miércoles, 30 de noviembre de 2011

25. Ven


Abrió los ojos. Llevaba, a su parecer, mucho tiempo intentando dormir, sin conseguirlo. A lo mejor durante dos minutos, podría que un poco más, pero nunca el suficiente sueño como para descansar o sentirse descansado. Miró el reloj de su mesilla de noche. Las cinco y media de la mañana. Suspiró. Hacía un calor inmisericorde, húmedo, pegajoso, que le hacía sudar aún con el cuerpo completamente desnudo y la sábana en el suelo. Tenía el calor metido dentro.
Se levantó lentamente. El suelo, que normalmente presentaba un alivio claro, estaba caliente. Cogió algo de ropa del armario, se la puso por encima y cogió los cigarros de encima del radiador. Salió a la calle.
Se notaba la noche en la ciudad. No había nadie y los gatos callejeros hacían su agosto paseando por las calles. Sacó un cigarrillo del arrugado paquete y lo encendió, mientras seguía paseando tranquilamente.
La calle estaba completamente en silencio, a excepción de sus pisadas rítmicas, y parecía que él era el único humano despierto y merodeando a esas horas. En un momento de pensamientos sombríos y postapocalípticos, le dio por pensar que parecía que era el último hombre sobre la faz de la tierra. Dio una calada y sacudió la cabeza, desechando esos pensamientos que no iban nada con él.
Al terminar el cigarrillo y tirarlo al suelo, decidió que quizá podía ya volver a casa, con paso tranquilo y sin ninguna prisa, fumándose otro cigarrillo por el camino. Total, seguramente no podría dormir y tampoco tenía nada que hacer, además de pasarse la vida y no vivirla.
Cuando abrió la puerta de su casa, su despertador emitió un pitido que indicaba que eran las seis en punto. Se sentía cansado, con las piernas como de mantequilla. Se arrastró hasta su habitación, quitándose la camiseta por el camino. Se tiró sobre la cama, aún con los vaqueros puestos y, en un momento de lucidez, miró hacia la mesilla, donde el móvil vibraba en silencio.
Lo cogió, intrigado, y miró el mensaje. Era de Kim. No era tan sorprendente que estuviera despierta, por aquello de su trabajo de búho, pero sí era sorprendente que le mandara un mensaje y más con lo que ponía.
“Ven” –decía sólo el mensaje.
Consultó el calendario. El día libre de Kim era el domingo y esa noche era de jueves. Estaba trabajando. En la cabeza se le planteaban dos únicas posibilidades: ir o no ir. Ir implicaba seguir la petición, o casi la obligación, de Kim, pero también implicaba no seguir lo que siempre le decía ella de que no fuera nunca a su trabajo; yendo se exponía a Kim. Pero si no iba estaría contradiciendo a Kim, contradiciendo lo que le pedía, siguiendo la guerra que ya había entre ellos y de la que ya le costaba encontrar el sentido.
Suspiró. Se levantó de la cama y fue a buscar la camisa y las llaves del coche. Supuso que la única alternativa real que le quedaba era ir, así que fue.
En el camino se saltó cinco semáforos en rojo y tres en ámbar. Realmente, a aquellas horas le daba igual. Al llegar a la casa, la zona frente a ella estaba prácticamente vacía. Reconoció el coche de Tara y el de Kim, además de unos cuantos más, que podían ser de clientes o de las chicas de la casa. La puerta estaba abierta, así que entró sin llamar. En el salón se oían voces, así que se asomó y encontró a cuatro chicas, entre ellas Tara y Kim, que charlaban animadamente.
-Connor… -murmuó Tara, con una sonrisa victoriosa iluminándole sus carnosos labios-. Has venido.
Kim miró hacia la puerta, donde Connor esperaba pacientemente a que ella dijera algo. Se quedaron mirándose fijamente a los ojos un buen rato, esperando que fuera el otro quien cediera y dijera algo o empezara a andar hacia la habitación de Kim. Las chicas que estaban en el salón se quedaron observando, intrigadas, sin saber muy bien qué pasaba entre ellos dos.
Finalmente, Kim se levantó del sofá donde estaba sentada con un suspiro. La falda del vestido le cayó con levedad sobre las piernas. Uno de los tirantes se le había caído del hombro y dejaba ver algo más de lo que debería. Sin decir una sola palabra, porque no hacía falta, pasó por el lado de Connor y empezó a subir las escaleras. Él, dirigiendo una mirada a Tara antes, la siguió en silencio hacia arriba.
Al llegar al piso superior, Kim se dirigió hacia su habitación, esperando dentro, con los brazos cruzados, a que Connor llegara. Éste cerró la puerta tras de si para que las chicas no les oyeran, aunque sabía que habría gritos por parte de ella; Kim era ciertamente aficionada a gritar.
-¿Te han dicho ya que eres un crío? –murmuró Kim.
Connor alzó una ceja. ¿A santo de qué venía eso?

