martes, 25 de enero de 2011

13. Whisky

Para su sorpresa, en el coche se estaba a gusto. Después de la terrible mañana que le había dado, de repente, Kim, la tranquilidad de su viejo Porsche se le antojaba ficticia pero, de algún modo, reconfortante. Suspiró, apoyando las manos en el volante, sin querer arrancar el motor y marcharse de allí. No sabía cuándo volvería a ver a Kim. Y su orgullo estaba demasiado hinchado como para llamarla en cualquier momento del día, pero también lo estaba para volver a entrar en la casa y tener una conversación decente con ella. Así que se quedó ahí, sentado dentro del coche, en silencio, observando fijamente la matrícula del coche que estaba aparcado delante del suyo hasta que dejó de ser desconocida para él.

La verja de la casa se abrió y una resplandeciente Kim, con el pelo mojado cayéndole sobre los hombros, salió a la calle. Echó una mirada de soslayo al Porsche que se conocía de memoria y en cuyo asiento trasero se había acostado un par de veces con Connor, pero pasó de largo.

Estuvo a punto, a tan sólo un suspiro, de bajarse del coche y gritar su nombre, ofrecerle el asiento de copiloto durante unos minutos para hablar como gente civilizada, pero la poca convicción que tenía desapareció cuando Kim se subió a su modesto Ford verde y arrancó el motor casi inmediatamente.

Poco después, la estela brillante del coche desaparecía por la curva que desembocaba en una de las calles principales del barrio residencial.

-Gilipollas… -susurró Connor, aunque no supo si se lo decía a Kim o, sin embargo, se insultaba a sí mismo.

Arrancó el motor, por fin, después de estar no sabía cuánto tiempo apostado junto a la verja del burdel, esperando a cualquier cosa que pudiera pasar. Salió de la plaza de aparcamiento y tomó la curva, en el mismo sentido en que lo había hecho Kim a penas minutos antes. Se imaginó la ruta que la chica haría hasta su buhardilla, que en el fondo era prácticamente la misma que tenía que hacer Connor para llegar a su casa, sólo que la habitación con baño y cocina de Kim estaba más lejos que el para nada modesto apartamento de él. La imaginó haciendo la rotonda de la calle principal y coger la tercera salida. Se la imaginó esperando en aquel semáforo cansino que siempre se ponía en rojo cuando ibas a pasar. Se la imaginó aparcando el coche en aquella especie de descampado que tenía detrás de su casa.

Tenía que admitirlo: en la desviación que tenía que coger para ir a su casa estuvo a punto de cambiar de rumbo y plantarse frente a la casa de Kim. Pero giró a la derecha, directo hacia la calle principal, suspirando. Cuando llegó a casa, dio un portazo que retumbó en el pasillo prácticamente vacío de su piso. Se quitó los zapatos según avanzaba por la casa, a la vez que se desabotonaba la camisa y se la sacaba de dentro del vaquero.

Cuando sólo le quedaban los pantalones, miró el reloj con desdén y pena: a penas los números llegaban a las 10 de la mañana. Le pegó una patada a la puerta de la habitación. Todo el orgullo que había ido acumulando durante esa mañana y durante el trayecto en coche desde el burdel hasta su casa se había convertido en rabia contenida. Y de algún modo tenía que soltarla. Maldita Kim y maldita manía suya de no apreciar las cosas. Por una vez (sólo por una vez) había bajado las barreras y había conducido de noche hasta el burdel donde trabajaba sólo para verla. ¿Y ella cómo respondía? Gritándole y tachándole de insensato por ir hasta allí.

Pues muy bien. No volvería a dar ni un solo paso más, si era lo que quería.

De repente, como si de una revelación divina se tratase, vio la lamparita que tenía en su mesilla de noche, con su piel de cerámica y su pantalla amarillenta por el humo del tabaco. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, lanzó la lámpara al suelo y luego la dio un par de patadas; el pie se hizo añicos, la bombilla salió volando hacia la otra esquina de la habitación y los alambres que daban forma a la pantalla rompieron la tela, doblándose.

