El suelo, recubierto con una moqueta granate suave bajo la piel de sus pies, parecía deslizarse a velocidades vertiginosas mientras descendía los peldaños que le llevaban directo al piso de abajo. La casa entera dormía tras una noche de trabajo, gritos y sudor, y los únicos ruidos que Connor podía oír eran las gotas de café que venían desde la cocina.
Esa parte de la casa estaba vetada a los clientes que llegaban al burdel, pero necesaria para las chicas que trabajaban allí. Aunque ninguna solía comer habitualmente allí, a veces pasaban la tarde a falta de un lugar mejor para ello; las vidas de la mayoría no eran, lo que se suele decir, un camino de rosas. Sin quererlo, la cocina del burdel se había convertido en un lugar de reunión de las chicas y un sitio más donde tomarse un café o un zumo después de que el cliente se marchara.
Atravesó la puerta que separaba el pasillo público del privado, donde estaba la cocina. Giró a la derecha y se encontró con Tara, totalmente desnuda. Su ropa descansaba sobre una de las sillas de la cocina y ella estaba frente a la cafetera, con las manos sobre la encimera, esperando a que el café terminara de hacerse.
-Buenos días –dijo Connor, entrando por la puerta de la cocina.
Tara dio un respingo y le miró.
-Poco ha durado la conversación…
-Se ha limitado a decirme que no le gusta que venga a visitarla.
Connor se sentó en una de las sillas y se puso los zapatos. Tara permanecía de espaldas a él, observando a la cafetera como si así se fuera a hacer antes el café. De vez en cuando, él levantaba la mirada y la posaba en aquellas curvas, tan vertiginosas como la velocidad que le había llevado hasta allí; se veían prácticamente perfectas a la luz amarillenta que entraba por entre las cortinas raídas.
La cafetera dejó de hacer aquel ruido infernal y Tara abrió un armario que estaba sobre su cabeza, estirándose ligeramente.
-¿Quieres un café?
-Estaría bien –dijo, simplemente, apartando ligeramente la cortina para mirar el jardín trasero.
-¿Con azúcar?
-Tres cucharadas.
Un par de minutos después, una taza de café humeante estaba encima de la mesa frente a él, y Tara apoyaba la espalda en la encimera, dejando que su mirada se perdiera tras los cristales de la puerta trasera. El silencio era una suerte de muro entre los dos.
-¿Te importa que fume? –dijo Tara, dejando la taza de café sobre la encimera que había perdido su blanco nacarado hacía tiempo y alargando la mano para acercar un cenicero y un paquete de cigarrillos a punto de terminarse.
-No sabía que fumaras –comentó él, haciéndole una seña para que le pasara el paquete cuando ella cogiera uno.
-Y no fumo. Pero a veces me sienta bien. ¿Tú desde cuando fumas?
-Desde antes de lo que me gustaría reconocer… -sacó un mechero del bolsillo de su pantalón y encendió el cigarrillo, disfrutando de la primera calada del día. El humo se arremolinó a su alrededor, hasta que se difuminó en el aire.
Tara también se había encendido el cigarrillo, pero ni siquiera el tema del trabajo les permitió seguir hablando. Así que cuando la taza de café de Connor estuvo acabada y en el cenicero se acumulaban tres cigarrillos y medio, el chico se levantó de la silla arrastrándola levemente y anduvo hacia la puerta. La voz de Tara pronunciando su nombre le hizo girarse.
-Si fuera tú, me disculparía con Kim.
-No te metas en mi vida, ¿quieres, Tara? –dijo, fulminando su cuerpo desnudo con la mirada-. Recuerda que sigue siendo mía, no tuya.
-Vaya, eres borde hasta por la mañana… Qué sorpresa… -la ironía resbaló de sus labios y luego, con un tono arisco y seco, añadió-: Que tengas un buen día.
Connor no dijo nada al salir.
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