. Intentó permanecer impasible, pero con aquellos ojos oscuros mirándole, aquellos labios redondos y carnosos, aquellas piernas que se pegaban a él, aquella piel que rezumaba perfume penetrante, la misión era imposible.

-Pero a mí no me pagan por acostarme con hombres.

El choque de sus labios fue brutal, casi hasta doloroso.




Shurha.

martes, 14 de diciembre de 2010

09. Trabajo de noche

A veces se olvidaba de que Kim trabajaba. Porque era como si nunca trabajara: le visitaba a veces por la mañana temprano, se podía permitir quedarse a comer a su casa si quería, solían ir al cine a media tarde cuando en la cartelera había alguna película que les interesaba a los dos y casi nunca, a no ser que fueran las diez de la noche o después, tenía prisa.

Para Connor, el trabajo de Kim era prácticamente inexistente.

Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Sorprendentemente, una ligera brisa empezaba a soplar y le revolvía el pelo, pero no hacía como para ponerse la chaqueta donde repiqueteaban las aspirinas dentro de su bote. Se sorprendió pensando en Kim, en cómo caminaría lentamente a través de las calles del centro hacia su pequeña buhardilla, decorada con estilo y buen gusto, en qué música se habría puesto en el móvil para que la acompañara en el camino a su casa, en cómo se vestiría para ir a trabajar.

Le solía pasar con Kim. Después de estar toda la tarde con ella y ver cómo compartía con entereza y buen humor sus silencios y sus pocas ganas de hablar, se pasaba toda la noche pensando qué sería de ella. A veces incluso se bebía un trago a su salud.
Anduvo hacia su casa y subió lentamente las escaleras hasta el rellano de su piso. Entró en casa y dejó las aspirinas sobre la mesa de la cocina. Entonces vio los platos sucios en el fregadero y se volvió a acordar de Kim. Miró el reloj de su muñeca: las nueve y media. A esa hora ella ya estaría saliendo de su apartamento, cogiendo su pequeño utilitario y marchando a trabajar.

Suspiró. Le gustaba la rutina y adoraba su rutina en particular. Y tenía que venir una mujer que conocía desde hacía un par de años para fastidiarle las noches. Cogió las llaves y salió de casa, bajando las escaleras de tres en tres, con grandes zancadas que lo abarcaban todo.

Su coche, el viejo Porsche que había sido de su padre y que él se negaba a cambiar por manía, pereza o a saber qué, le esperaba aparcado a la vuelta de la esquina. Todavía conservaba la abolladura en la puerta trasera izquierda que le había hecho el primer día que cogió ese coche borracho, hacía un par de años y no iba a arreglarla por el mismo motivo por el cual no cambiaba de coche. El motor rugió cuando giró la llave en el contacto y, cuando se estabilizó, el pequeño ronroneo le meció mientras sacaba el coche del hueco entre un Mercedes nuevecito y un Opel. Maniobró con maestría y, cuando se hizo con la carretera, salió pitando, doblando la esquina a la derecha. Recorrió las calles de la ciudad hasta la punta contraria, un barrio residencial con chalets con dos jardines, sótano y garaje propio. Se metió en una callejuela que daba a la calle principal y buscó entre los números dorados de las casas el 47; lo encontró prácticamente al fondo de la calle.

Dejó que el Porsche se deslizara dulcemente hasta el hueco que le esperaba frente a la casa de al lado de la número 47 y apagó el motor. Antes de bajar del coche, sacó de la guantera un paquete de tabaco sin empezar y sacó un cigarrillo; el corazón le latía a mil por hora y necesitaba un par de caladas, así que se metió el cigarro en la boca y lo encendió con el mechero que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón.

El humo azul se convirtió en virutas que flotaban a su alrededor y le velaban la vista. Frente a él, una farola parpadeaba a punto de fundirse. El silencio era impenetrable, típico de un barrio residencial donde los coches no pasan a menudo y nunca sucede nada. De repente, se oyó una risa que desgarró la noche. Venía del número 47 y se prolongó unos segundos más, acompañado de una carcajada profunda y masculina. Se giró en el asiento y pudo ver cómo una luz se encendía en el piso superior. Suspiró y apagó el cigarrillo en el cenicero del coche.

-Vale, ya voy… -dijo, fastidiado. Cerró la puerta del coche de un golpe y dio un par de zancadas hasta la casa. La verja estaba abierta y pudo entrar sin dificultad, al igual que la puerta de entrada. Cuando puso un pie en el recibidor, una oleada de perfume femenino le invadió las pituitarias y una sonora carcajada masculina que venía del piso superior le aturdió.

Al sonido de sus pasos acudió una chica de color, de apenas veinte años y con el pelo entero trenzado. Enfundaba su piel sedosa en un vestido rojo, ajustado y brillante que hacía juego con su sonrisa de cortesía. Al reconocerle, la mueca cambió y se convirtió en una ceja alzada y en una media sonrisa. Se apoyó en el marco de la puerta y la mirada de Connor fue a parar a sus piernas largas y delgadas, enfundadas en unas medias negras.

-Vaya, Connor, ¿qué te trae hasta aquí? ¿Placer? ¿Asuntos de dinero? ¿Qué es esta vez?

-Cierra el pico, Tara, y tráeme una copa.

Tara resopló.

-Menudo humor de perros tenemos esta noche… No sé si así alguien querrá acostarse contigo, Connor.

-Me importa una mierda.

-No sé cómo Kim puede aguantarte, de verdad.

-No es asunto tuyo, Tara –empezó a andar y se metió en la habitación de la que había salido la chica; estaba decorada como lo estaría un burdel de mala muerte de tener un salón. Cada vez que entraba ahí, le daban ganas de arrancar el papel pintado de la pared, de romper de un cabezazo la mesita de cristal, de coger un cuchillo y rajar de arriba abajo la tapicería del sofá rojo y de asaltar el mini bar que estaba debajo de una encimera al fondo del salón.

Se tiró sobre el sofá y dos minutos después sintió cómo el cristal frío de un vaso se apoyaba en su hombro. Se lo arrancó de los dedos a Tara y se lo bebió de un trago. Le devolvió el vaso a la chica.

-Así te pudras en tu whisky –escupió ella y fue a servirle otra copa.

viernes, 10 de diciembre de 2010

08. Helado de vainilla

La chaqueta de Connor descansaba sobre su brazo, con el bote de aspirinas en el bolsillo interior; sonaba cada vez que daba un paso. El helado se le escurría por el cucurucho y le manchaba los dedos, que le olían a chocolate y se estaban empezando a quedar pringosos. Kim caminaba a su lado, disfrutando también de cucharadas de su helado de vainilla.

Hacía calor. Demasiado calor y Connor se refugiaba en el helado. No hablaban; el silencio les parecía demasiado precioso como para romperlo sin más. Por el contrario, daban cuenta de la tarde y del frescor del helado. Y, así, llegaron las siete.

