lunes, 27 de septiembre de 2010

04. Visita a las nueve

El sol de la mañana le pegaba en la cara sin piedad. Parpadeó un par de veces, intentando hacerse a la luz cegadora que entraba por la ventana, abierta de par en par y con la persiana subida del todo. Miró el reloj de su mesilla. Eran las ocho y media de la mañana y, si no recordaba mal, la última vez que lo había mirado eran alrededor de las seis menos cuarto y el cielo ya había empezado a clarear. Se estiró sobre la cama cual perro después de una larga siesta. Dos horas y media, un nuevo récord para apuntar en su historia de insomne.

Se levantó bostezando. No conseguía explicárselo pero, cada vez que dormía un poco, al levantarse se sentía renovado, como si el sueño hubiera durado doce horas.

Descalzo y en calzoncillos recorrió el amplio pasillo de su enorme apartamento. Sus pasos no sonaban y, si no fuera porque él sabía que no era un espíritu ni nada por el estilo, hubiera pensado que su presencia en esa casa era tan sólo fruto de la imaginación. Al fin y al cabo, había muchas veces que se sentía como un ser etéreo, invisible y sin necesidades humanas.

Entró en la cocina, blanca e inmaculada. La mesa supletoria estaba como el primer día, en que su tía dejó allí el jarrón con flores de plástico, vacía y limpia. Ella sólo había ido una vez a ese apartamento y no había vuelto porque sentía que ya había cumplido la promesa que había contraído con la madre de Connor: cuidar de él hasta que fuera un hombre. Sobraba decir que la mujer había pensado que, al mudarse, ya se había convertido en un hombre. Plantado en la mitad de la cocina, Connor miró el rincón donde estaba la cafetera. Suspiró al verla; no había café.

Recorrió de nuevo el camino hacia su habitación y, una vez en ella, abrió el armario para sacar unos vaqueros. Necesitaba un café y una aspirina ya y, si no lo encontraba cuanto antes, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

Pero cuando se estaba subiendo los pantalones, llamaron al timbre. No esperaba a nadie y, si de verdad lo hacía, se le había olvidado. Fue a abrir y cuando lo hizo, una cara delgada y enmarcada en unos tirabuzones rubios poco definidos se le plantó delante.

-Buenos días –dijo ella, sonriendo.

-Kim… ¿Qué se supone que estás haciendo aquí? –Connor se apoyó en la puerta medio abierta y miró a la chica a los ojos.

-Te traigo café y donuts –Kim extendió la mano, enseñándole una bolsa de papel marrón que Connor no cogió.

-No tendrás una aspirina, ¿verdad?

-Siempre llevo un bote en el bolso.

Parecía que Connor se lo estaba pensando antes de dejarla pasar. La miró de arriba abajo, como si quisiera examinar a una chica que ya se conocía de memoria. Finalmente pareció acceder y abrió del todo la puerta, haciéndose a un lado para que Kim pudiera pasar. La chica se ladeó y anduvo de costado, quedando a pocos centímetros del torso desnudo de Connor. Pero él estaba demasiado cansado como para fijarse en detalles como esos.

Kim pasó a la cocina y dejó la bolsa sobre la mesa del jarrón de flores de plástico. Se arremangó el suéter hasta los codos y luego se pasó la mano por la frente, apartándose el flequillo.

-Pensé que iba a hacer más fresco… -comentó, abriendo la bolsa de papel.

Connor, que regresaba de su habitación con una camiseta en la mano, la miró con una ceja levantada.

-Es verano, Kim, y en esta maldita ciudad siempre hace un calor de mil demonios.




Cris.

lunes, 20 de septiembre de 2010

03. Olores

Olía a una extraña mezcla entre tabaco, alcohol barato y perfume de mujer. Tan extraña que hasta a él mismo le sorprendía oler así. Y eso que podía presumir de tener experiencia en olores raros, gracias a su insomnio. Había olido la nieve a las cinco y media de la mañana cuando la furgoneta del panadero pasaba por debajo de su ventana. Había olido el sudor de una prostituta en verano. Había olido las hojas caerse en sus paseos a las tres de la mañana para refrescarse.

Era una extraña ventaja de tener insomnio: olía cosas que los demás no habían olido ni olerían en su vida.

Miró hacia el lado de la cama que ocupaba la mujer desconocida. Tenía algunos mechones de pelo en la cara, sobre la frente sudorosa, y se extendía todo lo que podía sobre el colchón. Tenía calor. Era el problema del verano en esa parte del país: era inmisericorde y, a menudo, no se podía dormir con normalidad. Connor lo notaba en que, cuando en verano se asomaba a la ventana de su dormitorio, había más luces encendidas en los edificios de alrededor.

La chica se revolvió a su lado. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo desnudo y resopló, intentado quitarse unos mechones de la frente. Se levantó de la cama y, al quedarse sentado en el borde del colchón, el somier chirrió. Debería cambiarlo, había pensado cientos de veces, pero le daba demasiada pereza y, en ese mismo instante, estaba demasiado borracho como para pensar en eso. No era por el dinero; eso le sobraba. Era porque, sencillamente, no le apetecía ir a la tienda de camas que estaba al otro lado de la ciudad y volver con un somier nuevo.

