miércoles, 29 de julio de 2009

Relato de Afganistán

Decían que nuestra ciudad era la más peligrosa de todo el país y más en los tiempos que corrían. Afganistán se había convertido en un hervidero de bombas y disparos, que era lo único que se oía cuando intentabas dormir por las noches. Eso y las pisadas presurosas de los soldados que iban de un lado para otro con sus rifles en la mano y cumpliendo órdenes de sus superiores. Con el tiempo, me había acostumbrado a dormir con aquellos ruidos al otro lado de mi puerta. Con el tiempo había aprendido a obviar a los soldados, y a odiarles. Pero aprendí, también, que el odio y el amor estaban más unidos de lo que yo imaginaba.

Esa mañana habían puesto una bomba en el mercado de la ciudad. Yo no me enteré hasta que pasé por allí con mi hermana pequeña, Nashla. Al ver la sangre y los cuerpos desmembrados, corrí a refugiarla contra mi pecho, por mucho que protestara. Sin dejarla ver nada, la alejé de allí lo más rápido que sus torpes piernas me permitían. Cuando llegamos a un callejón en el que la sangre ya no corría, destapé sus ojos y la ordené que fuera a casa y que no se parara. Cuando me di la vuelta para volver a la plaza del mercado, ante mí se alzaba una figura de un soldado americano. Su arma descansaba en el suelo y sus manos estaban manchadas de sangre. En sus ojos había lágrimas, pero no comprendí bien el porqué.

- Por favor... - murmuraba-. Por favor.

El alma de aquel hombre sufría por lo que acababa de vivir. Tenía miedo, sentía la rabia y la ira de los que habían matado unos metros más allá y lo temía. Sentía la muerte cernirse sobre cada habitante de aquella ciudad, incluido él mismo. Él no servía para soldado y eso lo supe desde el primer momento en que le vi sollozar con las manos manchadas de sangre.

Apenada por su sufrimiento, le arrastré por el callejón y por sus calles contiguas hasta llegar a mi casa. Le senté en una silla de la sala de estar y me aseguré de que Nashla no estuviera cerca de aquella manos ensangrentadas. Le llevé un cuenco con agua y unos paños. Se lavó las manos y la cara.

- Muchísimas gracias -dijo mientras me sentaba a su lado.

- No hay de qué -Nashla espiaba por entre las cortinas y cuando se percató de que la miraba, desapareció-. Usted no sirve para ser soldado, ¿qué hace aquí?

El soldado me miró incrédulo. Quizá había sido demasiado atrevida al hablarle de esa manera a un soldado americano. Por suerte no tenía su arma consigo.

- Supongo que no me quedó más opción.

Él no hablaba más y yo no pretendía darle conversación. Así que cuando se sintió con fuerzas suficientes, salió de mi casa y no le volví a ver más. O eso pensé hasta que me le encontré unos meses después en la zona de otro atentado. A diferencia que el primero, ya no había muertos en la plaza. A diferencia del primero, yo iba en calidad de voluntaria allí, con un grupo de jóvenes que solía limpiar la zona de los atentados. Y, a diferencia del anterior, él iba de civil y se afanaba por quitar escombros de la calle.

- Volvemos a encontrarnos -dijo él. Se acordaba de mí.

Recogimos esa zona y muchas otras antes de que nos diéramos nuestro primer beso, escondidos en un banco de un parque cercano a mi casa. Y recogimos muchas más zonas antes de que él decidiera llevarnos fuera de Afganistán a Nashla y a mí.

- Este lugar es demasiado peligroso -decía mientras me abrazaba-. Y no quiero que ni tú ni Nashla salgáis heridas por culpa de un terrorista insensato.

Obviamente, yo tampoco quería salir herida de allí ni tampoco quería que mi hermanita pequeña muriera mientras jugaba por la calle. Pero él no entendía que aquel era mi país, mi ciudad. Mi tierra. Quería quedarme, tenía que quedarme, por muy peligrosa que fuera y por mucho que él se empeñara en sacarnos de ahí. Él quería marcharse, pero puso como condición que le acompañáramos en su viaje.

