martes, 19 de enero de 2010

Asesino

No conozco mi nombre. Ni siquiera sé si alguna vez tuve nombre. De mi vida pasada sólo recuerdo la nieve, esa nieve fría y blanca que me rodeaba y agarrotaba mi cuerpo. Lo siguiente fue la calidez de una cama y la luz de una pequeña lámpara.

Lo único que sé de mi mismo es que me educaron para ser una máquina de matar. Me pusieron un revólver en la mano, me enseñaron cómo usarlo y me sacaron a la calle, donde tendría que poner a prueba mi frialdad como asesino y mi apatía como humano.

En las calles sólo había suciedad, pobreza y escombros, restos de aquella maldita guerra de la que yo había sido partícipe. El tono gris de los edificios era el mismo del cielo, que parecía que se resquebrajaría sobre nosotros de un momento a otro, igual que las casas que me rodeaban.

Mi tarea: buscar supervivientes, hacer que confesaran y, si no lo hacían, matarles. Si confesaban, también les tendría que matar.

No sentía nada cuando veía la sangre caer de la herida de bala que mi revólver había causado en sus cuerpos indefensos, ni cuando su cuerpo caía muerto al suelo, la poca vida que les quedaba arrancada de cuajo.

Generalmente, las pocas confesiones que conseguía no servían para nada. La mayoría decía que habían tenido escondidos en sus casas refugiados revolucionarios antes de la guerra, o que habían robado a los soldados. Eso no me importaba lo más mínimo. Buscaba traidores. Estaba entrenado para encontrarlos y era mi único objetivo. Quería una confesión que me revelara que esa persona había fallado a lo que a mí me enseñaron a llamar “mi Bandera”.

Los traidores a mi bandera eran aquellos que se habían revelado en contra del gobierno. Me contaron que en la ciudad en la que estaba había habido un reducto de revolucionarios. Pero, antes de que yo llegara, habían arrasado la ciudad y sólo quedaban algunos que se habían refugiado bajo tierra. Y si entre ellos quedaban todavía revolucionarios, acabarían en mis manos y en las de quienes me enviaban.

Pero si había, se escondían muy bien. Bastante bien. En los dos meses que llevaba rastreando las calles sólo había encontrado a dos revolucionarios. Y creía haber matado a toda la población. No podían quedar muchos.

Al menos, no que yo hubiera visto. Aunque estaba convencido de que sólo yo caminaba por esas calles, los protectores de “mi Bandera” me obligaban a seguir buscando, interrogando y disparando. Un día tras otro, un día tras otro.

Había perdido la cuenta de las balas que había disparado, las vidas que había robado, las almas que había destrozado, las gotas de sangre que habían derramado las heridas que yo había causado.



Era diferente. Era diferente y lo sabía. Y además era también consciente de que esa acusada diferencia sería la causa de mi muerte. Me perseguían por ello y no tardarían en encontrarme, porque a sus rastreadores sólo les quedaba una parte de la ciudad por mirar: el distrito en el que yo me encontraba.

Estaba escondida en un garaje subterráneo medio derruido y calcinado. Los escombros y las cenizas eran mi único lecho, y los coches quemados eran mi única compañía. Pero no podía quejarme; estar muerta sería peor.

Tenían razones para buscarme. Y no sólo el hecho de que fuera diferente, si no también el hecho de que, por esa diferencia me había revelado contra la bandera, el símbolo de poder y gobierno de aquel país en guerra.

Guerra que habíamos provocado yo y otros como yo, que no estábamos aceptados, sencillamente, por ser diferentes.

Sabía que tarde o temprano oiría unos pasos en el garaje, sabía que no tardarían mucho en llegar a mi escondite, a mi improvisado hogar subterráneo. Lo único que podía hacer era esperar y pedir al cielo, si era cierto que había todavía algo allá arriba, que vinieran cuanto antes. Ya me había cansado de aquel lugar frío, húmedo y solitario.

Aun así, lo peor de todo ya había pasado. Aquel garaje se había convertido en mi refugio meses antes de que la guerra terminara y los rastreadores empezaran a buscar a los supervivientes.

Y antes no estaba sola. Mis compañeros habían ido cayendo uno a uno, poco a poco.
Recuerdo que desde nuestra posición se oían los pasos en la calle, los gritos de las madres angustiadas y los niños aterrorizados que buscaban un lugar seguro, un lugar donde refugiarse de las bombas y los disparos. Generalmente no lo encontraban y morían bajo el fuego de metralla con un grito todavía en la garganta. Y nosotros lo oíamos todo. Cada vez que sucedía eso o algo parecido, alguien derramaba una lágrima en silencio.