Connor pensaba marcharse al antro de las afueras en cuanto el sol empezara a ocultarse tras los altos edificios acristalados y a reflejarse en las hojas de los árboles, pero le daba un poco de mala conciencia eso de dejar a Kim sola a media tarde en el centro sin nada que hacer. Pero, por otra parte, sus noches eran lo único que merecía la pena de sus días. Se metió en la boca lo último que le quedaba del cucurucho y oteó el largo paseo con el arco de árboles por encima. Suspiró mientras pensaba cómo decirle a su amiga que quería marcharse para quedarse solo y tomarse dos whiskies de más.

La miró. Tenía una pinta adorable limpiándose los labios sin rastro de carmín con la servilleta de papel que le habían dado en la heladería. Ella se percató de que Connor la miraba y giró la cabeza. Alzó las cejas y después, como si se acordara de la amabilidad, sonrió.

-Kim… -empezó-. Te acompaño hasta la esquina y te dejo. Tengo cosas que hacer.

-¿Pensabas que querría estar toda la noche contigo mientras te emborrachas a base de whisky y te tiras en una silla mirándole el culo a cualquier mujer que pase? No, gracias. Ya vivo demasiado todo eso… Además, yo también tengo cosas que hacer. Por si no lo recuerdas, trabajo de noche.

En su fuero interno, Connor suspiró aliviado, pero su cara no cambió ni un ápice.

-Entonces nos veremos otro día…

Continuaron en silencio hasta que llegaron al final del paseo y, con ello, a la esquina hasta la que Connor estaba dispuesto a acompañar a Kim. Una vez allí se miraron todavía sin cruzar una sola palabra. La chica enarboló un amago de media sonrisa; él, por su parte, sólo sacó la mano derecha del bolsillo y la sacudió un par de veces en el aire mientras se alejaba con el sol de espaldas, directo a su bar favorito.

lunes, 25 de octubre de 2010

07. Zack

No lograba entender cómo Kim se había tomado tantas molestias. A veces llegaba a pensar que la chica le veía como algo más que un buen amigo de la universidad. Si que era verdad que alguna vez le había dicho que era atractivo y en una ocasión (cuando Connor todavía iba a clase) se habían acostado, error que no volvería a pasar, aunque siempre se había planteado la posibilidad de volver a hacerlo.
Pero no. Era el típico polvo que no se llega a realizar. Como el amor platónico pero en sexo.

Le costaba admitirlo y jamás lo diría, pero quería a Kim. A fuerza de haber pasado cosas con ella y de que ella le aguantara cientos de cosas, había ido desarrollando un cariño que no había desarrollado ni con su propia familia. Era más, pensaba que Kim era su única familia. Que ni su tía ni su padre existían para él, ni él para ellos. Los años pasan y los sentimientos se van disolviendo… tanto los buenos como los malos.

Recogió su plato y lo dejó en la pila vacía. Además de haber cocinado, Kim también había fregado los cacharros de la noche anterior. En el fondo se lo agradecía, pero no se lo había dicho. Suponía que la chica ya estaba acostumbrada a sus silencios. Además, se había ido antes incluso de que empezara a comer.

Abandonó los platos sucios en el fregadero, a la espera de un momento en el que le apeteciera fregarlos.

Fue hacia el salón. El “problema” de no tener nada en qué ocupar sus mañanas y sus tardes era que tenía unos horribles espacios muertos hasta las siete, hora en la que se iba a tomar una copa y empezaba su ruta nocturna. Más de una vez se había planteado trabajar, pero no le gustaba eso de ir a un lugar donde tuviera que conocer gente e interactuar con ellos. Además, no necesitaba el dinero.

Tenía malas experiencias con la gente. Por eso las únicas relaciones que se permitía eran esporádicas y Kim; ella iba a parte. ¿Para qué necesitaba más? ¿Para que viniera un Zack cualquiera? No. No quería otra persona como él en su vida. Ese cabrón…

Se tumbó en el sofá. Hacía mucho tiempo que no se acordaba de Zack y, la verdad, no lo necesitaba. Vivía muy bien sin tenerle en la mente y su repentina aparición sólo le iba a producir dolor de cabeza, lo veía.

Suspiró, cansado, y se llevó un brazo a la frente. Deseaba echarse una siesta. Era más, la necesitaba. Pero sabía que no era posible. De hecho era prácticamente imposible.

De repente, se levantó. Necesitaba unas aspirinas; Kim no le había dejado el bote. Fue a su habitación y se cambió de ropa. Pensó en aprovechar la salida a la farmacia para ir a dar un pasos y, después, dirigirse al bar de siempre, el único antro a las afueras que abría entresemana hasta tarde. Sacó su cazadora de verano y se la puso por encima. Se calzó sus deportivas. Y se dirigió hacia la puerta de su casa, arrastrando los pies.

Al abrir, se encontró con los ojos de Kim mirándole por detrás de las gafas.

-Me olvidé aquí el móvil…

Connor se apartó sin decir una sola palabra y vio cómo la chica corría hacia la cocina. Momentos después salía, sonriente.

-¿Ha llamado alguien?

Se encogió de hombros. Kim anduvo hacia la puerta y, al llegar a la altura de su amigo, éste la cogió del brazo. La chica pegó un respigo y levantó la mirada, sorprendida.

-¿Quieres dar una vuelta? –vomitaba las palabras. Las letras se habían precipitado de tal manera por su boca que habían formado una masa casi ininteligible.

-¿Perdón? –no sabía si lo decía porque no lo había entendido o porque no daba crédito.

-Que si quieres dar una vuelta.

Kim sonrió y salió por la puerta. En silencio, Connor respiró aliviado y dio gracias al cielo en el que no creía por haber tenido el valor de decir aquello. Quizá no era hora de cambiar su vida, pero sí de poner ciertas cosas en su sitio.




·Cris.

lunes, 18 de octubre de 2010

06. Recuerdos lejanos

[Para la amante de los ritmos lentos. Aquí tienes tu "más"]


La televisión sonaba lejana en su cabeza, aunque estaba a menos de dos metros de él. Era como si la voz de la comentarista de deportes del noticiario viniera de una dimensión paralela y Connor no pudiera oírla con total claridad. Eran alrededor de las tres y media del mediodía, en su estómago sólo descansaban los donuts que había traído Kim y ya tenía un vaso de su mejor escocés sobre la mesa. Miraba abstraído la pantalla de la televisión, pero era como si no viera nada.

Al contrario que otras veces, la conversación con su amiga le había abiertos los ojos, le había hecho acordarse de aquel año infructuoso que había pasado en la universidad y que sólo había servido para emborracharse todos los fines de semana, seducir a una cantidad ingente de mujeres (de cuyos nombres no se acordaba) y estar al borde del coma etílico o el paro cardiaco por sobredosis. Según recordaba él de lo poco que había quedado en su memoria tras los litros de alcohol, no había sido un buen año. Aún así, se lo había pasado bien.