- No pienso marcharme de aquí, Michael. Este es el lugar al que pertenezco. Fuera de aquí, moriría.

- ¿Y aquí no? Mariam, es muy peligroso quedarse aquí mientras las bombas vuelan por encima de tu cabeza.

- Pero es lo que quiero, porque yo amo a esta tierra. Por mucho que te duela.

- No lo entiendo.

Cogí sus manos entre las mías.

- Yo tampoco entiendo porqué moriría si me marchara de aquí. Pero no hace falta entenderlo para saber que es así. Es mi tierra, Michael. Y por muy peligrosa que sea, yo la amo. No podría alejarme de mis raíces, soy una persona que no sobreviviría a eso. No conozco otra cosa que no sea esto y no quiero conocer nada más -sus ojos estaban tristes-. Vete tú si quieres, vuelve a Estados Unidos. Pero yo me quedo aquí. Y Nashla se queda conmigo.

En aquel momento me pareció lo más razonable y lógico que nunca hubiera dicho. Obviamente, Michael se quedó con Nashla y conmigo. Nos casamos. Tuvimos una preciosa hija. Pero ahora la respuesta que le di a Michael no me parece tan lógica. Ahora entiendo que mi hija podía haber nacido en Estados Unidos, que nos podíamos haber casado en Estados Unidos. Pero supongo que ahora es demasiado tarde para pedir perdón por lo que no hice en su momento. Supongo que, ahora que la sangre brota de mi cabeza, ya es demasiado tarde para decirle a Michael que debería haberme ido con él.




Shurha

martes, 28 de julio de 2009

Seis cuerdas

Atardecía. Acompañando al sol en el cielo sólo había unas cuantas nubes esporádicas. No tardaría en hacerse de noche, pero el calor no amainaba. No corría el viento y hacía demasiado calor para mí. Y seguro que para el resto de los mortales también. Pero, a pesar de eso, él estaba en el banco, como todas las noches.

Llevaba viéndole unas cuantas noches. Bajaba de su casa, se sentaba en el banco de la calle y se ponía a tocar la guitarra. Tenía una voz dulce y sus manos se movían con soltura sobre las cuerdas, arrancando del cuerpo de la guitarra los sonidos más agradables que yo hubiera escuchado jamás. Siempre había querido bajar y preguntarle quién era, si podía cantar con él. Pero la vergüenza siempre me podía.

Pero un día me atreví a bajar las escaleras. Me planté delante del guitarrista, que me miró con curiosidad.

- Hola- mascullé-. ¿P-puedo cantar contigo?

Él sonrió. A parte de una voz bonita, también tenía una sonrisa encantadora. Se sentó en un lateral del banco, dejándome espacio para sentarme a su lado. Tocó una canción y yo canté con él. Así una y otra vez. Pero una de las canciones, que empezaba con un punteo, yo no la reconocí.

- ¿Al fin te has decidido a bajar?

- ¿Perdón? -¿me había visto mirarle desde la ventana?

- Llevas desde que bajé aquí por primera vez observándome tocar la guitarra desde tu ventana. Parecía que querías bajar pero nunca te atrevías. Y hoy, por fin, lo has hecho.

No sabía qué decir. Cuando adquirí de nuevo todo el control sobre mi boca, sólo se me ocurrió preguntar:

- ¿Por qué bajas aquí a tocar? ¿No puedes tocar en tu casa?

- Mi mujer me lo prohíbe -sonrió amargamente. Quería a su mujer, estaba claro, pero también quería a su guitarra y a su música-. Un día me dijo que si quería tocar la guitarra debía hacerlo en la calle. Así que con las mismas cogí la guitarra y me senté en este banco a tocar. Al principio no me gustaba tocar aquí, pero cuando te descubrí en la ventana, todo adquirió sentido. Toqué para ti.

Sentí cómo me sonrojaba. Él, al parecer, lo vio y sonrió con dulzura. Aparté la mirada y la fijé en mis pies, con los que jugueteaba para no parecer demasiado estúpida e infantil.

- Sé que es un tanto brusco, pero creo que deberías saber que eres mi primera oyente -volvió a sonreír. Y no pude hacer otra cosa que sonreír también.