No se sentía mejor. Ni siquiera un poquito. Pero algo de la adrenalina soltada le corría por las venas y eso le hizo sonreír. Como movido por un resorte, como si realmente no fuera él quien dirigiera sus pasos, fue hacia la alacena del salón y cogió un vaso y la botella de whisky, que estaba a medias. Era plenamente consciente de que tan sólo eran las diez de la mañana, pero tampoco tenía nada mejor que hacer. Se sirvió un poco en el vaso, apenas un sorbo, y se lo bebió de un trago.

Sintió cómo el whisky pasaba por su garganta, abrasando cada fibra de rabia. Puso música y se sentó en el sofá, con el vaso vacío en una mano y la botella de whisky en otra. Estiró las piernas, apoyándolas en la mesita de cristal que tenía en medio del salón y se sirvió otra copa.

jueves, 13 de enero de 2011

12. Tara de día

El suelo, recubierto con una moqueta granate suave bajo la piel de sus pies, parecía deslizarse a velocidades vertiginosas mientras descendía los peldaños que le llevaban directo al piso de abajo. La casa entera dormía tras una noche de trabajo, gritos y sudor, y los únicos ruidos que Connor podía oír eran las gotas de café que venían desde la cocina.

Esa parte de la casa estaba vetada a los clientes que llegaban al burdel, pero necesaria para las chicas que trabajaban allí. Aunque ninguna solía comer habitualmente allí, a veces pasaban la tarde a falta de un lugar mejor para ello; las vidas de la mayoría no eran, lo que se suele decir, un camino de rosas. Sin quererlo, la cocina del burdel se había convertido en un lugar de reunión de las chicas y un sitio más donde tomarse un café o un zumo después de que el cliente se marchara.

Atravesó la puerta que separaba el pasillo público del privado, donde estaba la cocina. Giró a la derecha y se encontró con Tara, totalmente desnuda. Su ropa descansaba sobre una de las sillas de la cocina y ella estaba frente a la cafetera, con las manos sobre la encimera, esperando a que el café terminara de hacerse.

-Buenos días –dijo Connor, entrando por la puerta de la cocina.

Tara dio un respingo y le miró.

-Poco ha durado la conversación…

-Se ha limitado a decirme que no le gusta que venga a visitarla.

Connor se sentó en una de las sillas y se puso los zapatos. Tara permanecía de espaldas a él, observando a la cafetera como si así se fuera a hacer antes el café. De vez en cuando, él levantaba la mirada y la posaba en aquellas curvas, tan vertiginosas como la velocidad que le había llevado hasta allí; se veían prácticamente perfectas a la luz amarillenta que entraba por entre las cortinas raídas.

La cafetera dejó de hacer aquel ruido infernal y Tara abrió un armario que estaba sobre su cabeza, estirándose ligeramente.

-¿Quieres un café?

-Estaría bien –dijo, simplemente, apartando ligeramente la cortina para mirar el jardín trasero.

-¿Con azúcar?

-Tres cucharadas.

Un par de minutos después, una taza de café humeante estaba encima de la mesa frente a él, y Tara apoyaba la espalda en la encimera, dejando que su mirada se perdiera tras los cristales de la puerta trasera. El silencio era una suerte de muro entre los dos.

-¿Te importa que fume? –dijo Tara, dejando la taza de café sobre la encimera que había perdido su blanco nacarado hacía tiempo y alargando la mano para acercar un cenicero y un paquete de cigarrillos a punto de terminarse.

-No sabía que fumaras –comentó él, haciéndole una seña para que le pasara el paquete cuando ella cogiera uno.

-Y no fumo. Pero a veces me sienta bien. ¿Tú desde cuando fumas?

-Desde antes de lo que me gustaría reconocer… -sacó un mechero del bolsillo de su pantalón y encendió el cigarrillo, disfrutando de la primera calada del día. El humo se arremolinó a su alrededor, hasta que se difuminó en el aire.

Tara también se había encendido el cigarrillo, pero ni siquiera el tema del trabajo les permitió seguir hablando. Así que cuando la taza de café de Connor estuvo acabada y en el cenicero se acumulaban tres cigarrillos y medio, el chico se levantó de la silla arrastrándola levemente y anduvo hacia la puerta. La voz de Tara pronunciando su nombre le hizo girarse.

-Si fuera tú, me disculparía con Kim.

-No te metas en mi vida, ¿quieres, Tara? –dijo, fulminando su cuerpo desnudo con la mirada-. Recuerda que sigue siendo mía, no tuya.