Incluso alguien como él se podía permitir tener recuerdos y rememorarlos de vez en cuando.

Se inclinó sobre la mesa para coger su copa y, sin querer, recordó aquel primer día de facultad. Se sentía perdido, demasiado novato en un sitio que a él le parecía demasiado grande y con mucha gente. Las escaleras y los pasillos estaban atestados y bloqueados por estudiantes de años superiores que hablaban a voz en grito y le empujaban contra la pared. Encontró su clase después de buscar durante quince minutos en la planta en la que debería estar; alguien había cambiado los papeles que estaban pegados a las puertas con cinta adhesiva. En el aula tan sólo había un par de personas, así que se dirigió a la última fila, que estaba completamente vacía y se sentó justo en el medio.

Vio entrar a gente medio perdida y a gente que sonreía al reconocer entre las pocas personas que había en la clase a amigos del instituto. Pero nadie se sentó a su lado. Todos los que pasaban cerca de él le miraban con recelo e incluso pudo ver en algunas miradas un cierto reflejo de miedo. En el mismo instante en el que supo que sus compañeros de clase le temían y le tenían respeto, dos sentimientos crecieron en su interior: satisfacción y repulsa hacia sí mismo y hacia los demás.

A falta de cinco minutos para que comenzara la clase, nadie se había atrevido a ponerse en los dos asientos contiguos a Connor y éste ya pensaba que se iba a pasar todo el curso solo, eso si decidía ir a clase. Pero, cuando sólo faltaban dos minutos para empezar, una pareja entró por la puerta. El chico tenía el pelo liso y despeinado; mechones rebeldes se levantaban hacia el techo. La chica, por el contrario, era rubia y su pelo rizado caía ordenado y bien peinado sobre sus hombros. Los dos tenían las mejillas sonrosadas.

Y de todos los sitios que había en la clase, de todas las mesas libres, de todos los compañeros amables y simpáticos que había en el aula… tuvieron que elegir los pupitres que estaban a su lado. Tuvieron que elegirle a él.

Suspiró mientras se llevaba el vaso a los labios. El whisky le pasó por la garganta hasta su estómago y sintió una ligera sensación de ardor. Le encantaba que le ardiera la garganta de esa manera. Se echó sobre el sofá y cerró los ojos. El hielo tintineó, golpeando el cristal, cuando bajó la mano y la apoyó en su pierna. No podía dejar de pensar en las palabras de Kim.

Al fin y al cabo, quizá tenía razón. Quizá debería sentar la cabeza, plantearse de verdad el volver a estudiar y abandonar el whisky, las mujeres y a lo mejor también el tabaco. Quizá debería comportarse como la persona que el resto del mundo pensaba que era, serio, responsable y con un futuro brillante por delante gracias a su padre. Quizá.

Pero, aunque lo pensara, aunque una ínfima parte de su cabeza estuviera de acuerdo con Kim, jamás se lo contaría. Y estaba prácticamente seguro de que jamás lo llevaría a cabo.

Oyó unos pasos entrar en el salón y abrió los ojos. Kim estaba allí, vestida con una de las camisetas que él usaba para casa y que tenía un agujero a la altura del ombligo, por donde se adivinaba el brillo de su piercing. Se había recogido el pelo en un moño desordenado del que salían mechones rebeldes.

-He preparado algo de pasta… Creo que deberías comer bien por una vez.




·Cris.

martes, 12 de octubre de 2010

05. Café con leche y donuts

Se podía decir que Kim era la mejor (y única) amiga de Connor. El cómo le soportaba sus comentarios bordes y sus malos modales todavía era un misterio. Kim había sido el principal blanco de todas sus bromas, de todos los comentarios fuera de lugar, de todas las cosas que decía borracho, de sus malos actos. Pero ella, aun habiendo sido la principal perjudicada en esa relación, seguía al pie del cañón. Era incansable y, en el fondo, seguía teniendo una pequeña fe en que, en algún momento de su vida, Connor dejaría la bebida, las drogas, los somníferos y las mujeres para sentar la cabeza. Al fin y al cabo, tenía veintitrés años mal cumplidos y le quedaba toda una vida por delante.

Ambos se sentaron a la mesa y apartaron el jarrón para poder verse. Durante la primera media hora no cruzaron más de cinco palabras seguidas cada uno; la conversación entre ellos casi siempre era nula. Kim perdía la mirada más allá de la ventana de la amplia terraza y Connor la perdía entre los pechos pequeños de su amiga. No podía evitarlo.

-¿Has pensado en decorar esta casa? –preguntó Kim mientras se llevaba su donut a la boca para pegarle un pequeño mordisco.

-No –dijo solamente Connor, y dio un trago a su café.

-Venga ya. Tienes dinero de sobra y sólo te lo gastas en mujeres, alcohol y drogas. Podrías invertir un poco de ese dinero en este apartamento.

-Prefiero seguir gastándomelo en mis caprichos.

-Caprichos estúpidos.

Una sola mirada fulminante bastó para que Kim se callara y pusiera toda la atención en su donut de chocolate. Se quedó en silencio durante unos diez minutos y cuando decidió volver a hablar, el café había desaparecido de su vaso y de los donuts sólo quedaban las migas encima de la mesa.

-¿Haces algo esta tarde? Podríamos ir al cine antes de que tenga que entrar al trabajo.

-Pensaba salir –Connor se levantó y, de un rincón de la cocina, cogió un paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y, acariciándolo casi con cariño, se lo metió a la boca y lo encendió.

-Pero si es lunes…

-¿Eso me ha parado alguna vez?

-Debería.

-Pues no lo hace –dio una calada larga y el humo se escapó en finos hilos blanquecinos por las comisuras de su boca. Alargó la cajetilla de tabaco a Kim y ésta, alargando el brazo, cogió un cigarrillo. Connor le ofreció el mechero.

-Como amiga es mi obligación decirte…

-Que mis hábitos de vida no son buenos, ya lo sé. ¿Y qué? A mí me gustan. No hay más que discutir.

-Deberías estudiar.

-Lo intenté. No es lo mío, ¿recuerdas? Tú estabas allí.

-Todavía sigo creyendo que no lo intentaste lo suficiente.

-Bah.

Volvió a dar una calada profunda y larga en la que casi sintió cómo los pulmones se le llenaban de humo. Y, mientras lo echaba, se marchó de la cocina arrastrando los pies descalzos por las baldosas. Kim resopló.




Cris.

lunes, 27 de septiembre de 2010

04. Visita a las nueve

El sol de la mañana le pegaba en la cara sin piedad. Parpadeó un par de veces, intentando hacerse a la luz cegadora que entraba por la ventana, abierta de par en par y con la persiana subida del todo. Miró el reloj de su mesilla. Eran las ocho y media de la mañana y, si no recordaba mal, la última vez que lo había mirado eran alrededor de las seis menos cuarto y el cielo ya había empezado a clarear. Se estiró sobre la cama cual perro después de una larga siesta. Dos horas y media, un nuevo récord para apuntar en su historia de insomne.