- Gracias.

- ¿Por?

- Por tocar para mí y por dejar que cante contigo esta noche.

Me levanté para irme. Ya era casi totalmente de noche y no quería acostarme tarde. Pero sentí cómo una mano me cogía de la muñeca e impedía que me fuera a mi casa.

- No te vayas todavía -iba a protestar, pero me di cuenta de que no me quería marchar de allí. Así que me volví a sentar en el banco y volví a cantar con él y para él. Esta vez él era mi público, sólo él, y yo era el suyo.

La gente nos miraba extrañada cuando pasaban a nuestro lado y cuando la noche fue tan profunda que cualquier tipo de sonido sobraba, él dejó la guitarra a un lado y se puso a observar las estrellas. Le imité. Y entonces sentí cómo su mano cogía mi mano.

Sabía perfectamente que aquello estaba mal. Y cuando le besé en mi portal seguía sabiendo que aquello estaba mal. Y cuando nos convertimos en amantes secretos supe más que nunca que aquello estaba mal. Pero no podía hacer nada. Porque también sabía desde el primer momento en que le vi tocar la guitarra frente a mi ventana que me había enamorado perdidamente de él.



Shurha

lunes, 20 de julio de 2009

Entre nosotras

Zoe era mi mejor amiga. Siempre lo había sido. Siempre lo sería. Nos contábamos absolutamente todo. Con ella compartía mis alegrías, mis penas; mis risas, mis lágrimas; mis cosas buenas, y también las malas; los días claros, los días oscuros. Lo que pasaba por mi cabeza no tardaba en pasar por la suya, y lo que pasaba por la suya no tardaba en pasar por la mía. Se podía decir que no teníamos ningún secreto. Hasta, que un día, ella tuvo un secreto.

Cada día que pasaba la notaba un poco más fría. Al principio pensé que eran impresiones mías, pero según iba pasando el tiempo concluí que no, no me lo imaginaba. Cada día se distanciaba un poquito más. Al principio fue tan sólo algo físico: ya no me abrazaba como antes, siempre que tenía la ocasión; ya no me hacía cosquillas cuando estaba medio dormida; ya no me daba besos en la mejilla. Después empezó a ser algo más que físico: los fines de semana ya quedaba tanto conmigo. Decía que tenía cosas que hacer. También empezó a venir menos a mi casa y tampoco se quedaba a dormir en ella. Hubo una semana que ni siquiera la vi, cuando lo más normal era que la viera tres días o cuatro. El siguiente paso fue intentar evitarme.

No cogía mis llamadas y tampoco las respondía. No me contestaba a los mensajes. No me hablaba en el chat. No me contestaba los correos. Incluso una vez la mandé una carta y ni siquiera tuve noticias de que la recibiera. Cuando iba a su casa, su madre me decía que no estaba. Pero yo sabía perfectamente que ella estaba allí, detrás de su madre. Huía de mí. Y yo no sabía qué era lo que me dolía más, si el hecho de que huyera de mí o el hecho de no saber porqué huía de mí. Y la situación me estaba empezando a cansar, cada vez más. No acertaba a entender porqué lo hacía, porque a mis ojos no tenía ningún motivo para hacerlo.

Así que un día tomé una decisión, quizá algo precipitada, pero necesitaba tomarla. No fui a la última hora de clase y me planté en la puerta de su instituto. Saldría por ahí en menos de media hora. El instituto no tenía más salidas que esa. Así que, aunque me viera, no podría huir de mí. No esta vez. Cuando salió al patio me vio e intentó dar un rodeo para evitarme, pero yo fui a por ella.

Ni siquiera la saludé.

-¿Qué te pasa conmigo?

-¿Contigo? Nada -dijo, como si fuera lo más normal del mundo.

-¿Nada? No te creo, Zoe. Me evitas, huyes de mí, no quieres saber nada de mí. Es como si yo para ti ya no existiera. ¿Qué te pasa, Zoe?

