jueves, 30 de diciembre de 2010

10. Luces de club de alterne urbano

Sabía por el ruido que hacían sus medias al rozar la una contra la otra que Tara seguía en la habitación. Podía imaginarse cómo le miraba con los ojos achinados de odio y resentimiento mientras cruzaba y entrecruzaba las piernas, sentada como estaba en la banqueta alta junto a la encimera del mini bar. Se llevó el perfil del vaso a los labios y probó un poco del whisky que le había servido. Era su quinta copa y, aunque desde el primer momento había descubierto que era malo con avaricia, seguía bebiéndolo; no había nada más en el mini bar que le gustara.

-Todavía no me has dicho a qué has venido –murmuró Tara, rompiendo el silencio; las carcajadas del piso de arriba habían parado.

-No te lo pienso decir, Tara, así que no insistas.

-¿Por qué eres tan borde, Connor? –a sus espaldas oyó el sonido del roce de las medias de Tara; se la imaginó cruzando y descruzando las piernas, digna de la mismísima Sharon Stone en Instinto básico.

-¿Y tú por qué hablas tanto? –un trago más, y se sentía un poquito más cerca de la total inconsciencia-. ¿Dónde está Kim?

-Vaya, algo que no es una bordería… -oyó cómo se bajaba de la banqueta y caminaba lentamente hacia él. Cada vez oía los pasos más cerca, hasta que se pararon, supuso que justo a sus espaldas. Notó cómo una mano bajaba lentamente por su hombro hacia su pecho, acariciándole por encima de la camisa. La mano se separó de su cuerpo sin que él se inmutara lo más mínimo-. Está arriba, con un cliente que ha pagado una buena cantidad para pasar la noche entera con ella. Sabes que lo vale.

Los pasos de Tara se dirigían hacia el lateral del sofá, seguramente dispuesta a darle la vuelta. A Connor le daba igual que Kim valiera todo el dinero que ese hombre había pagado por ella, sino que iba a estar toda la noche con él. A pesar de todo, su cara no cambió de expresión.

La chica apareció a su lado, subida en sus altos tacones y con la piel brillando por un sudor perlado; Connor se dio cuenta en ese momento de que hacía mucho calor, de que el ambiente estaba viciado, de que estaba impregnado de sudor y que la ventana del salón ni siquiera estaba abierta. Tara se fue acercando a él mientras se llevaba el vaso a los labios.

-¿Toda la noche? –inquirió él.

-Cada segundo.

-¿Ha pagado todo ya?

-Cada céntimo.

Tara se bebió lo que quedaba de whisky en el vaso de un trago; los hielos tintinearon cuando lo dejó sobre la mesa de cristal frente a ellos. La mirada de Connor fue directamente al cuerpo de la chica, enfundado en satén rojo, ajustado. No pudo evitar imaginarse a sí mismo arrancándole el vestido con fuerza y acariciando aquella piel morena que brillaba por el sudor traicionero.

Se acercó a él. Connor la miró.

-Hace mucho que no nos acostamos –ronroneó.

-No he venido a eso, Tara.

-Lo sé. Pero ya que Kim está ocupada, puedes aprovechar. Es un día de diario y pronto, así que no tendremos muchos clientes. No tendré que atender la barra. Además, una de las chicas tiene el día libre y hay una habitación vacía…
Tara se sentó a su lado. Su perfume era intenso y sí era cierto que hacía mucho que los dos no hacían el amor, principalmente porque llevaba mucho tiempo sin ir al burdel.

-Además, sabes que a ti no te cobramos. Eres amigo de Kim y estrictamente yo no soy una chica de Margot.

-Trabajas para ella –la mano de la chica se posó en su muslo y él pudo sentir cómo le miraba con avidez. Intentó permanecer impasible, pero con aquellos ojos oscuros mirándole, aquellos labios redondos y carnosos, aquellas piernas que se pegaban a él, aquella piel que rezumaba perfume penetrante, la misión era imposible.

-Pero a mí no me pagan por acostarme con hombres.

El choque de sus labios fue brutal, casi hasta doloroso.