Algunos de mis compañeros, los que no habían tenido la fuerza necesaria para aguantar los constantes asesinatos que oíamos cometer, saltaban a la calle con los brazos en cruz, gritando que eran revolucionarios. Los soldados del gobierno apretaban el gatillo antes de que pudieran gritar su propio nombre. En esos momentos, era yo la que lloraba en silencio, como tantos otros.

Poco a poco me había ido quedando sola. Agazapada en mi rincón, resguardada del frío y de las goteras, veía cómo mis compañeros, presos de la desesperación, saltaban a la calle en busca de una muerte rápida. Otros caían en medio del suelo del garaje, muertos por razones obvias, pero que nos daba miedo pronunciar en voz alta: miedo, cansancio, hambre, debilidad y enfermedad, nuestros peores enemigos después de los soldados. Y a ellos, los que morían dentro, aunque nos doliera, los sacábamos a la calle en plena noche. A la mañana siguiente no estaban donde los habíamos dejado. Nos consolábamos pensando que les iban a llevar a un lugar donde descansarían en paz de una vez por todas.

Cuando me quedé completamente sola, había suficientes víveres para unos pocos días y, apurándose mucho, para una semana escasa. Ahora se me estaban acabando y no habían durado ni tres días. Era perfectamente consciente de que mi tiempo de vida llegaba a su fin. Si no era de un disparo, moriría de hambre, cansancio o de alguna otra cosa. Pero moriría igual, tarde o temprano, fuera por lo que fuera.

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Pues bien, eso decía que a mí ya no me quedaba nada. Ya había perdido toda la esperanza en la supervivencia.

Iba a morir... y lo sabía.




Me adentré en el último distrito que me faltaba por rastrear. Si todavía quedaba algún revolucionario vivo, estaba en aquel lugar. No se movían, por miedo a que les descubriéramos mudándose de escondite. La ciudad estaba plagada de rastreadores, así que alguno, tarde o temprano, les vería corretear por aquellas calles como si fueran ratones huyendo del gato.

Era una zona difícil de rastrear, porque era la zona más derruida de toda la ciudad. Costaba creer que alguien estuviera todavía allí, que hubiera sobrevivido a los ataques que aquel distrito había sufrido.

Convencido de que no encontraría nada, dirigí mis pasos por una rampa que, sospechaba, llevaría a algún garaje subterráneo o algo parecido.



Ya oía las pisadas, esas pisadas que había estado esperando tanto tiempo. Inconscientemente y llevada por un miedo irracional, me agazapé más en la oscuridad que me envolvía como un manto negro, esperando que no me encontrara. Pero era inútil, porque aquellos rastreadores asesinos hacían bien su trabajo. Habían sido educados, por no decir creados, para encontrar cualquier cosa que todavía viviera en esa ciudad.

Oí los pasos cada vez más cerca. Se me antojaban los pasos de la mismísima Muerte. Me la imaginé vestida de negro, con una capucha ocultando su verdadero rostro huesudo y nacarado y una larga y afilada guadaña en la mano, tal y como la habían imaginado nuestros ancestros, y tal y como me habían enseñado a imaginarla.

Pero el aspecto de aquel soldado distaba bastante de la imagen que yo había creado en mi mente. Era un niño, un crío que no alcanzaría los doce años, que vestía con ropas de adulto que, por supuesto, le quedaban holgadas. En la mano, el revólver que habría de ser el arma que acabaría con mi vida. Daba la impresión de estar rastreando el destartalado garaje.

Ya era hora... Ya era mi hora.




Aquel sitio era la imagen de todos los horrores y terrores de la guerra concentrados en un solo punto. Fuego, frío, muerte, metralla, humedad... Todo estaba allí. Si alguien había vivido en aquel sitio, ese era el cadáver que yacía a mis pies en avanzado estado de descomposición. Me tapé la nariz, pues su hedor me espantaba hasta a mí. Si no fuera por el cumplimiento de mi trabajo, me habría marchado de allí inmediatamente, suponiendo que nadie había tenido las agallas de mantenerse escondido allí. Un humano normal hubiera sentido compasión por aquel pobre diablo que había muerto en ese garaje húmedo y solitario. Sin embargo, yo no.

Pero había alguien más a parte de mí y ese cadáver en el garaje. Algo estaba agazapado en un rincón, como si pensase que podía esconderse de mí arropándose en las sombras. Claro, eso era imposible. Cuando me acerqué no dio muestras de querer huir, sino que se quedó en su sitio, esperando que yo llegara con mi revólver en alto, le preguntara, y luego disparara. Una actitud muy digna, he de reconocerlo.

Pero la dignidad no le iba a ayudar en nada en su situación actual.



El crío se acercó a mí. Me recordaba a mi hermano, era tan pequeño... Si no tuviera el revólver en la mano, preparado para ser apuntado hacia mí, habría pensado que era adorable.

