sábado, 23 de mayo de 2009

~ella

Su sombra se deslizaba por la habitación, acompañada de la suave melodía de un cello. La luz se iba apagando, el sol se ocultaba tras las montañas, pero ella no dejaría de tocar. El atardecer la esperaba y la mañana, cuando llegara, todavía sería joven. Tenía muchas horas por delante. Y pretendía gastarlas todas, aunque no fuera lo que más le apeteciera.

Dejaba su imaginación volar y sus dedos viajar por las cuerdas de su cello. Sentía que su mundo era él; que él siempre le entendía cuando estaba mal, aunque no pudiera escucharla; que él siempre estaba ahí cuando necesitaba distracción; que él siempre estaba dispuesto a arroparla con su superficie de brillante madera; que él siempre recogería sus lágrimas cuando llegaba de vender su cuerpo a la fría noche de invierno.

Su existencia era penosa, tediosa incluso. Hacía tiempo que había dejado de creer en el amor, en los hombres buenos y en la sinceridad de las personas. Sólo cuando un hombre no la miraba se sentía bien. Aunque eso no pasaba demasiado a menudo. Por eso se pasaba las noches de cama en cama y los días enteros de lágrima en lágrima. No le gustaba su vida. No le gustaba su trabajo. No le gustaba su ciudad. No le gustaba su mundo. En definitiva, no le gustaba nada de lo que la rodeaba.

Lo único que merecía la pena de su vida era su cello. Era lo único seguro en su vida. Sabía que cuando ella volviera junto con el sol al mundo real, él la estaría esperando en su habitación, esperando a que sus manos recorrieran sus curvas de madera y que en él cayeran todas las lágrimas que tuviera que llorar ese amanecer.

Y después de las semanas de silencio, nada se supo de la violocellista que vendía su cuerpo a la noche y que alzaba su melodía a la mañana...

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