Shurha.

martes, 14 de diciembre de 2010

09. Trabajo de noche

A veces se olvidaba de que Kim trabajaba. Porque era como si nunca trabajara: le visitaba a veces por la mañana temprano, se podía permitir quedarse a comer a su casa si quería, solían ir al cine a media tarde cuando en la cartelera había alguna película que les interesaba a los dos y casi nunca, a no ser que fueran las diez de la noche o después, tenía prisa.

Para Connor, el trabajo de Kim era prácticamente inexistente.

Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Sorprendentemente, una ligera brisa empezaba a soplar y le revolvía el pelo, pero no hacía como para ponerse la chaqueta donde repiqueteaban las aspirinas dentro de su bote. Se sorprendió pensando en Kim, en cómo caminaría lentamente a través de las calles del centro hacia su pequeña buhardilla, decorada con estilo y buen gusto, en qué música se habría puesto en el móvil para que la acompañara en el camino a su casa, en cómo se vestiría para ir a trabajar.

Le solía pasar con Kim. Después de estar toda la tarde con ella y ver cómo compartía con entereza y buen humor sus silencios y sus pocas ganas de hablar, se pasaba toda la noche pensando qué sería de ella. A veces incluso se bebía un trago a su salud.
Anduvo hacia su casa y subió lentamente las escaleras hasta el rellano de su piso. Entró en casa y dejó las aspirinas sobre la mesa de la cocina. Entonces vio los platos sucios en el fregadero y se volvió a acordar de Kim. Miró el reloj de su muñeca: las nueve y media. A esa hora ella ya estaría saliendo de su apartamento, cogiendo su pequeño utilitario y marchando a trabajar.

Suspiró. Le gustaba la rutina y adoraba su rutina en particular. Y tenía que venir una mujer que conocía desde hacía un par de años para fastidiarle las noches. Cogió las llaves y salió de casa, bajando las escaleras de tres en tres, con grandes zancadas que lo abarcaban todo.

Su coche, el viejo Porsche que había sido de su padre y que él se negaba a cambiar por manía, pereza o a saber qué, le esperaba aparcado a la vuelta de la esquina. Todavía conservaba la abolladura en la puerta trasera izquierda que le había hecho el primer día que cogió ese coche borracho, hacía un par de años y no iba a arreglarla por el mismo motivo por el cual no cambiaba de coche. El motor rugió cuando giró la llave en el contacto y, cuando se estabilizó, el pequeño ronroneo le meció mientras sacaba el coche del hueco entre un Mercedes nuevecito y un Opel. Maniobró con maestría y, cuando se hizo con la carretera, salió pitando, doblando la esquina a la derecha. Recorrió las calles de la ciudad hasta la punta contraria, un barrio residencial con chalets con dos jardines, sótano y garaje propio. Se metió en una callejuela que daba a la calle principal y buscó entre los números dorados de las casas el 47; lo encontró prácticamente al fondo de la calle.

Dejó que el Porsche se deslizara dulcemente hasta el hueco que le esperaba frente a la casa de al lado de la número 47 y apagó el motor. Antes de bajar del coche, sacó de la guantera un paquete de tabaco sin empezar y sacó un cigarrillo; el corazón le latía a mil por hora y necesitaba un par de caladas, así que se metió el cigarro en la boca y lo encendió con el mechero que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón.

El humo azul se convirtió en virutas que flotaban a su alrededor y le velaban la vista. Frente a él, una farola parpadeaba a punto de fundirse. El silencio era impenetrable, típico de un barrio residencial donde los coches no pasan a menudo y nunca sucede nada. De repente, se oyó una risa que desgarró la noche. Venía del número 47 y se prolongó unos segundos más, acompañado de una carcajada profunda y masculina. Se giró en el asiento y pudo ver cómo una luz se encendía en el piso superior. Suspiró y apagó el cigarrillo en el cenicero del coche.

-Vale, ya voy… -dijo, fastidiado. Cerró la puerta del coche de un golpe y dio un par de zancadas hasta la casa. La verja estaba abierta y pudo entrar sin dificultad, al igual que la puerta de entrada. Cuando puso un pie en el recibidor, una oleada de perfume femenino le invadió las pituitarias y una sonora carcajada masculina que venía del piso superior le aturdió.