Se levantó bostezando. No conseguía explicárselo pero, cada vez que dormía un poco, al levantarse se sentía renovado, como si el sueño hubiera durado doce horas.

Descalzo y en calzoncillos recorrió el amplio pasillo de su enorme apartamento. Sus pasos no sonaban y, si no fuera porque él sabía que no era un espíritu ni nada por el estilo, hubiera pensado que su presencia en esa casa era tan sólo fruto de la imaginación. Al fin y al cabo, había muchas veces que se sentía como un ser etéreo, invisible y sin necesidades humanas.

Entró en la cocina, blanca e inmaculada. La mesa supletoria estaba como el primer día, en que su tía dejó allí el jarrón con flores de plástico, vacía y limpia. Ella sólo había ido una vez a ese apartamento y no había vuelto porque sentía que ya había cumplido la promesa que había contraído con la madre de Connor: cuidar de él hasta que fuera un hombre. Sobraba decir que la mujer había pensado que, al mudarse, ya se había convertido en un hombre. Plantado en la mitad de la cocina, Connor miró el rincón donde estaba la cafetera. Suspiró al verla; no había café.

Recorrió de nuevo el camino hacia su habitación y, una vez en ella, abrió el armario para sacar unos vaqueros. Necesitaba un café y una aspirina ya y, si no lo encontraba cuanto antes, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

Pero cuando se estaba subiendo los pantalones, llamaron al timbre. No esperaba a nadie y, si de verdad lo hacía, se le había olvidado. Fue a abrir y cuando lo hizo, una cara delgada y enmarcada en unos tirabuzones rubios poco definidos se le plantó delante.

-Buenos días –dijo ella, sonriendo.

-Kim… ¿Qué se supone que estás haciendo aquí? –Connor se apoyó en la puerta medio abierta y miró a la chica a los ojos.

-Te traigo café y donuts –Kim extendió la mano, enseñándole una bolsa de papel marrón que Connor no cogió.

-No tendrás una aspirina, ¿verdad?

-Siempre llevo un bote en el bolso.

Parecía que Connor se lo estaba pensando antes de dejarla pasar. La miró de arriba abajo, como si quisiera examinar a una chica que ya se conocía de memoria. Finalmente pareció acceder y abrió del todo la puerta, haciéndose a un lado para que Kim pudiera pasar. La chica se ladeó y anduvo de costado, quedando a pocos centímetros del torso desnudo de Connor. Pero él estaba demasiado cansado como para fijarse en detalles como esos.

Kim pasó a la cocina y dejó la bolsa sobre la mesa del jarrón de flores de plástico. Se arremangó el suéter hasta los codos y luego se pasó la mano por la frente, apartándose el flequillo.

-Pensé que iba a hacer más fresco… -comentó, abriendo la bolsa de papel.

Connor, que regresaba de su habitación con una camiseta en la mano, la miró con una ceja levantada.

-Es verano, Kim, y en esta maldita ciudad siempre hace un calor de mil demonios.




Cris.

lunes, 20 de septiembre de 2010

03. Olores

Olía a una extraña mezcla entre tabaco, alcohol barato y perfume de mujer. Tan extraña que hasta a él mismo le sorprendía oler así. Y eso que podía presumir de tener experiencia en olores raros, gracias a su insomnio. Había olido la nieve a las cinco y media de la mañana cuando la furgoneta del panadero pasaba por debajo de su ventana. Había olido el sudor de una prostituta en verano. Había olido las hojas caerse en sus paseos a las tres de la mañana para refrescarse.

Era una extraña ventaja de tener insomnio: olía cosas que los demás no habían olido ni olerían en su vida.

Miró hacia el lado de la cama que ocupaba la mujer desconocida. Tenía algunos mechones de pelo en la cara, sobre la frente sudorosa, y se extendía todo lo que podía sobre el colchón. Tenía calor. Era el problema del verano en esa parte del país: era inmisericorde y, a menudo, no se podía dormir con normalidad. Connor lo notaba en que, cuando en verano se asomaba a la ventana de su dormitorio, había más luces encendidas en los edificios de alrededor.

La chica se revolvió a su lado. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo desnudo y resopló, intentado quitarse unos mechones de la frente. Se levantó de la cama y, al quedarse sentado en el borde del colchón, el somier chirrió. Debería cambiarlo, había pensado cientos de veces, pero le daba demasiada pereza y, en ese mismo instante, estaba demasiado borracho como para pensar en eso. No era por el dinero; eso le sobraba. Era porque, sencillamente, no le apetecía ir a la tienda de camas que estaba al otro lado de la ciudad y volver con un somier nuevo.

El suelo estaba frío cuando lo tocó con los pies, lo cual fue un pequeño alivio para su acalorado cuerpo. Anduvo por la habitación hasta la ventana abierta de par en par y se asomó, apoyando los codos en el marco. El aire que corría en la calle era cálido y Connor tuvo la sensación de que unas lenguas de fuego le lamían la cara.

Cogió un paquete de tabaco arrugado de encima del radiador que estaba debajo de la ventana y se llevó un cigarrillo a la boca. Mientras lo encendía, escuchó un ruido a sus espaldas. Dejó la cajetilla y el encendedor de nuevo sobre el radiador y se giró para ver cómo la chica que antes dormía tranquilamente en su cama estaba sentada en el colchón, completamente desnuda y rascándose la cabeza.

-¿Vas a volver a la cama?

-No. Y tú deberías marcharte de ella –dijo, lo más frío que pudo. La chica se le quedó mirando entre sorprendida e incrédula.

-¿Me estás echando? –preguntó, no demasiado convencida.
Connor se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una profunda calada, con la vista fija en la chica que le miraba desde la cama. Se dio unos segundos antes de responder para expulsar el humo con lentitud.

-Exacto.

En ese momento, Connor acababa de batir un récord: seguro que era el joven de menos de treinta años más odiado de toda la ciudad. Pero, aún así, siguió fumándose su cigarrillo mientras la chica se vestía y se marchaba del apartamento; eran las cuatro de la mañana.




Cris

lunes, 13 de septiembre de 2010

02. Vida nocturna

En ese preciso momento, Connor sólo pensaba en mujeres. No sabía muy bien cuáles y tampoco sabía cómo, pero pensaba en ellas. Se llevó el vaso a la boca y bebió un poco. Serían alrededor de las dos de la mañana y él no pensaba moverse de allí a no ser que el whisky del bar se terminara. En ese caso se vería obligado a pagar, renunciar y volver a casa a seguir con su insomnio.