Ella calló y apartó la mirada. Me dio la impresión de que se estaba sonrojando. Masculló algo que yo no entendí y me acerqué a ella para oírla mejor por si lo repetía. Entonces me miró a los ojos y, de repente, tuve sus labios contra los míos. Me quedé tan sorprendida que no me di cuenta de que mi corazón palpitaba demasiado rápido.

-Estoy enamorada de ti, estúpida. Y tú ni te habías dado cuenta.

Me volvió a besar... una y otra vez... Y yo, como era obvio, no opuse resistencia.




Shurha

jueves, 16 de julio de 2009

La doncella del balcón

El joven se despertó todavía de noche. Giró la cabeza y miró por la ventana. Vio la Luna, llena, blanca y plateada, coronando el cielo negro como su cabello. La Reina de la Noche había salida a pasear.

Se levantó del lecho de blancas sábanas y se acercó al balcón de su alcoba y miró a la perfecta redondez plateada que le observaba desde su trono de estrellas.

Entonces la vio. Cerca del lago que se encontraba cerca del castillo, de pie, bañada por una luz blanca y pura, tan blanca y pura como sus cabellos, estaba ella. Una joven pálida, de ojos negros, con el cabello blanco y el vestido inmaculado.

Miraba hacia el balcón. Miraba hacia el joven que también la observaba a ella, hacia el hombre de negros cabellos y ojos acuosos.

Quedaron mirándose a los ojos, hechizados como estaban y, después, tras unos minutos que parecieron años, siglos, aunque bien podía haber sido así, la doncella, girándose grácilmente y echando a andar, desapareció por la espesura a la vez que el sol empezaba a salir.

El joven observó el camino, todavía hechizado por los profundos pozos que la doncella tenía por ojos. Sus facciones, tan dulces que podían derretir cualquier corazón que se pusiera por delante; su piel, tan blanca que parecía leche; y su cabello... tan largo que le llegaba por la mitad de los muslos, ondulado, no demasiado, que caía en cascada por su cara y su espalda.

En ese momento, sintió en su pecho el latir de su corazón muerto. Sintió por primera vez en mucho tiempo la sangre correr por sus venas y que su alma inmortal sentía como no sentía desde hacía siglos. Tantos años hacía de eso que no recordaba el amor.

A la noche siguiente le despertó un ligero chapoteo en el lago cristalino del jardín del castillo. Salió al balcón y vio a la doncella de la noche pasada, jugando, desnuda, con el reflejo de la Reina en la oscuras aguas de la laguna.

Sus cabellos flotaban por la superficie de espejo del lago. Eran como una sábana blanca que barría el agua mientras la joven se adentraba más en el lago.

El corazón del joven latió con más fuerza al ver la imagen de la doncella bañándose. Se quedó observándola, como un bandido nocturno que observa a su presa antes de saltar sobre ella y robar su inocencia.

Pero el sol empezó a mostrarse pronto por el negro horizonte, tiñéndolo todo con un reflejo dorado y haciendo que el reflejo de la luna empezara a desaparecer y, con él, la doncella del lago.

El joven no pudo evitar sentirse roto por dentro. No sabía si la joven conocía sus sentimientos o incluso si sabía que le observaba por las noches. Pero la misteriosa barrera que les separaba, al mismo tiempo les unía y hacía que el caballero deseara tocar la blanquecina piel de la joven.

Durante muchas noches siguió observándola paseando por el jardín, corriendo por el laberinto de flores de debajo del balcón del joven o bañarse en el lago con su blancura inmaculada inundando toda la superficie junto con la luna, su continua compañera.

Pero una noche la Reina no apareció en el cielo y el joven buscó a la doncella con la mirada por todo el jardín. Pero no la encontró ni en el lago, ni en su lecho de rosas, ni en el laberinto.

Una lágrima fría, casi de hielo, cayó por la muerta mejilla del inmortal hombre. No ver a la joven de sus sueños, a la blanca doncella del lago, de los inmaculados cabellos y lechosa piel, le dolía.

A las noches siguientes, un reflejo, casi un brillo, apareció en los jardines, casi imperceptible; pero el joven lo seguía buscando. Solo cuando la luna aparecía blanca en el cielo, la chica aparecía también y miraba al balcón...

