A veces se olvidaba de que Kim trabajaba. Porque era como si nunca trabajara: le visitaba a veces por la mañana temprano, se podía permitir quedarse a comer a su casa si quería, solían ir al cine a media tarde cuando en la cartelera había alguna película que les interesaba a los dos y casi nunca, a no ser que fueran las diez de la noche o después, tenía prisa.
Para Connor, el trabajo de Kim era prácticamente inexistente.
Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Sorprendentemente, una ligera brisa empezaba a soplar y le revolvía el pelo, pero no hacía como para ponerse la chaqueta donde repiqueteaban las aspirinas dentro de su bote. Se sorprendió pensando en Kim, en cómo caminaría lentamente a través de las calles del centro hacia su pequeña buhardilla, decorada con estilo y buen gusto, en qué música se habría puesto en el móvil para que la acompañara en el camino a su casa, en cómo se vestiría para ir a trabajar.
Le solía pasar con Kim. Después de estar toda la tarde con ella y ver cómo compartía con entereza y buen humor sus silencios y sus pocas ganas de hablar, se pasaba toda la noche pensando qué sería de ella. A veces incluso se bebía un trago a su salud.
Anduvo hacia su casa y subió lentamente las escaleras hasta el rellano de su piso. Entró en casa y dejó las aspirinas sobre la mesa de la cocina. Entonces vio los platos sucios en el fregadero y se volvió a acordar de Kim. Miró el reloj de su muñeca: las nueve y media. A esa hora ella ya estaría saliendo de su apartamento, cogiendo su pequeño utilitario y marchando a trabajar.
Suspiró. Le gustaba la rutina y adoraba su rutina en particular. Y tenía que venir una mujer que conocía desde hacía un par de años para fastidiarle las noches. Cogió las llaves y salió de casa, bajando las escaleras de tres en tres, con grandes zancadas que lo abarcaban todo.
Su coche, el viejo Porsche que había sido de su padre y que él se negaba a cambiar por manía, pereza o a saber qué, le esperaba aparcado a la vuelta de la esquina. Todavía conservaba la abolladura en la puerta trasera izquierda que le había hecho el primer día que cogió ese coche borracho, hacía un par de años y no iba a arreglarla por el mismo motivo por el cual no cambiaba de coche. El motor rugió cuando giró la llave en el contacto y, cuando se estabilizó, el pequeño ronroneo le meció mientras sacaba el coche del hueco entre un Mercedes nuevecito y un Opel. Maniobró con maestría y, cuando se hizo con la carretera, salió pitando, doblando la esquina a la derecha. Recorrió las calles de la ciudad hasta la punta contraria, un barrio residencial con chalets con dos jardines, sótano y garaje propio. Se metió en una callejuela que daba a la calle principal y buscó entre los números dorados de las casas el 47; lo encontró prácticamente al fondo de la calle.
Dejó que el Porsche se deslizara dulcemente hasta el hueco que le esperaba frente a la casa de al lado de la número 47 y apagó el motor. Antes de bajar del coche, sacó de la guantera un paquete de tabaco sin empezar y sacó un cigarrillo; el corazón le latía a mil por hora y necesitaba un par de caladas, así que se metió el cigarro en la boca y lo encendió con el mechero que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón.
El humo azul se convirtió en virutas que flotaban a su alrededor y le velaban la vista. Frente a él, una farola parpadeaba a punto de fundirse. El silencio era impenetrable, típico de un barrio residencial donde los coches no pasan a menudo y nunca sucede nada. De repente, se oyó una risa que desgarró la noche. Venía del número 47 y se prolongó unos segundos más, acompañado de una carcajada profunda y masculina. Se giró en el asiento y pudo ver cómo una luz se encendía en el piso superior. Suspiró y apagó el cigarrillo en el cenicero del coche.
-Vale, ya voy… -dijo, fastidiado. Cerró la puerta del coche de un golpe y dio un par de zancadas hasta la casa. La verja estaba abierta y pudo entrar sin dificultad, al igual que la puerta de entrada. Cuando puso un pie en el recibidor, una oleada de perfume femenino le invadió las pituitarias y una sonora carcajada masculina que venía del piso superior le aturdió.
Al sonido de sus pasos acudió una chica de color, de apenas veinte años y con el pelo entero trenzado. Enfundaba su piel sedosa en un vestido rojo, ajustado y brillante que hacía juego con su sonrisa de cortesía. Al reconocerle, la mueca cambió y se convirtió en una ceja alzada y en una media sonrisa. Se apoyó en el marco de la puerta y la mirada de Connor fue a parar a sus piernas largas y delgadas, enfundadas en unas medias negras.
-Vaya, Connor, ¿qué te trae hasta aquí? ¿Placer? ¿Asuntos de dinero? ¿Qué es esta vez?
-Cierra el pico, Tara, y tráeme una copa.
Tara resopló.
-Menudo humor de perros tenemos esta noche… No sé si así alguien querrá acostarse contigo, Connor.
-Me importa una mierda.
-No sé cómo Kim puede aguantarte, de verdad.
-No es asunto tuyo, Tara –empezó a andar y se metió en la habitación de la que había salido la chica; estaba decorada como lo estaría un burdel de mala muerte de tener un salón. Cada vez que entraba ahí, le daban ganas de arrancar el papel pintado de la pared, de romper de un cabezazo la mesita de cristal, de coger un cuchillo y rajar de arriba abajo la tapicería del sofá rojo y de asaltar el mini bar que estaba debajo de una encimera al fondo del salón.
Se tiró sobre el sofá y dos minutos después sintió cómo el cristal frío de un vaso se apoyaba en su hombro. Se lo arrancó de los dedos a Tara y se lo bebió de un trago. Le devolvió el vaso a la chica.
-Así te pudras en tu whisky –escupió ella y fue a servirle otra copa.
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