Pero no estaba dispuesto a rendirse. Miró hacia un lado y vio a unas cuantas chicas de unos veinte años bailando junto a la pared. Sonrió para sí mismo mientras las observaba atentamente o, más bien, las examinaba. Había un par que no estaban nada mal. Sólo necesitaba que alguna de esas dos se separara del grupo para poder ir a por ella. Era como una especie de táctica de cazador-presa: espera a que tu objetivo se quede solo y sin la protección de la manada para poder ir a por él.

La oportunidad se le presentó pronto. De las dos chicas, una se inclinó hacia una de sus amigas, le dio algo al oído y entonces empezó a andar en su dirección. Era la más mojigata, con sus vaqueros pitillo y su suéter a rayas.

Cuando pasó a su lado, Connor le tocó ligeramente el brazo. Ella se volvió.

-¿Puedo invitarte a una copa?

Por su sonrisa, su ligero asentimiento con la cabeza y su “claro” susurrado, Connor supuso que había dado con la chica adecuada. Y efectivamente.

A los veinte minutos, los dos estaban montados en su coche.




Cris

viernes, 10 de septiembre de 2010

01. Manual de supervivencia

El reloj de su mesilla decía que eran las tres y media de la madrugada. Llevaba metido en la cama desde más o menos la medianoche y no había conseguido dormir ni un mísero minuto. Suspiró. Hacía un calor de mil demonios y, aún con la ventana abierta de par en par, seguía sudando como un pollo. La sábana se le pegaba al torso desnudo, de tan empapado que estaba en sudor.

Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, con la luz que entraba de la calle como única manera de ver lo que le rodeaba. La habitación estaba prácticamente vacía, no se había molestado en decorarla lo más mínimo. No le gustaba decorar, pensaba que era estúpido y que sólo valía para gastarse un dinero que podría invertir en otras cosas.

Volvió a suspirar. Odiaba no poder dormir. Abrió lentamente el primer cajón de la mesilla de noche, en la que guardaba prácticamente todo lo que le importaba que estuviera en esa habitación, y sacó un pequeño bote de pastillas para dormir. No confiaba demasiado en ellas, pero al menos le dejaban atontado y era como sumergirse de nuevo en un sueño casi reparador.

Se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, bote de pastillas en mano, y allí se sirvió un vaso de whisky sin hielo. Abrió el bote y dejó que tres pastillas cayeran en la palma de su mano. Quizá eran demasiadas, pero así conseguiría un mayor efecto. Seguro que el doctor no estaba de acuerdo con ello, pero le daba más bien lo mismo; era su vida. Un médico del tres al cuarto no tenía por qué decir qué hacer o qué no hacer con su vida por las noches.

Se metió las tres pastillas a la boca y después se bebió todo el whisky de su vaso. Lo dejó en el fregadero, para marcharse después con paso lento y arrastrando los pies hacia su cama. Qué sueño tenía...




Cris

jueves, 20 de mayo de 2010

Héroe (o sobre los encuentros a las nueve de la mañana)

[Para Diana]




Durante unos segundos, dejé la lectura a un lado para mirar la hora en el reloj. Las nueve menos veinte; todavía faltaban veinte minutos para que empezara la clase. A veces, aún estando a punto de terminar el curso, me preguntaba por qué demonios iba a la facultad tan pronto. Y siempre me respondía de la misma manera: porque sólo podía ir a esa hora.

Suspiré y miré a mi alrededor, masajeándome el cuello entumecido por la misma postura. La sala estaba completamente vacía, a excepción de mí. Por un momento, me pareció ser la única estúpida de toda la facultad a la que se lo ocurría ir a esas horas a aquel sitio... Los demás, todos, tenían cosas mejores que hacer.

Pero, en el fondo, tenía que admitir que aquello me gustaba. Sonreí y volví a enfrascarme en la lectura.

De repente, oí un sonido ahogado. Como una melodía. Como las cuerdas de una guitarra siendo pulsadas por unos dedos hábiles y precisos en una habitación cercana. Levanté la cabeza, como si eso me fuera a ayudar a saber qué canción sonaba. Pero no lo hizo, y la melodía seguía sonando y sonando...

Me levanté de la silla, sin saber muy bien qué hacía o por qué, y guardé el libro en la bandolera, que después me eché al hombro. Ni siquiera arrimé la silla a la mesa, para no dejar de oír aquella melodía que me atraía y me repelía a la vez. Empecé a andar hacia la salida y, guiada por la música, acabé delante de la puerta de la que parecía salir. Llamé tímidamente con los nudillos y entré inmediatamente, no fuera a arrepentirme antes de que me abriera.

Y allí, sentado sobre una mesa, con los pies sobre la silla y una guitarra en el regazo, había un chico que me miraba sorprendido.

- L-lo siento -dijo-. No pretendía molestarte... Mejor dejo de tocar.

- No, tranquilo -enarbolé una de mis más cálidas sonrisas e hice un gesto con la mano, restándole importancia-. Si no me molestabas... es más, me gusta cómo tocas.

Su mirada era de fuego y yo sentía que me derretía cuando clavaba sus ojos en mí. Creo que hasta me sonrojé cuando me sonrió con una sonrisa de niño travieso y se rascó la nuca.

- Gracias... -comentó, algo azorado. Comprendí que se sentía un poco incómodo.

- ¿Qué tocabas? -dije, dando un par de pasos al frente y acomodando la bandolera sobre mi hombro.

- Héroe... -negué con la cabeza mientras me sentaba en una mesa, a una distancia prudencial de él, para que no se sintiera incómodo. Tocó un acorde-. ¿Quieres que la vuelva a tocar?

Sonreí.

- Me encantaría...

Empezó a tocarla, y esta vez se acompañó a sí mismo con su voz. Cantaba bajito, como con timidez, como si fuera un simple susurro... Como si aquello fuera una especie de ritual íntimo, personal e intransferible... Sólo suyo y mío. La sola idea de pensarlo me hizo sonrojarme y creo que él lo advirtió, por su sonrisa traviesa.

Cuando terminó de tocar me abstuve de aplaudir, tan solo sonreí. Nos quedamos mirándonos unos segundos en silencio, antes de que yo me acordara de la hora que era y mirara el reloj, alarmada. Las nueve menos cinco. Hora de irse... lamentablemente.

Bajé de la mesa de un salto.

- Lo siento, tengo clase... -él pareció triste.

- Que te vaya bien -dijo, y sonrió amargamente.

Anduve hacia la puerta y, antes de salir por completo de la sala, me giré hacia él y le miré directamente a los ojos.

- Nos vemos otro día...

Y salí corriendo, aunque realmente no quería, hacia mi clase de las nueve, dos pisos más abajo.

martes, 2 de febrero de 2010

Una tarde de finales de Julio.

Conocí a Eric una tarde de finales de Julio en la fiesta de una amiga. Litros de alcohol y mucha imaginación revoloteando por una sala demasiado pequeña para los dos. No sabría decir exactamente qué sentir cuando le vi sonreírme por primera vez, pero puedo decir que quise que nunca se borrara de mi mente.