Una noche, el hombre se despertó cuando una suave brisa fresca le acarició las duras facciones de su frío rostro. Abrió los ojos y vio a la joven sentada en el balcón, mirándole, susurrando un hombre con sus sonrosados y apetecibles labios carnosos.

“Marielle...” el nombre resonaba por las cuatro paredes de esa cárcel que era su alcoba, aunque solo fuese un simple susurro.

Se levantó y se acercó al balcón. Marielle no apartó los ojos de él, de sus ojos, de su boca, de su torso desnudo y moreno, de su cabello demasiad largo para un hombre... y de sus pies, que andaban hacia ella.

Él no podía evitar sentir la atracción fatal que le incitaba a acercarse hacia ella, hacia Marielle, la doncella blanca que ocultaba algo demasiado oscuro para se como ella era, blanca, pura e inmaculada.

Tocó su mano y la doncella ni se inmutó. Siguió mirándole a los ojos azules desde sus pozos negros y alzó una mano blanca.

“Marielle...” seguía susurrando con una voz hechizada y que hechizaba.

Acarició con el dorso de la mano la dura y fría mejilla del hombre que ante ella se encontraba. Sentía su respiración, fuerte por el deseo y le acercó a ella, haciendo que la abrazara.

Con todo, no apartó sus ojos de los del joven inmortal. Era imposible, pues la atracción que él sentía hacia la doncella, también ella la sentía. Por eso, cuando sus labios acariciaron los suyos, sin besarlos, solo rozándolos, su corazón latió fuertemente.

Su beso fue dulce, tierno, sencillo, sincero. El hombre sintió el amor como aquella vez lo había sentido. Ese amor que le había dejado encerrado en esa cárcel de piedra y hierro.

Cogió a la doncella en brazos y sintió el calor de su piel lechosa. Pasaron la noche juntos, enredados. El caballero negro y la doncella blanca, juntos por primera y última vez.

A la mañana siguiente, la doncella había desaparecido, dejando su dulce y olor penetrante en la almohada del joven. Esa noche no apareció, ni las siguientes, dejando al hombre solo y desesperado, roto.

“Marielle...” susurró el joven mientras se clavaba el puñal de cristal y hielo en medio del corazón. La sangre brotaba negra de su pecho.

Así apareció cuando entré en su alcoba que era su prisión, para decirle que su condena voluntaria había terminado. Y así me lo contó la Luna esa misma noche.

La Luna, la Reina, la Doncella Blanca, el Reflejo... Esa noche se tiñó de rojo la luna, esa noche que provocó un suicidio, esa noche que la doncella abandonó el mundo de los mortales para unirse al brillo de la luna, como siempre había hecho, como siempre había estado.



Shurha

lunes, 13 de julio de 2009

El viaje de las hadas

Cuando era pequeño pensaba que las hadas eran esos pequeños seres que volaban con sus delicadas alitas de colores por entre los árboles del bosque, o que se quedaban sentadas en la estantería de tu cuarto (llena de polvo, por supuesto) mientras dormías. Siempre me había imaginado a las hadas como a Campanilla, pero un poco menos agrias. Como el Hada Madrina, pero un poco más pequeñas.

Toda mi visión de las hadas cambió cuando llegó ella. Yo sólo tenía 10 años y era un niño tonto. Ella tenía 19 y era la novia de mi hermano. Era muy guapa y, aunque no tenía alas, yo en mi fuero interno estaba seguro de que podía volar. Su sonrisa iluminaba la habitación y hasta hacía reír a mi padre, siempre tan serio metido en su traje de marca.

Recuerdo el día en que le pregunté si era un hada...

- ¿Un hada, yo? Pero si las hadas tienen preciosos vestidos de colores y delicadas alas que parecen de cristal. ¿Cómo voy a ser un hada, Gabri? -me había sonreído. Entonces más que nunca estuve convencido de que era un hada.

- Pero te pareces a un hada...

Con una sonrisa había cortado la conversación. Desesperado, intentaba buscar cualquier resquicio de magia que pudiera dejar a su paso, quizá un halo dorado o unos polvos mágicos con los que hacer que las flores olieran mejor. Pero no lo conseguí. No encontré nada que pudiera demostrar que ella era un hada. Aún así seguía convencido.