jueves, 3 de noviembre de 2011

24. La segunda noche


Los dos cayeron exhaustos y jadeantes sobre el estrecho colchón de la cama de Connor. Hacía calor, mucho calor, y el sudor corría por su piel en finas gotas que dejaban surcos. Rouge rodó por la cama hasta poner los pies en el suelo y ponerse de pie. Connor la observó a contraluz desde la cama, jadeando todavía, y pudo ver cómo se ponía la camiseta encima de su torso desnudo.
-¿Ya te vas?
-Si –Rouge se quedó quieta un momento en la penumbra de la habitación y volvió la cabeza hacia Connor. Él pudo sentir cómo sus ojos se clavaban en su figura, intentando averiguar por qué había hecho esa pregunta, aunque lo cierto era que ni siquiera él lo sabía. Rouge probó suerte-. ¿Quieres que me quede?
Connor sacudió la cabeza, casi espasmódicamente.
-No. Vete.
Rouge iba a decir algo, pero no lo hizo. Sabía que si preguntaba algo no iba a obtener una respuesta clara y sincera. Así que se encogió de hombros mientras Connor se levantaba de la cama, completamente desnudo, y salía de la habitación. Se calzó las sandalias y siguió el rastro del chico.
En el pasillo, la luz blanquecina del fluorescente de la cocina iluminaba con una fuerza fría e impersonal. Cuidándose de no hacer demasiado ruido, Rouge se acercó a la puerta y asomó la cabeza. Ahí estaba Connor, desnudo, sacando de un botecito de plástico cuatro pastillas blancas.
-¿Connor…? –inquirió Rouge, viendo cómo Connor se metía las cuatro pastillas de golpe en la boca y se las tragaba sin necesidad de agua-. ¿Qué es eso?
-Somníferos. Los necesito para poder dormir por las noches.
-Pero cuatro pastillas a la vez…
Connor se volvió bruscamente hacia ella.
-Soy lo suficientemente mayorcito como para saber cuántas pastillas necesito para dormir o para, al menos, tener oportunidad para ello. Así que, ahora, si me lo permites, me gustaría intentarlo.
Era como si, tomando las pastillas, todo el interés que Connor pudiera tener en Rouge, todo lo dulce y a la vez salvaje que tenía cuando estaban en la cama se hubiera esfumado con el orgasmo. Torció el gesto y se apartó de la puerta para dejar pasar a Connor, que arrastraba los pies con cansancio hacia su habitación. Desapareció al otro lado de la puerta y cuando ya no estuvo a su alcance, Rouge suspiró con tristeza y, con los hombros hundidos, fue hacia la puerta principal y se fue de la casa.
En la habitación, sin embargo, Connor estaba tirado sobre la cama deshecha, casi esnifando el agradable olor a Rouge y a sexo que se había quedado en su dormitorio.
Se maldijo por ser tan gilipollas.