-Es... inadmisible. Ahora crean niños asesinos –murmuré. Eran las primeras palabras que pronunciaba en semanas y el simple sonido de mi voz ronca me asustó. Pensé que habría perdido el habla, pero me había equivocado.

-¿Perdón? –dijo el niño con una voz dulce, pero extrañamente fría.

-¡Eres un crío! ¿No crees que esto no es lo que deberías hacer? ¡No tendrías que ir por las calles matando supervivientes y recargando tu revólver cada dos por tres! Este no es tu mundo, pequeño, no lo es.




Debería haber matado a esa chica sólo por lo impertinente que se mostró. Pero, no sé porqué, no alcé el revólver hacia su frente y, menos aún, disparé contra ella, acabando con su ya de por si penosa vida. Por alguna extraña razón, aquella chica me había dejado paralizado.

-¡Vamos! ¡Mátame! Es lo que tienes que hacer, ¿no? Es tu único cometido en este mundo, tu única tarea.

-Antes tengo que hacerte unas preguntas...

-Nombre, prefiero no acordarme de él, y no sé si lo conseguiría si lo intentara. Procedencia, supongo que esta maldita ciudad. He vivido en tantos sitios que ni siquiera me acuerdo cuál fue el primero. ¿Soy una revolucionaria? Mira, a eso si que puedo responder. Si, soy una revolucionaria. Ahora mismo quemaría vuestra bandera si no fuera porque sólo me quedan fuerzas para hablar.



Tristemente, lo que acababa de decir era cierto. No me acordaba de mi nombre, no sabía de dónde procedía. De pequeña fui muchas niñas, pero siempre fui la misma. Supongo que era la pega de ser una niña adoptada para sustituir a una hija perdida o para lo que fuera para lo que me querían mis padres de acogida. Y lo único que sabía a ciencia cierta sobre mi infancia era que tenía un hermano que murió una tarde en la guerra. Un hermano carnal.

-Pues ahora tendré que matarte.

Pensé que no lloraría llegado el momento, pero me equivoqué. Mientras le vi alzar el revólver y apuntar a mi cabeza, las lágrimas recorrieron mis mejillas. No lloraba de tristeza, ni de miedo, sino de alivio. Una sonrisa, quizá macabra, no lo sé, se dibujó en mi cara.

-Gracias...




Disparé. La vi caer muerta al instante, su cuerpo inerte después del disparo. Pero aunque no había querido oírlo, lo había hecho, había oído lo que aquella chica me había dicho antes de que la disparara y la asesinara. Me había dado las gracias. ¿Las gracias? ¿Por qué? Los condenados a morir por ser quienes eran me habían dicho de todo cuando se estaban enfrentado a la muerte frente a frente. Desde súplicas hasta rezos, antes de encontrarme con esa chica del garaje creí que no me quedaba nada por oír.

Pero, al parecer, me había equivocado. Un agradecimiento era lo único que no me esperaba recibir de los labios de una mujer que está apunto de morir.

Di la vuelta, dispuesto a seguir con mi tarea de buscar supervivientes y posibles revolucionarios. Pero, sin motivo ni razón aparente, no pude. No fui capaz de dar unos pasos y alejarme de aquella tumba. Las rodillas empezaron a temblarme y me empecé a sentir mareado y con ganas de vomitar. Jamás me había sentido así. Caí arrodillado en el sucio suelo de aquel sucio garaje y me llevé las manos a la cabeza; la sentía a punto de explotar.

En mis oídos sonaba todavía la voz de aquella chica dándome las gracias y no estaba seguro de si no sonaba también en el garaje, como si fuera un eco maldito que no se apagaría jamás, como si intentara volverme loco y martirizarme.

Me miré las manos. Aunque no había tocado sangre con ellas las veía rojas y ensangrentadas. La vista se me empezó a nublar y pensé que sería efecto del mareo. Pero pronto las lágrimas, esas gotas saladas que tantas veces había visto salir de los ojos de mis víctimas pero ninguna vez de los míos propios, empezaron a caer por mis mejillas y a golpear con un monótono repiqueteo el suelo.

-No... –susurré, intentando tapar con mi voz la voz de la chica, que seguía sonando en mis oídos.

Pero no sirvió para nada. Incluso parecía que el eco subía de volumen.

-¿En qué me he convertido? –volví a susurrar, pues la voz no me salía de la garganta-. ¿Por qué he acabado aquí? ¿Por qué he acabado así?




Shurha

martes, 12 de enero de 2010

La cenicienta que no quería perder el zapato.

Había vivido incontables veces el mismo cuento. Sí, el cuento de siempre, el de todas las noches antes de irse a dormir, el de todas las madrugadas cuando el sueño no visitaba a aquella niña que crecía a pasos agigantados. Sí, el mismo cuento. Su propio cuento. Y estaba realmente cansada de él.