Unos meses después, mi hermano y ella cortaron. Él me dijo que había sido un estúpido y la había hecho daño, con lo que no se podía permitir volverla a hacer daño. No quería volverla a ver llorar, por lo que había decidido no volver a verla. Y, por supuesto, yo no la volví a ver.

Sólo fue cuando crecí que me di cuenta de lo que no había visto cuando era un niño. Tal como me habría gustado decirle, las hadas no tienen porqué tener alas. Y, si las tienen, las llevan escondidas. Y no toda su magia se puede limitar a hacer que las flores huelan mejor o que el sol brille con más fuerza.

Su magia era la sonrisa. Con ella hacía que el ambiente fuera más dulce, endulzaba la vida de mi hermano, la de mi padre y la mía propia. Y no me había dado cuenta. Y la sonrisa es la magia que ahora reconozco más, y la que más valoro. Nada de sacar conejos de una chistera. Donde esté una buena sonrisa, que se quite la magia de pega.



Shurha

jueves, 9 de julio de 2009

Cristal de Bohemia

De ella tan sólo conocía que era morena y se hacía llamar Cristal. De sobra sabía que no era su nombre. Desgraciadamente, sabía poco de ella. Su nombre y su pelo. Había cientos de chicas, por no decir miles, que fueran morenas allí, en París. Además, su seudónimo no era especialmente conocido por las calles. Sólo en los círculos de bohemios parisinos que frecuentábamos los dos de vez en cuando sabían que ella se hacía llamar Cristal. Y, desgraciadamente, no encontré a nadie que me supiera decir su verdadero nombre. Y si lo encontré, no me lo quiso decir.

Había otra cosa que sabía de ella. Y era que escribía y pintaba de forma excepcional. Sabía transmitir todo un mundo de sensaciones y sentimientos con las palabras y con los colores. Un mundo de sensaciones y sentimientos que ni yo en mis mejores sueños habría sido capaz de transmitir. Toda ella era excepcional, y sólo había que ver su forma de moverse por la oscuridad. De manera elegante y sigilosamente, imperceptiblemente.

Quería conocerla. ¿Por qué? Ni idea. Quizá un pequeño calambrazo al ver su espalda me incitó a conocer a aquella pequeña maravilla de la creación. Era misteriosa y a mí el misterio me chiflaba. Y más en cuerpo de mujer. Y más en cuerpo de bohemia.

Después de los meses, volví desesperado al bar. No la encontraba, y mi corazón empezaba a latir desesperado, cada día más débil y cansado de esperar. ¿Acaso...? No. Yo no creía en esas cosas. Había dejado de creer en esas cosas hacía mucho tiempo. Y una mujer misteriosa no iba a hacerme cambiar de parecer. Perseguí otros romances fugaces, para intentar olvidar las razones que azuzaban a mi corazón a la locura permanente. Olvidé por momentos, pero cuando el día me sorprendía tendido sobre mi cama y con sueño, sentía que su nombre volvía a mis labios y me impedía seguir con mi vida de búho.

La puerta se abrió y, pasando desapercibida, entró en la oscuridad casi lujuriosa de aquel antro de mala muerte. Yo estaba apostado en la barra, con un whisky entre mis manos, el único que me entendía, por mucho que me doliera. Se sentó a mi lado y se pidió una copa. Entonces, quitándose el pañuelo del cuello, me miró y me dijo:

- Soy Cristal. ¿Me buscabas? -sentí que el tiempo se paraba y el mundo se silenciaba.



Shurha

lunes, 6 de julio de 2009

Memoria de una injusticia

Era de noche y los dos amantes se tomaron de las manos y se miraron a los ojos. Las palabras del sacerdote eran como campanas en la oscuridad, tan sólo iluminada por cientos de velas, que hacían del jardín un edén de sombras. La pareja se fue acercando, para sellar su sagrada unión con un beso. Como si aquello no pudiera separarles nunca. Cuando apenas les faltaban unos pocos centímetro para legitimar su sagrada unión, algunos soldados entraron en el jardín y apuntaron a la pareja con sus armas.

