martes, 2 de febrero de 2010

Una tarde de finales de Julio.

Conocí a Eric una tarde de finales de Julio en la fiesta de una amiga. Litros de alcohol y mucha imaginación revoloteando por una sala demasiado pequeña para los dos. No sabría decir exactamente qué sentir cuando le vi sonreírme por primera vez, pero puedo decir que quise que nunca se borrara de mi mente.

Poco a poco nos fuimos conociendo mejor. La imaginación era su mejor baza. Y la rutina que no era tal también. Era un artista, un bohemio, un noctámbulo, un mago. La vida junto a él ese verano me pareció tan maravillosamente cotidiana y absurda que me encantó. Quizá en él no buscase emociones fuertes, quizá no buscase cambios. Quizá no buscase nada en especial. Y creo que no buscar nada en especial fue lo que me hizo sorprenderme a cada día.

¿Sorprenderme? ¿De qué? De que me llevara al cine. De que echáramos una cabezada a la orilla del río mientras el sol se ocultaba. De que me cantara canciones desconocidas para mí. De que me sonriera con esa naturalidad que parecía olvidada. De que mis días parecieran cotidianos y, a la vez, coloreados con la diferencia que marcaba un día a su lado. De que todo fuera tan absurdo que cobraba sentido con una facilidad pasmosa.

A su lado aprendí que, por muy cotidiana que sea la vida, todo tiene su punto de color. Su punto diferente. Aprendí que la vida son dos días y que en cualquier momento tu corazón puede dejar de latir, aunque no sé en qué momento aprendí eso si fue cuando me miró por primera vez o cuando desapareció de mi lado.

Porque también aprendí con él que las oportunidades pasan una vez en la vida. Que la oportunidad de tener cierta rutina absurda en tu vida al lado de una persona como él sólo pasa una vez. Y, una vez pierdes el tren, no va a volver. Al igual que Eric.

Después de aquello, de sorprenderme, de enseñarme, de quererle... Desapareció. Y maldita yo que no supe aprovechar la oportunidad.