Poco a poco nos fuimos conociendo mejor. La imaginación era su mejor baza. Y la rutina que no era tal también. Era un artista, un bohemio, un noctámbulo, un mago. La vida junto a él ese verano me pareció tan maravillosamente cotidiana y absurda que me encantó. Quizá en él no buscase emociones fuertes, quizá no buscase cambios. Quizá no buscase nada en especial. Y creo que no buscar nada en especial fue lo que me hizo sorprenderme a cada día.

¿Sorprenderme? ¿De qué? De que me llevara al cine. De que echáramos una cabezada a la orilla del río mientras el sol se ocultaba. De que me cantara canciones desconocidas para mí. De que me sonriera con esa naturalidad que parecía olvidada. De que mis días parecieran cotidianos y, a la vez, coloreados con la diferencia que marcaba un día a su lado. De que todo fuera tan absurdo que cobraba sentido con una facilidad pasmosa.

A su lado aprendí que, por muy cotidiana que sea la vida, todo tiene su punto de color. Su punto diferente. Aprendí que la vida son dos días y que en cualquier momento tu corazón puede dejar de latir, aunque no sé en qué momento aprendí eso si fue cuando me miró por primera vez o cuando desapareció de mi lado.

Porque también aprendí con él que las oportunidades pasan una vez en la vida. Que la oportunidad de tener cierta rutina absurda en tu vida al lado de una persona como él sólo pasa una vez. Y, una vez pierdes el tren, no va a volver. Al igual que Eric.

Después de aquello, de sorprenderme, de enseñarme, de quererle... Desapareció. Y maldita yo que no supe aprovechar la oportunidad.

martes, 19 de enero de 2010

Asesino

No conozco mi nombre. Ni siquiera sé si alguna vez tuve nombre. De mi vida pasada sólo recuerdo la nieve, esa nieve fría y blanca que me rodeaba y agarrotaba mi cuerpo. Lo siguiente fue la calidez de una cama y la luz de una pequeña lámpara.

Lo único que sé de mi mismo es que me educaron para ser una máquina de matar. Me pusieron un revólver en la mano, me enseñaron cómo usarlo y me sacaron a la calle, donde tendría que poner a prueba mi frialdad como asesino y mi apatía como humano.

En las calles sólo había suciedad, pobreza y escombros, restos de aquella maldita guerra de la que yo había sido partícipe. El tono gris de los edificios era el mismo del cielo, que parecía que se resquebrajaría sobre nosotros de un momento a otro, igual que las casas que me rodeaban.

Mi tarea: buscar supervivientes, hacer que confesaran y, si no lo hacían, matarles. Si confesaban, también les tendría que matar.

No sentía nada cuando veía la sangre caer de la herida de bala que mi revólver había causado en sus cuerpos indefensos, ni cuando su cuerpo caía muerto al suelo, la poca vida que les quedaba arrancada de cuajo.

Generalmente, las pocas confesiones que conseguía no servían para nada. La mayoría decía que habían tenido escondidos en sus casas refugiados revolucionarios antes de la guerra, o que habían robado a los soldados. Eso no me importaba lo más mínimo. Buscaba traidores. Estaba entrenado para encontrarlos y era mi único objetivo. Quería una confesión que me revelara que esa persona había fallado a lo que a mí me enseñaron a llamar “mi Bandera”.

Los traidores a mi bandera eran aquellos que se habían revelado en contra del gobierno. Me contaron que en la ciudad en la que estaba había habido un reducto de revolucionarios. Pero, antes de que yo llegara, habían arrasado la ciudad y sólo quedaban algunos que se habían refugiado bajo tierra. Y si entre ellos quedaban todavía revolucionarios, acabarían en mis manos y en las de quienes me enviaban.

Pero si había, se escondían muy bien. Bastante bien. En los dos meses que llevaba rastreando las calles sólo había encontrado a dos revolucionarios. Y creía haber matado a toda la población. No podían quedar muchos.

Al menos, no que yo hubiera visto. Aunque estaba convencido de que sólo yo caminaba por esas calles, los protectores de “mi Bandera” me obligaban a seguir buscando, interrogando y disparando. Un día tras otro, un día tras otro.

Había perdido la cuenta de las balas que había disparado, las vidas que había robado, las almas que había destrozado, las gotas de sangre que habían derramado las heridas que yo había causado.



Era diferente. Era diferente y lo sabía. Y además era también consciente de que esa acusada diferencia sería la causa de mi muerte. Me perseguían por ello y no tardarían en encontrarme, porque a sus rastreadores sólo les quedaba una parte de la ciudad por mirar: el distrito en el que yo me encontraba.

Estaba escondida en un garaje subterráneo medio derruido y calcinado. Los escombros y las cenizas eran mi único lecho, y los coches quemados eran mi única compañía. Pero no podía quejarme; estar muerta sería peor.

Tenían razones para buscarme. Y no sólo el hecho de que fuera diferente, si no también el hecho de que, por esa diferencia me había revelado contra la bandera, el símbolo de poder y gobierno de aquel país en guerra.

Guerra que habíamos provocado yo y otros como yo, que no estábamos aceptados, sencillamente, por ser diferentes.

Sabía que tarde o temprano oiría unos pasos en el garaje, sabía que no tardarían mucho en llegar a mi escondite, a mi improvisado hogar subterráneo. Lo único que podía hacer era esperar y pedir al cielo, si era cierto que había todavía algo allá arriba, que vinieran cuanto antes. Ya me había cansado de aquel lugar frío, húmedo y solitario.

Aun así, lo peor de todo ya había pasado. Aquel garaje se había convertido en mi refugio meses antes de que la guerra terminara y los rastreadores empezaran a buscar a los supervivientes.

Y antes no estaba sola. Mis compañeros habían ido cayendo uno a uno, poco a poco.
Recuerdo que desde nuestra posición se oían los pasos en la calle, los gritos de las madres angustiadas y los niños aterrorizados que buscaban un lugar seguro, un lugar donde refugiarse de las bombas y los disparos. Generalmente no lo encontraban y morían bajo el fuego de metralla con un grito todavía en la garganta. Y nosotros lo oíamos todo. Cada vez que sucedía eso o algo parecido, alguien derramaba una lágrima en silencio.

Algunos de mis compañeros, los que no habían tenido la fuerza necesaria para aguantar los constantes asesinatos que oíamos cometer, saltaban a la calle con los brazos en cruz, gritando que eran revolucionarios. Los soldados del gobierno apretaban el gatillo antes de que pudieran gritar su propio nombre. En esos momentos, era yo la que lloraba en silencio, como tantos otros.