Con fuertes brazos separaron al joven y se lo llevaron, arrastrándolo por entre los árboles y arbustos, rasgando sus ropas y arañando su piel. La joven y el sacerdote quedaron solos en el jardín cuando de los ojos de ella empezaron a brotar lágrimas amargas.

- ¿A dónde se lo llevan, padre? -dijo al sacerdote. El anciano parecía alterado por que los soldados se llevaran al chico.

- No lo sé, hija.

Pero antes de que el hombre pudiera decir nada, la joven salió corriendo por el camino por el que había desaparecido su querido William. Gritaba su nombre en la oscuridad, pero su voz no la llamaba a ella. Iba a la deriva por entre los árboles y pronto desembocó en un camino iluminado por algunos faroles, un lugar imposible para seguirle la pista a los soldados.

Buscó consuelo en su padre pero él, tan frío como siempre, solo la dio unas palmaditas en la espalda y la dejó descansar, pues decía que a la mañana siguiente se encontraría mejor. Ella no entendía lo que quería decir su padre. ¿Cómo se iba a sentir mejor si habían arrestado a su prometido sin ninguna explicación?

A la mañana siguiente llegó una carta para ella, que rezaba que su prometido había sido arrestado por sus numerosas faltas y crímenes. ¿Qué crímenes? La carta no lo especificaba. Tampoco decía dónde había sido encarcelado, así que no podría ir a verle. Pero, aún con toda la pompa del sello real en la carta y todo aquello, la chica no se creía que William fuera un delincuente cualquiera.



Pero pasaron los años y ella no tuvo ninguna noticia de William ni de su encierro. Su padre había decidido que lo mejor para ella sería olvidarle y que encontrase un nuevo hombre con el que poder casarse y llevar una vida más o menos feliz. Pero ella no quería. ¿Cómo podría olvidar a William? Su padre no la comprendía y, además, la quería obligar a casarse con alguien de quien no estaba enamorada. ¿Cómo podía ser tan insensible, su padre? No lo comprendía y nunca lo llegaría a comprender.

Aún así, su padre se salió con la suya. Consiguió que ella aceptase la mano de un hombre rico y de buena posición social. Los remordimientos anidaban en su cabeza durante todo el día desde que le conoció hasta que el día en el que debía de celebrarse la boda. E incluso años más tarde, los remordimientos volvían de vez en cuando para torturarla y hacerla sentir culpable por lo que había hecho.

El día de la unión de la chica con su nuevo prometido era un día soleado, aunque ella no dejaba de derramar lágrimas. Iba a ser una celebración pomposa, llena de invitados, flores, cintas, sillas y un gran banquete para todos los asistentes.

El sol ya había llegado a su punto más alto cuando el sacerdote preguntaba si alguien tenía algo en contra de aquella sagrada unión que se estaba celebrando. Cuando estaba a punto de legitimar la unión, una voz fuerte y decidida sonó en el jardín iluminado por el sol:

- Yo tengo algo que objetar -todo el mundo se giró hacia el lugar del que provenía la voz y vieron a un joven sucio y descuidado, que se acercaba con paso firme hacia donde estaba la pareja. La joven, que había estado aguantando las lágrimas durante toda la ceremonia, sintió cómo toda su fuerza de voluntad desaparecía y su vista se hacía borrosa ante la visión del joven preso liberado-. Esta ceremonia no debería concluir así.

Los asistentes a la boda callaron. El padre de la novia enrojeció de ira. El novio quedó estupefacto. La novia lloraba. El sacerdote no sabía qué decir. Todos esperaron a que el joven recién llegado dijese lo que había ido a decir.

- Esta joven no es su legítima esposa, sino la mía. Vengo a por lo que me fue arrebatado hace años. Vengo a por mi felicidad... -sonrió a la joven novia, que le dio la mano y miró a su padre, sin decir ninguna palabra.