-Vaya, eres borde hasta por la mañana… Qué sorpresa… -la ironía resbaló de sus labios y luego, con un tono arisco y seco, añadió-: Que tengas un buen día.

Connor no dijo nada al salir.

domingo, 9 de enero de 2011

11. Despertar en el burdel

Se mantuvo despierto el tiempo suficiente como para ver la manera en que las farolas del barrio residencial se apagaban todas a la vez y dejaban la habitación con un ligero destello de amanecer. Y siguió despierto, sin que siquiera le temblaran los párpados. Para su desgracia, se había olvidado los somníferos encima de su mesilla de noche. Giró la cabeza y vio a Tara dormitar desnuda sobre la cama. La sábana descansaba a sus pies, arrugada y empapada, así que podía ver perfectamente todas y cada una de las curvas de su cuerpo. Su pecho subía y bajaba lentamente a merced de su respiración y, de nuevo, como todas las madrugadas que se sorprendía a su lado, reparó en las cinco estrellas que serpenteaban por su ingle izquierda.

Tara se revolvió sobre el colchón y se giró hacia un lado, dándole la espalda. Se le marcaba perfectamente cada una de las vértebras y sintió un chispazo dentro que le decía que se acercara a ella y le acariciara la espalda. Pero él estaba hecho para reprimir todos esos impulsos y, como era natural, lo reprimió.

Miró hacia la ventana. Sólo se veían un par de casas al otro lado de la calle del burdel. Pensó en su coche, aparcado delante de la casa de al lado. Y, sin que pudiera evitarlo, se acordó de Kim y de que ella era la razón por la que había ido allí. Se incorporó, sin ningún cuidado de molestar a Tara o de despertarla. Y cuando estaba a punto de poner los pies en el suelo, coger al vuelo su ropa interior, sus vaqueros y su camisa, la puerta se abrió bruscamente y apareció Kim, tapada escasamente con una camiseta larga que le marcaba las curvas casi inexistentes de sus pechos.

Connor alzó una ceja.

-¿Qué coño haces aquí? –preguntó la chica en un susurro. Aún poniendo empeño en no despertar a Tara, ésta se revolvió la cama y levantó la cabeza, pestañeando mucho y frotándose los ojos con el dorso de la mano. Su mirada pasó de Kim a Connor y de Connor a Kim. Alzó una ceja, aparentemente demasiado somnolienta como para sacar conclusiones por sí misma.

-¿Alguien me puede explicar lo que está pasando? –dijo. La voz la tenía cogida por el sueño.

-Tara, por favor, déjanos un momento a solas –pidió Kim, aunque a Connor le pareció casi una súplica.

La chica se encogió de hombros y, con el sueño pegado a las pestañas, recogió su ropa y salió de la habitación completamente desnuda. Al cerrar la puerta tras de sí, Kim giró la cabeza bruscamente y fulminó a su amigo con la mirada. Éste ni se inmutó, pero mantuvo la vista en los ojos de Kim, que llameaban.

-¿Cómo se te ocurre venir a verme una noche, Connor?

-Ya he venido más veces.

-Y siempre te he dicho lo mismo. No me gusta que vengas a verme, Connor, es incómodo cuando alguien me dice que he tenido una visita.

Apartó la mirada, ocasión que el chico usó para vestirse.

-¿Qué te crees que haces? –preguntó Kim, alzando la voz, cuando se percató de que Connor ya se estaba poniendo la camisa.

-Marcharme de donde no soy bienvenido.

Se levantó del borde de la cama, sin haberse puesto los zapatos, y anduvo decidido hacia la puerta. Se encontró con el cuerpo semidesnudo de Kim que le impedía la salida.

-Kim… -susurró. A la chica se le pusieron los pelos de la nuca de punta, de lo amenazador que había sonado su nombre en labios de Connor; era increíble las mil maneras que tenía su amigo de decir su nombre-. Apártate.

En un principio estuvo a punto de decirle que no, que no se apartaría, que se iba a quedar ahí quieta hasta que tuviera las suficientes agallas como para gritarle, insultarle y decirle todo lo que pensaba. Pero, al final, suspiró y se apartó, dejando que Connor saliera del cuarto y bajara las escaleras descalzo y con los zapatos en la mano.