Al sonido de sus pasos acudió una chica de color, de apenas veinte años y con el pelo entero trenzado. Enfundaba su piel sedosa en un vestido rojo, ajustado y brillante que hacía juego con su sonrisa de cortesía. Al reconocerle, la mueca cambió y se convirtió en una ceja alzada y en una media sonrisa. Se apoyó en el marco de la puerta y la mirada de Connor fue a parar a sus piernas largas y delgadas, enfundadas en unas medias negras.

-Vaya, Connor, ¿qué te trae hasta aquí? ¿Placer? ¿Asuntos de dinero? ¿Qué es esta vez?

-Cierra el pico, Tara, y tráeme una copa.

Tara resopló.

-Menudo humor de perros tenemos esta noche… No sé si así alguien querrá acostarse contigo, Connor.

-Me importa una mierda.

-No sé cómo Kim puede aguantarte, de verdad.

-No es asunto tuyo, Tara –empezó a andar y se metió en la habitación de la que había salido la chica; estaba decorada como lo estaría un burdel de mala muerte de tener un salón. Cada vez que entraba ahí, le daban ganas de arrancar el papel pintado de la pared, de romper de un cabezazo la mesita de cristal, de coger un cuchillo y rajar de arriba abajo la tapicería del sofá rojo y de asaltar el mini bar que estaba debajo de una encimera al fondo del salón.

Se tiró sobre el sofá y dos minutos después sintió cómo el cristal frío de un vaso se apoyaba en su hombro. Se lo arrancó de los dedos a Tara y se lo bebió de un trago. Le devolvió el vaso a la chica.

-Así te pudras en tu whisky –escupió ella y fue a servirle otra copa.

viernes, 10 de diciembre de 2010

08. Helado de vainilla

La chaqueta de Connor descansaba sobre su brazo, con el bote de aspirinas en el bolsillo interior; sonaba cada vez que daba un paso. El helado se le escurría por el cucurucho y le manchaba los dedos, que le olían a chocolate y se estaban empezando a quedar pringosos. Kim caminaba a su lado, disfrutando también de cucharadas de su helado de vainilla.

Hacía calor. Demasiado calor y Connor se refugiaba en el helado. No hablaban; el silencio les parecía demasiado precioso como para romperlo sin más. Por el contrario, daban cuenta de la tarde y del frescor del helado. Y, así, llegaron las siete.

Connor pensaba marcharse al antro de las afueras en cuanto el sol empezara a ocultarse tras los altos edificios acristalados y a reflejarse en las hojas de los árboles, pero le daba un poco de mala conciencia eso de dejar a Kim sola a media tarde en el centro sin nada que hacer. Pero, por otra parte, sus noches eran lo único que merecía la pena de sus días. Se metió en la boca lo último que le quedaba del cucurucho y oteó el largo paseo con el arco de árboles por encima. Suspiró mientras pensaba cómo decirle a su amiga que quería marcharse para quedarse solo y tomarse dos whiskies de más.

La miró. Tenía una pinta adorable limpiándose los labios sin rastro de carmín con la servilleta de papel que le habían dado en la heladería. Ella se percató de que Connor la miraba y giró la cabeza. Alzó las cejas y después, como si se acordara de la amabilidad, sonrió.

-Kim… -empezó-. Te acompaño hasta la esquina y te dejo. Tengo cosas que hacer.

-¿Pensabas que querría estar toda la noche contigo mientras te emborrachas a base de whisky y te tiras en una silla mirándole el culo a cualquier mujer que pase? No, gracias. Ya vivo demasiado todo eso… Además, yo también tengo cosas que hacer. Por si no lo recuerdas, trabajo de noche.

En su fuero interno, Connor suspiró aliviado, pero su cara no cambió ni un ápice.

-Entonces nos veremos otro día…

Continuaron en silencio hasta que llegaron al final del paseo y, con ello, a la esquina hasta la que Connor estaba dispuesto a acompañar a Kim. Una vez allí se miraron todavía sin cruzar una sola palabra. La chica enarboló un amago de media sonrisa; él, por su parte, sólo sacó la mano derecha del bolsillo y la sacudió un par de veces en el aire mientras se alejaba con el sol de espaldas, directo a su bar favorito.