Años más tarde, cuando los dos amantes despertaron juntos una mañana lejos de todo lo que les había separado años atrás, la chica se atrevió a preguntarle de qué crímenes era culpable. William sólo respondió con una frase:

- Mi único crimen fue amarte cuando no me estaba permitido.




Shurha (Sé que este tema y desarrollo es el más típico, pero a mí me gusta...)

viernes, 3 de julio de 2009

Suspiros de estación

En la estación, la chica aguardaba junto a la maleta. Miraba hacia todos los lados, esperando ver aparecer de un momento a otro a Dorian corriendo por la esquina. Sabía que él era así de despistado, pero ¿podría olvidarse de que ese día ella salía de la estación de tren y que no volvería en años? Suspiró y llevó su maleta hacia un banco, en el que ella se sentó a esperar.



Dorian se puso los pantalones a toda prisa. Se ató las zapatillas como pudo y después eligió una camiseta al azar. No tenía tiempo para andar mirando qué camiseta sería la más adecuada para una despedida como aquella. Miró el reloj de su muñeca. Las once y cuarto. Si se daba prisa quizá llegaba a la estación justo para coger a Miriam de la muñeca y decirle eso que tanto deseaba decirle desde hacía tanto tiempo.

Quería decirla que la quería, pero no sabía si era el mejor momento. Ella se iba a marchar a Nueva York y estaría allí unos cuantos años, tres como mínimo, en una academia de danza de las mejores. Ella quería bailar y aseguraba que si quería ser alguien, tenía que pasar algún tiempo en esa academia. Nueva York no estaba tan cerca como podía estar París y los vuelos cruzando el Atlántico no eran precisamente baratos; las posibilidades de que se vieran durante aquellos años eran casi nulas, contando con que Miriam no iba a volver a Inglaterra para Navidad. Ningún año.

Cuando salió por la puerta ni se había peinado. ¿Qué más daba? No podía perder el tiempo y no creyó que a Miriam la importaba verle despeinado. Corrió por la calle y se encontró a su madre, que le gritó que dónde iba. Pero Dorian no escuchaba nada, salvo los latidos de su corazón y una voz en la cabeza que repetía el nombre de ella.



Ya había llegado el tren. No tardaría en subir a él y Dorian seguía sin aparecer. Se levantó lentamente y arrastró la maleta hasta la puerta del tren. Con ayuda de otro pasajero, consiguió subirla hasta el vagón. Después subió ella y, sin entrar del todo, volvió a mirar hacia los lados, por si Dorian aparecía en ese preciso momento. Pero no apareció.

Entró del todo en el tren y se sentó en su asiento, después de colocar la maleta en la rejilla sobre su cabeza. Se puso los cascos y empezó a escuchar música para evadirse del mundo que la rodeaba. Pero la sonrisa y la mirada de Dorian no se le iban de la cabeza. ¿Realmente aguantaría tanto tiempo sin ver a la única persona a quien ella quería?



Dorian corrió como alma que lleva el diablo hasta entrar por la puerta de la estación. Una vez allí, se dirigió al andén adecuado y observó cómo el tren todavía estaba parado. Recorrió todo el tren buscando a Miriam y la encontró en el último vagón, soltando unas discretas lágrimas, tan discretas como ella. Golpeó el cristal y Miriam le miró. Al principio no se lo creía, pero después se pegó a la ventana.

- ¡Te quiero! -gritó Dorian, a sabiendas de que Miriam no le oiría. Pero necesitaba decirlo, gritarlo para que se enterara el mundo.



Miriam no se lo creía cuando vio a Dorian pegado al cristal. La gritaba algo, pero ella no acertaba a escucharlo. Se limitó a leerle los labios y lo que leyó le dejó sin respiración.

En ese momento el tren se puso en marcha. Dorian seguía con la mano pegada al cristal de la ventanilla y Miriam luchaba por seguir viendo su rostro, hasta que el tren fuera tan rápido que él no pudiese seguir su ritmo. La mano de Dorian cada vez fue quedando más atrás hasta que la mano y él desaparecieron totalmente de la vista de la chica. Se derrumbó en su asiento, todavía sin creerse lo que había leído de los labios de Dorian.

¿Él la quería? Se sintió estúpida.



Shurha