Pero no lo hizo. Estaba demasiado cansado y (se sorprendió
encontrándose así) derrotado como para buscar una cafetería donde se quisiera
sentar a beber sus penas con café. Así que decidió ir a casa y tumbarse en la
cama. Se tomaría cuatro o cinco somníferos, confiando en que, quizá, por esa
vez, le harían efecto y podría dormir doce horas. Cuando se despertara, la
discusión con Kim se habría diluido tanto en su mente que apenas existiría.
Su piso estaba frío a pesar de que en la calle empezaba a
hacer calor, si es que alguna vez había dejado de hacerlo. Se desnudó sin
ninguna prisa, tirando su ropa sobre el sofá del salón y después, en
calzoncillos, fue hasta la cocina y abrió el cajón donde guardaba las
pastillas.
Se quedó mirando el bote durante un rato, contando las
pastillas blancas y alargadas una y otra vez, sin girar la tapa, sin
atragantarse con ellas en su avidez por intentar dormir y casi pudo escuchar la
voz de Rouge retumbando en su cerebro.
“Pero cuatro pastillas a la vez…”
Había dicho, preocupada. Preocupada. Ella, que ni siquiera
le conocía. Valiente atrevida…
Sacudió la cabeza y giró la tapa con un movimiento rápido,
y se echó cuatro pastillas en la mano. Las miró con atención antes de
metérselas en la boca, tragarlas y dejar que fueran directas a su corriente
sanguínea. Las movió con la palma de la mano y se mordió el labio, dudando por
primera vez de sus amados y necesitados somníferos.
-A la mierda –se dijo a sí mismo y, de un golpe, se metió
las pastillas a la boca y las tragó sin agua.
Con las mismas metió las pastillas en el cajón y se dirigió
a su cama, dispuesto a dormir horas y horas. Tantas que ni se imaginaba cómo
sería despertarse después.
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