Poco a poco me había ido quedando sola. Agazapada en mi rincón, resguardada del frío y de las goteras, veía cómo mis compañeros, presos de la desesperación, saltaban a la calle en busca de una muerte rápida. Otros caían en medio del suelo del garaje, muertos por razones obvias, pero que nos daba miedo pronunciar en voz alta: miedo, cansancio, hambre, debilidad y enfermedad, nuestros peores enemigos después de los soldados. Y a ellos, los que morían dentro, aunque nos doliera, los sacábamos a la calle en plena noche. A la mañana siguiente no estaban donde los habíamos dejado. Nos consolábamos pensando que les iban a llevar a un lugar donde descansarían en paz de una vez por todas.

Cuando me quedé completamente sola, había suficientes víveres para unos pocos días y, apurándose mucho, para una semana escasa. Ahora se me estaban acabando y no habían durado ni tres días. Era perfectamente consciente de que mi tiempo de vida llegaba a su fin. Si no era de un disparo, moriría de hambre, cansancio o de alguna otra cosa. Pero moriría igual, tarde o temprano, fuera por lo que fuera.

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Pues bien, eso decía que a mí ya no me quedaba nada. Ya había perdido toda la esperanza en la supervivencia.

Iba a morir... y lo sabía.




Me adentré en el último distrito que me faltaba por rastrear. Si todavía quedaba algún revolucionario vivo, estaba en aquel lugar. No se movían, por miedo a que les descubriéramos mudándose de escondite. La ciudad estaba plagada de rastreadores, así que alguno, tarde o temprano, les vería corretear por aquellas calles como si fueran ratones huyendo del gato.

Era una zona difícil de rastrear, porque era la zona más derruida de toda la ciudad. Costaba creer que alguien estuviera todavía allí, que hubiera sobrevivido a los ataques que aquel distrito había sufrido.

Convencido de que no encontraría nada, dirigí mis pasos por una rampa que, sospechaba, llevaría a algún garaje subterráneo o algo parecido.



Ya oía las pisadas, esas pisadas que había estado esperando tanto tiempo. Inconscientemente y llevada por un miedo irracional, me agazapé más en la oscuridad que me envolvía como un manto negro, esperando que no me encontrara. Pero era inútil, porque aquellos rastreadores asesinos hacían bien su trabajo. Habían sido educados, por no decir creados, para encontrar cualquier cosa que todavía viviera en esa ciudad.

Oí los pasos cada vez más cerca. Se me antojaban los pasos de la mismísima Muerte. Me la imaginé vestida de negro, con una capucha ocultando su verdadero rostro huesudo y nacarado y una larga y afilada guadaña en la mano, tal y como la habían imaginado nuestros ancestros, y tal y como me habían enseñado a imaginarla.

Pero el aspecto de aquel soldado distaba bastante de la imagen que yo había creado en mi mente. Era un niño, un crío que no alcanzaría los doce años, que vestía con ropas de adulto que, por supuesto, le quedaban holgadas. En la mano, el revólver que habría de ser el arma que acabaría con mi vida. Daba la impresión de estar rastreando el destartalado garaje.

Ya era hora... Ya era mi hora.




Aquel sitio era la imagen de todos los horrores y terrores de la guerra concentrados en un solo punto. Fuego, frío, muerte, metralla, humedad... Todo estaba allí. Si alguien había vivido en aquel sitio, ese era el cadáver que yacía a mis pies en avanzado estado de descomposición. Me tapé la nariz, pues su hedor me espantaba hasta a mí. Si no fuera por el cumplimiento de mi trabajo, me habría marchado de allí inmediatamente, suponiendo que nadie había tenido las agallas de mantenerse escondido allí. Un humano normal hubiera sentido compasión por aquel pobre diablo que había muerto en ese garaje húmedo y solitario. Sin embargo, yo no.

Pero había alguien más a parte de mí y ese cadáver en el garaje. Algo estaba agazapado en un rincón, como si pensase que podía esconderse de mí arropándose en las sombras. Claro, eso era imposible. Cuando me acerqué no dio muestras de querer huir, sino que se quedó en su sitio, esperando que yo llegara con mi revólver en alto, le preguntara, y luego disparara. Una actitud muy digna, he de reconocerlo.

Pero la dignidad no le iba a ayudar en nada en su situación actual.



El crío se acercó a mí. Me recordaba a mi hermano, era tan pequeño... Si no tuviera el revólver en la mano, preparado para ser apuntado hacia mí, habría pensado que era adorable.

-Es... inadmisible. Ahora crean niños asesinos –murmuré. Eran las primeras palabras que pronunciaba en semanas y el simple sonido de mi voz ronca me asustó. Pensé que habría perdido el habla, pero me había equivocado.

-¿Perdón? –dijo el niño con una voz dulce, pero extrañamente fría.

-¡Eres un crío! ¿No crees que esto no es lo que deberías hacer? ¡No tendrías que ir por las calles matando supervivientes y recargando tu revólver cada dos por tres! Este no es tu mundo, pequeño, no lo es.




Debería haber matado a esa chica sólo por lo impertinente que se mostró. Pero, no sé porqué, no alcé el revólver hacia su frente y, menos aún, disparé contra ella, acabando con su ya de por si penosa vida. Por alguna extraña razón, aquella chica me había dejado paralizado.

-¡Vamos! ¡Mátame! Es lo que tienes que hacer, ¿no? Es tu único cometido en este mundo, tu única tarea.

-Antes tengo que hacerte unas preguntas...

-Nombre, prefiero no acordarme de él, y no sé si lo conseguiría si lo intentara. Procedencia, supongo que esta maldita ciudad. He vivido en tantos sitios que ni siquiera me acuerdo cuál fue el primero. ¿Soy una revolucionaria? Mira, a eso si que puedo responder. Si, soy una revolucionaria. Ahora mismo quemaría vuestra bandera si no fuera porque sólo me quedan fuerzas para hablar.



Tristemente, lo que acababa de decir era cierto. No me acordaba de mi nombre, no sabía de dónde procedía. De pequeña fui muchas niñas, pero siempre fui la misma. Supongo que era la pega de ser una niña adoptada para sustituir a una hija perdida o para lo que fuera para lo que me querían mis padres de acogida. Y lo único que sabía a ciencia cierta sobre mi infancia era que tenía un hermano que murió una tarde en la guerra. Un hermano carnal.

-Pues ahora tendré que matarte.

Pensé que no lloraría llegado el momento, pero me equivoqué. Mientras le vi alzar el revólver y apuntar a mi cabeza, las lágrimas recorrieron mis mejillas. No lloraba de tristeza, ni de miedo, sino de alivio. Una sonrisa, quizá macabra, no lo sé, se dibujó en mi cara.

-Gracias...




Disparé. La vi caer muerta al instante, su cuerpo inerte después del disparo. Pero aunque no había querido oírlo, lo había hecho, había oído lo que aquella chica me había dicho antes de que la disparara y la asesinara. Me había dado las gracias. ¿Las gracias? ¿Por qué? Los condenados a morir por ser quienes eran me habían dicho de todo cuando se estaban enfrentado a la muerte frente a frente. Desde súplicas hasta rezos, antes de encontrarme con esa chica del garaje creí que no me quedaba nada por oír.

