Abrió los ojos. Llevaba, a su parecer, mucho tiempo
intentando dormir, sin conseguirlo. A lo mejor durante dos minutos, podría que
un poco más, pero nunca el suficiente sueño como para descansar o sentirse
descansado. Miró el reloj de su mesilla de noche. Las cinco y media de la
mañana. Suspiró. Hacía un calor inmisericorde, húmedo, pegajoso, que le hacía
sudar aún con el cuerpo completamente desnudo y la sábana en el suelo. Tenía el
calor metido dentro.
Se levantó lentamente. El suelo, que normalmente presentaba
un alivio claro, estaba caliente. Cogió algo de ropa del armario, se la puso
por encima y cogió los cigarros de encima del radiador. Salió a la calle.
Se notaba la noche en la ciudad. No había nadie y los gatos
callejeros hacían su agosto paseando por las calles. Sacó un cigarrillo del
arrugado paquete y lo encendió, mientras seguía paseando tranquilamente.
La calle estaba completamente en silencio, a excepción de
sus pisadas rítmicas, y parecía que él era el único humano despierto y merodeando
a esas horas. En un momento de pensamientos sombríos y postapocalípticos, le
dio por pensar que parecía que era el último hombre sobre la faz de la tierra.
Dio una calada y sacudió la cabeza, desechando esos pensamientos que no iban
nada con él.
Al terminar el cigarrillo y tirarlo al suelo, decidió que
quizá podía ya volver a casa, con paso tranquilo y sin ninguna prisa, fumándose
otro cigarrillo por el camino. Total, seguramente no podría dormir y tampoco
tenía nada que hacer, además de pasarse la vida y no vivirla.
Cuando abrió la puerta de su casa, su despertador emitió un
pitido que indicaba que eran las seis en punto. Se sentía cansado, con las
piernas como de mantequilla. Se arrastró hasta su habitación, quitándose la
camiseta por el camino. Se tiró sobre la cama, aún con los vaqueros puestos y,
en un momento de lucidez, miró hacia la mesilla, donde el móvil vibraba en
silencio.
Lo cogió, intrigado, y miró el mensaje. Era de Kim. No era
tan sorprendente que estuviera despierta, por aquello de su trabajo de búho,
pero sí era sorprendente que le mandara un mensaje y más con lo que ponía.
“Ven”
–decía sólo el mensaje.
Consultó el calendario. El día libre de Kim era el domingo
y esa noche era de jueves. Estaba trabajando. En la cabeza se le planteaban dos
únicas posibilidades: ir o no ir. Ir implicaba seguir la petición, o casi la
obligación, de Kim, pero también implicaba no seguir lo que siempre le decía
ella de que no fuera nunca a su trabajo; yendo se exponía a Kim. Pero si no iba
estaría contradiciendo a Kim, contradiciendo lo que le pedía, siguiendo la
guerra que ya había entre ellos y de la que ya le costaba encontrar el sentido.
Suspiró. Se levantó de la cama y fue a buscar la camisa y
las llaves del coche. Supuso que la única alternativa real que le quedaba era
ir, así que fue.
En el camino se saltó cinco semáforos en rojo y tres en
ámbar. Realmente, a aquellas horas le daba igual. Al llegar a la casa, la zona
frente a ella estaba prácticamente vacía. Reconoció el coche de Tara y el de
Kim, además de unos cuantos más, que podían ser de clientes o de las chicas de
la casa. La puerta estaba abierta, así que entró sin llamar. En el salón se
oían voces, así que se asomó y encontró a cuatro chicas, entre ellas Tara y
Kim, que charlaban animadamente.
-Connor… -murmuó Tara, con una sonrisa victoriosa
iluminándole sus carnosos labios-. Has venido.
Kim miró hacia la puerta, donde Connor esperaba
pacientemente a que ella dijera algo. Se quedaron mirándose fijamente a los
ojos un buen rato, esperando que fuera el otro quien cediera y dijera algo o
empezara a andar hacia la habitación de Kim. Las chicas que estaban en el salón
se quedaron observando, intrigadas, sin saber muy bien qué pasaba entre ellos
dos.
Finalmente, Kim se levantó del sofá donde estaba sentada
con un suspiro. La falda del vestido le cayó con levedad sobre las piernas. Uno
de los tirantes se le había caído del hombro y dejaba ver algo más de lo que
debería. Sin decir una sola palabra, porque no hacía falta, pasó por el lado de
Connor y empezó a subir las escaleras. Él, dirigiendo una mirada a Tara antes,
la siguió en silencio hacia arriba.
Al llegar al piso superior, Kim se dirigió hacia su
habitación, esperando dentro, con los brazos cruzados, a que Connor llegara.
Éste cerró la puerta tras de si para que las chicas no les oyeran, aunque sabía
que habría gritos por parte de ella; Kim era ciertamente aficionada a gritar.
-¿Te han dicho ya que eres un crío? –murmuró Kim.
Connor alzó una ceja. ¿A santo de qué venía eso?
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