El suelo estaba frío cuando lo tocó con los pies, lo cual fue un pequeño alivio para su acalorado cuerpo. Anduvo por la habitación hasta la ventana abierta de par en par y se asomó, apoyando los codos en el marco. El aire que corría en la calle era cálido y Connor tuvo la sensación de que unas lenguas de fuego le lamían la cara.

Cogió un paquete de tabaco arrugado de encima del radiador que estaba debajo de la ventana y se llevó un cigarrillo a la boca. Mientras lo encendía, escuchó un ruido a sus espaldas. Dejó la cajetilla y el encendedor de nuevo sobre el radiador y se giró para ver cómo la chica que antes dormía tranquilamente en su cama estaba sentada en el colchón, completamente desnuda y rascándose la cabeza.

-¿Vas a volver a la cama?

-No. Y tú deberías marcharte de ella –dijo, lo más frío que pudo. La chica se le quedó mirando entre sorprendida e incrédula.

-¿Me estás echando? –preguntó, no demasiado convencida.
Connor se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una profunda calada, con la vista fija en la chica que le miraba desde la cama. Se dio unos segundos antes de responder para expulsar el humo con lentitud.

-Exacto.

En ese momento, Connor acababa de batir un récord: seguro que era el joven de menos de treinta años más odiado de toda la ciudad. Pero, aún así, siguió fumándose su cigarrillo mientras la chica se vestía y se marchaba del apartamento; eran las cuatro de la mañana.




Cris

lunes, 13 de septiembre de 2010

02. Vida nocturna

En ese preciso momento, Connor sólo pensaba en mujeres. No sabía muy bien cuáles y tampoco sabía cómo, pero pensaba en ellas. Se llevó el vaso a la boca y bebió un poco. Serían alrededor de las dos de la mañana y él no pensaba moverse de allí a no ser que el whisky del bar se terminara. En ese caso se vería obligado a pagar, renunciar y volver a casa a seguir con su insomnio.

Pero no estaba dispuesto a rendirse. Miró hacia un lado y vio a unas cuantas chicas de unos veinte años bailando junto a la pared. Sonrió para sí mismo mientras las observaba atentamente o, más bien, las examinaba. Había un par que no estaban nada mal. Sólo necesitaba que alguna de esas dos se separara del grupo para poder ir a por ella. Era como una especie de táctica de cazador-presa: espera a que tu objetivo se quede solo y sin la protección de la manada para poder ir a por él.

La oportunidad se le presentó pronto. De las dos chicas, una se inclinó hacia una de sus amigas, le dio algo al oído y entonces empezó a andar en su dirección. Era la más mojigata, con sus vaqueros pitillo y su suéter a rayas.

Cuando pasó a su lado, Connor le tocó ligeramente el brazo. Ella se volvió.

-¿Puedo invitarte a una copa?

Por su sonrisa, su ligero asentimiento con la cabeza y su “claro” susurrado, Connor supuso que había dado con la chica adecuada. Y efectivamente.

A los veinte minutos, los dos estaban montados en su coche.




Cris

viernes, 10 de septiembre de 2010

01. Manual de supervivencia

El reloj de su mesilla decía que eran las tres y media de la madrugada. Llevaba metido en la cama desde más o menos la medianoche y no había conseguido dormir ni un mísero minuto. Suspiró. Hacía un calor de mil demonios y, aún con la ventana abierta de par en par, seguía sudando como un pollo. La sábana se le pegaba al torso desnudo, de tan empapado que estaba en sudor.

Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, con la luz que entraba de la calle como única manera de ver lo que le rodeaba. La habitación estaba prácticamente vacía, no se había molestado en decorarla lo más mínimo. No le gustaba decorar, pensaba que era estúpido y que sólo valía para gastarse un dinero que podría invertir en otras cosas.

Volvió a suspirar. Odiaba no poder dormir. Abrió lentamente el primer cajón de la mesilla de noche, en la que guardaba prácticamente todo lo que le importaba que estuviera en esa habitación, y sacó un pequeño bote de pastillas para dormir. No confiaba demasiado en ellas, pero al menos le dejaban atontado y era como sumergirse de nuevo en un sueño casi reparador.

Se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, bote de pastillas en mano, y allí se sirvió un vaso de whisky sin hielo. Abrió el bote y dejó que tres pastillas cayeran en la palma de su mano. Quizá eran demasiadas, pero así conseguiría un mayor efecto. Seguro que el doctor no estaba de acuerdo con ello, pero le daba más bien lo mismo; era su vida. Un médico del tres al cuarto no tenía por qué decir qué hacer o qué no hacer con su vida por las noches.

Se metió las tres pastillas a la boca y después se bebió todo el whisky de su vaso. Lo dejó en el fregadero, para marcharse después con paso lento y arrastrando los pies hacia su cama. Qué sueño tenía...




Cris