Pero, al parecer, me había equivocado. Un agradecimiento era lo único que no me esperaba recibir de los labios de una mujer que está apunto de morir.

Di la vuelta, dispuesto a seguir con mi tarea de buscar supervivientes y posibles revolucionarios. Pero, sin motivo ni razón aparente, no pude. No fui capaz de dar unos pasos y alejarme de aquella tumba. Las rodillas empezaron a temblarme y me empecé a sentir mareado y con ganas de vomitar. Jamás me había sentido así. Caí arrodillado en el sucio suelo de aquel sucio garaje y me llevé las manos a la cabeza; la sentía a punto de explotar.

En mis oídos sonaba todavía la voz de aquella chica dándome las gracias y no estaba seguro de si no sonaba también en el garaje, como si fuera un eco maldito que no se apagaría jamás, como si intentara volverme loco y martirizarme.

Me miré las manos. Aunque no había tocado sangre con ellas las veía rojas y ensangrentadas. La vista se me empezó a nublar y pensé que sería efecto del mareo. Pero pronto las lágrimas, esas gotas saladas que tantas veces había visto salir de los ojos de mis víctimas pero ninguna vez de los míos propios, empezaron a caer por mis mejillas y a golpear con un monótono repiqueteo el suelo.

-No... –susurré, intentando tapar con mi voz la voz de la chica, que seguía sonando en mis oídos.

Pero no sirvió para nada. Incluso parecía que el eco subía de volumen.

-¿En qué me he convertido? –volví a susurrar, pues la voz no me salía de la garganta-. ¿Por qué he acabado aquí? ¿Por qué he acabado así?




Shurha

martes, 12 de enero de 2010

La cenicienta que no quería perder el zapato.

Había vivido incontables veces el mismo cuento. Sí, el cuento de siempre, el de todas las noches antes de irse a dormir, el de todas las madrugadas cuando el sueño no visitaba a aquella niña que crecía a pasos agigantados. Sí, el mismo cuento. Su propio cuento. Y estaba realmente cansada de él.

Se lo sabía de memoria. Ella, una joven e inexperta muchachita de campo que trabajaba para su malvada madrastra y sus insoportables hermanastras. Él, un príncipe apuesto y deseado que buscaba una chica con la que casarse y heredar el reino de su padre. Y después aquel condenado baile, en el que conocería, de rebote, al príncipe azul de sus sueños y que, además, quedaría prendado de ella. Y aquel hechizo que desaparecería a las doce. Y cuando las campanadas sonaran, ella bajaría corriendo las escaleras y escaparía, perdiendo su zapato de cristal.

Y a la mañana siguiente, el príncipe, enamoradísimo, haría buscar a la propietaria de aquel zapato. Y la encontraría, de rebote, y no se podría ni imaginar que fuera ella, una joven e inexperta chica de campo que trabajaba para su madrastra y sus insoportables hijas. Pero sí. Y la llevaría a su palacio, y se casarían y serían felices para siempre... Sí, para siempre. Menudo aburrimiento. Estaba cansada de vivir lo mismo día tras día, noche tras noche. A las niñas les encantaba y jugaban a ser ella. Pero cuando hubieran vivido cien veces la misma historia, no les gustaría tanto.

Pero, ¿qué podía hacer? La historia estaba escrita con tinta indeleble en las mentes de todas las niñas del mundo, y en las de sus madres. Había formado parte de su pasado, de su presente, y formaría parte, también, ¿por qué no?, de su futuro. Así que estaba condenada a seguir viviendo la misma historia una y otra vez, una y otra vez. Y no quería.

Así que, una noche, cuando el Hada Madrina acababa de llegar para proporcionarle aquel vestido blanco, aquella carroza que era una calabaza y aquellos zapatitos de cristal que ella tanto aborrecía, se plantó frente a ella y dijo:

- Estoy harta de mi historia, del final feliz porque él lo diga, de las mismas palabras día tras día -el Hada Madrina la miró sorprendida, pero ella siguió hablando, enfurecida. Y terminó, diciendo-: ¡Dejadme vivir la historia que yo quiera vivir!

Y así, mojadas las mejillas con lágrimas de rabia, abandonó el patio de aquella maldita casa, abandonó aquella ciudad que tantos disgustos la había dado, y abandonó su historia, rumbo a nuevos cuentos que, sabía, la acabarían cansando. Pero quería nuevas palabras, nuevos finales, nuevos personajes. Y, sobre todo, no quería volver a perder aquel condenado zapato para que el condenado príncipe fuera a buscarla a su condenada casa para llevarla a su condenado castillo y ser, una vez más y para siempre, condenadamente felices.

El para siempre sonaba demasiado lejano y aburrido...

domingo, 3 de enero de 2010

Dust in the Universe

Nunca pensaste que llegarías a quererle tanto. Y tampoco que llegarías a amarle. ¿Cómo era posible? Un chico tan poco parecido a ti, que frecuentaba todos aquellos círculos que tú ni te atrevías a mencionar, por miedo, que tenía todos aquellos sueños. Tú, en vez de tener sueños, tenías hechos.

Tenías todo lo que querías, excepto alguien que te quisiera. Sentías una especie de vacío en el corazón, como si te faltara algo. Quizá lo que te faltaba eran unos brazos que te pudieran abrazar cuando tú más lo necesitases. Pero, desgraciadamente, eso el dinero no lo puede comprar.

Y, sin saber muy bien cómo, fijaste tus ojos mimados en aquellas gafas viejas y en aquel flequillo despeinado por el viento. Pero en el mismo momento en que sonreíste al verle, supiste que aquello no podía ser. Él era un chico de la calle. Tú, una especie de dama moderna. Y lo que os separaba era demasiado grande: una frontera de siglos de clases sociales.

Quizá era tu orgullo de casta lo que te tiraba hacia casa. Sabías que te atraía, pero no querías reconocerlo. Para contrarrestarlo, gritabas que eras mejor e incapaz de fijarte en alguien como él. ¡Pero bien sabe tu almohada por tus lágrimas nocturnas que no era cierto! Era tan sólo una tapadera para aliviar el dolor de saber que, aunque no te creyeras ni mejor ni superior, juntar vuestros labios era prácticamente imposible. ¿Cómo se iba a imponer él una meta tan alta?

Pero así lo hizo. Un día, paseando por las calles que cada vez te parecían más tristes, vuestras miradas se encontraron y él se quedó parado en medio de la acera. Te detuviste a su lado y le miraste a los ojos. Él te respondió a la mirada con una sonrisa.

Y en ese momento te sentiste capaz de borrar y derribar todas las barreras que los siglos habían construido entre vosotros.