martes, 12 de enero de 2010

La cenicienta que no quería perder el zapato.

Había vivido incontables veces el mismo cuento. Sí, el cuento de siempre, el de todas las noches antes de irse a dormir, el de todas las madrugadas cuando el sueño no visitaba a aquella niña que crecía a pasos agigantados. Sí, el mismo cuento. Su propio cuento. Y estaba realmente cansada de él.

Se lo sabía de memoria. Ella, una joven e inexperta muchachita de campo que trabajaba para su malvada madrastra y sus insoportables hermanastras. Él, un príncipe apuesto y deseado que buscaba una chica con la que casarse y heredar el reino de su padre. Y después aquel condenado baile, en el que conocería, de rebote, al príncipe azul de sus sueños y que, además, quedaría prendado de ella. Y aquel hechizo que desaparecería a las doce. Y cuando las campanadas sonaran, ella bajaría corriendo las escaleras y escaparía, perdiendo su zapato de cristal.

Y a la mañana siguiente, el príncipe, enamoradísimo, haría buscar a la propietaria de aquel zapato. Y la encontraría, de rebote, y no se podría ni imaginar que fuera ella, una joven e inexperta chica de campo que trabajaba para su madrastra y sus insoportables hijas. Pero sí. Y la llevaría a su palacio, y se casarían y serían felices para siempre... Sí, para siempre. Menudo aburrimiento. Estaba cansada de vivir lo mismo día tras día, noche tras noche. A las niñas les encantaba y jugaban a ser ella. Pero cuando hubieran vivido cien veces la misma historia, no les gustaría tanto.

Pero, ¿qué podía hacer? La historia estaba escrita con tinta indeleble en las mentes de todas las niñas del mundo, y en las de sus madres. Había formado parte de su pasado, de su presente, y formaría parte, también, ¿por qué no?, de su futuro. Así que estaba condenada a seguir viviendo la misma historia una y otra vez, una y otra vez. Y no quería.

Así que, una noche, cuando el Hada Madrina acababa de llegar para proporcionarle aquel vestido blanco, aquella carroza que era una calabaza y aquellos zapatitos de cristal que ella tanto aborrecía, se plantó frente a ella y dijo:

- Estoy harta de mi historia, del final feliz porque él lo diga, de las mismas palabras día tras día -el Hada Madrina la miró sorprendida, pero ella siguió hablando, enfurecida. Y terminó, diciendo-: ¡Dejadme vivir la historia que yo quiera vivir!

Y así, mojadas las mejillas con lágrimas de rabia, abandonó el patio de aquella maldita casa, abandonó aquella ciudad que tantos disgustos la había dado, y abandonó su historia, rumbo a nuevos cuentos que, sabía, la acabarían cansando. Pero quería nuevas palabras, nuevos finales, nuevos personajes. Y, sobre todo, no quería volver a perder aquel condenado zapato para que el condenado príncipe fuera a buscarla a su condenada casa para llevarla a su condenado castillo y ser, una vez más y para siempre, condenadamente felices.

El para siempre sonaba demasiado lejano y aburrido...

1 comentario:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

y se acabó el vestirse de princesa para descubrirse de verdad cada día. Excelente.