Para su sorpresa, en el coche se estaba a gusto. Después de la terrible mañana que le había dado, de repente, Kim, la tranquilidad de su viejo Porsche se le antojaba ficticia pero, de algún modo, reconfortante. Suspiró, apoyando las manos en el volante, sin querer arrancar el motor y marcharse de allí. No sabía cuándo volvería a ver a Kim. Y su orgullo estaba demasiado hinchado como para llamarla en cualquier momento del día, pero también lo estaba para volver a entrar en la casa y tener una conversación decente con ella. Así que se quedó ahí, sentado dentro del coche, en silencio, observando fijamente la matrícula del coche que estaba aparcado delante del suyo hasta que dejó de ser desconocida para él.
La verja de la casa se abrió y una resplandeciente Kim, con el pelo mojado cayéndole sobre los hombros, salió a la calle. Echó una mirada de soslayo al Porsche que se conocía de memoria y en cuyo asiento trasero se había acostado un par de veces con Connor, pero pasó de largo.
Estuvo a punto, a tan sólo un suspiro, de bajarse del coche y gritar su nombre, ofrecerle el asiento de copiloto durante unos minutos para hablar como gente civilizada, pero la poca convicción que tenía desapareció cuando Kim se subió a su modesto Ford verde y arrancó el motor casi inmediatamente.
Poco después, la estela brillante del coche desaparecía por la curva que desembocaba en una de las calles principales del barrio residencial.
-Gilipollas… -susurró Connor, aunque no supo si se lo decía a Kim o, sin embargo, se insultaba a sí mismo.
Arrancó el motor, por fin, después de estar no sabía cuánto tiempo apostado junto a la verja del burdel, esperando a cualquier cosa que pudiera pasar. Salió de la plaza de aparcamiento y tomó la curva, en el mismo sentido en que lo había hecho Kim a penas minutos antes. Se imaginó la ruta que la chica haría hasta su buhardilla, que en el fondo era prácticamente la misma que tenía que hacer Connor para llegar a su casa, sólo que la habitación con baño y cocina de Kim estaba más lejos que el para nada modesto apartamento de él. La imaginó haciendo la rotonda de la calle principal y coger la tercera salida. Se la imaginó esperando en aquel semáforo cansino que siempre se ponía en rojo cuando ibas a pasar. Se la imaginó aparcando el coche en aquella especie de descampado que tenía detrás de su casa.
Tenía que admitirlo: en la desviación que tenía que coger para ir a su casa estuvo a punto de cambiar de rumbo y plantarse frente a la casa de Kim. Pero giró a la derecha, directo hacia la calle principal, suspirando. Cuando llegó a casa, dio un portazo que retumbó en el pasillo prácticamente vacío de su piso. Se quitó los zapatos según avanzaba por la casa, a la vez que se desabotonaba la camisa y se la sacaba de dentro del vaquero.
Cuando sólo le quedaban los pantalones, miró el reloj con desdén y pena: a penas los números llegaban a las 10 de la mañana. Le pegó una patada a la puerta de la habitación. Todo el orgullo que había ido acumulando durante esa mañana y durante el trayecto en coche desde el burdel hasta su casa se había convertido en rabia contenida. Y de algún modo tenía que soltarla. Maldita Kim y maldita manía suya de no apreciar las cosas. Por una vez (sólo por una vez) había bajado las barreras y había conducido de noche hasta el burdel donde trabajaba sólo para verla. ¿Y ella cómo respondía? Gritándole y tachándole de insensato por ir hasta allí.
Pues muy bien. No volvería a dar ni un solo paso más, si era lo que quería.
De repente, como si de una revelación divina se tratase, vio la lamparita que tenía en su mesilla de noche, con su piel de cerámica y su pantalla amarillenta por el humo del tabaco. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, lanzó la lámpara al suelo y luego la dio un par de patadas; el pie se hizo añicos, la bombilla salió volando hacia la otra esquina de la habitación y los alambres que daban forma a la pantalla rompieron la tela, doblándose.
No se sentía mejor. Ni siquiera un poquito. Pero algo de la adrenalina soltada le corría por las venas y eso le hizo sonreír. Como movido por un resorte, como si realmente no fuera él quien dirigiera sus pasos, fue hacia la alacena del salón y cogió un vaso y la botella de whisky, que estaba a medias. Era plenamente consciente de que tan sólo eran las diez de la mañana, pero tampoco tenía nada mejor que hacer. Se sirvió un poco en el vaso, apenas un sorbo, y se lo bebió de un trago.
Sintió cómo el whisky pasaba por su garganta, abrasando cada fibra de rabia. Puso música y se sentó en el sofá, con el vaso vacío en una mano y la botella de whisky en otra. Estiró las piernas, apoyándolas en la mesita de cristal que tenía en medio del salón y se sirvió otra copa.
1 comentario:
Connor me sigue recordando a alguien. Still reading ~
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