Se lo sabía de memoria. Ella, una joven e inexperta muchachita de campo que trabajaba para su malvada madrastra y sus insoportables hermanastras. Él, un príncipe apuesto y deseado que buscaba una chica con la que casarse y heredar el reino de su padre. Y después aquel condenado baile, en el que conocería, de rebote, al príncipe azul de sus sueños y que, además, quedaría prendado de ella. Y aquel hechizo que desaparecería a las doce. Y cuando las campanadas sonaran, ella bajaría corriendo las escaleras y escaparía, perdiendo su zapato de cristal.

Y a la mañana siguiente, el príncipe, enamoradísimo, haría buscar a la propietaria de aquel zapato. Y la encontraría, de rebote, y no se podría ni imaginar que fuera ella, una joven e inexperta chica de campo que trabajaba para su madrastra y sus insoportables hijas. Pero sí. Y la llevaría a su palacio, y se casarían y serían felices para siempre... Sí, para siempre. Menudo aburrimiento. Estaba cansada de vivir lo mismo día tras día, noche tras noche. A las niñas les encantaba y jugaban a ser ella. Pero cuando hubieran vivido cien veces la misma historia, no les gustaría tanto.

Pero, ¿qué podía hacer? La historia estaba escrita con tinta indeleble en las mentes de todas las niñas del mundo, y en las de sus madres. Había formado parte de su pasado, de su presente, y formaría parte, también, ¿por qué no?, de su futuro. Así que estaba condenada a seguir viviendo la misma historia una y otra vez, una y otra vez. Y no quería.

Así que, una noche, cuando el Hada Madrina acababa de llegar para proporcionarle aquel vestido blanco, aquella carroza que era una calabaza y aquellos zapatitos de cristal que ella tanto aborrecía, se plantó frente a ella y dijo:

- Estoy harta de mi historia, del final feliz porque él lo diga, de las mismas palabras día tras día -el Hada Madrina la miró sorprendida, pero ella siguió hablando, enfurecida. Y terminó, diciendo-: ¡Dejadme vivir la historia que yo quiera vivir!

Y así, mojadas las mejillas con lágrimas de rabia, abandonó el patio de aquella maldita casa, abandonó aquella ciudad que tantos disgustos la había dado, y abandonó su historia, rumbo a nuevos cuentos que, sabía, la acabarían cansando. Pero quería nuevas palabras, nuevos finales, nuevos personajes. Y, sobre todo, no quería volver a perder aquel condenado zapato para que el condenado príncipe fuera a buscarla a su condenada casa para llevarla a su condenado castillo y ser, una vez más y para siempre, condenadamente felices.

El para siempre sonaba demasiado lejano y aburrido...

domingo, 3 de enero de 2010

Dust in the Universe

Nunca pensaste que llegarías a quererle tanto. Y tampoco que llegarías a amarle. ¿Cómo era posible? Un chico tan poco parecido a ti, que frecuentaba todos aquellos círculos que tú ni te atrevías a mencionar, por miedo, que tenía todos aquellos sueños. Tú, en vez de tener sueños, tenías hechos.

Tenías todo lo que querías, excepto alguien que te quisiera. Sentías una especie de vacío en el corazón, como si te faltara algo. Quizá lo que te faltaba eran unos brazos que te pudieran abrazar cuando tú más lo necesitases. Pero, desgraciadamente, eso el dinero no lo puede comprar.

Y, sin saber muy bien cómo, fijaste tus ojos mimados en aquellas gafas viejas y en aquel flequillo despeinado por el viento. Pero en el mismo momento en que sonreíste al verle, supiste que aquello no podía ser. Él era un chico de la calle. Tú, una especie de dama moderna. Y lo que os separaba era demasiado grande: una frontera de siglos de clases sociales.

Quizá era tu orgullo de casta lo que te tiraba hacia casa. Sabías que te atraía, pero no querías reconocerlo. Para contrarrestarlo, gritabas que eras mejor e incapaz de fijarte en alguien como él. ¡Pero bien sabe tu almohada por tus lágrimas nocturnas que no era cierto! Era tan sólo una tapadera para aliviar el dolor de saber que, aunque no te creyeras ni mejor ni superior, juntar vuestros labios era prácticamente imposible. ¿Cómo se iba a imponer él una meta tan alta?

Pero así lo hizo. Un día, paseando por las calles que cada vez te parecían más tristes, vuestras miradas se encontraron y él se quedó parado en medio de la acera. Te detuviste a su lado y le miraste a los ojos. Él te respondió a la mirada con una sonrisa.

Y en ese momento te sentiste capaz de borrar y derribar todas las barreras que los siglos habían construido entre vosotros.