Una de las pocas cosas buenas que tenía emborracharse hasta caer inconsciente era precisamente eso, que se quedaba sin sentido durante horas. Cuando se despertó, eran las siete y media de la tarde. Levantó la cabeza un poco, sintiendo cómo si una banda entera de tambores estuviera tocando dentro de su cerebro, y oteó el salón, todo el desastre que había organizado: una botella vacía y un vaso, también vacío, estaban tirados sobre la alfombra y otra botella a medias esperaba encima de la mesa a que alguien la vaciara del todo o la guarda en la alacena. Pero ahora, con la mente despejada y los ojos bien abiertos, observo los cachitos de cristal de la alfombra; se le habría roto un vaso. Se dio cuenta que sobre la mesa había un pequeño charco de lo que creyó whisky; seguramente del vaso que se le había caído y roto en la alfombra. Y su móvil, en la mesa de comedor al otro lado del salón, vibraba y se iluminaba.
Sintiendo una arcada en la boca del estómago y cómo su cabeza temblaba a cada paso que daba, se incorporó del todo y anduvo hasta pararse frente al móvil. Lo miró unos segundos, con los brazos caídos a los laterales del torso, como si estuvieran muertos. La pantalla parpadeaba incesantemente y él se debatía entre coger o no coger, entre exponerse en ese momento o posponer los gritos.
Eligió lo primero.
-Buenos días.
-¿Buenos días? Son las siete y media, Connor. Nunca puede ser “buenos días” a las siete y media.
-Pues buenas tardes.
-Creía que no ibas a coger. Pensé que estarías durmiendo la mona que te has cogido este mediodía.
Todas las alertas saltaron dentro de su cabeza. En su cerebro, las sirenas empezaron a sonar y cientos de rotatorios rojos empezaron a iluminar el interior de su cráneo, haciendo que el dolor de cabeza le taladrara desde la frente a la nuca.
-¿Cómo sabes eso?
-¿Cómo no lo voy a saber si me has llamado borracho?
No se acordaba de nada de eso y, por un instante, pensó que Kim se estaba inventando todo para poder pillarle. Pero no. Kim no haría nada parecido. O al menos la Kim que había conocido en la universidad, en aquella clase donde el sol entraba por los cristales y le calentaba la espalda en un tranquilo día de finales de verano.
-¿Llamarte borracho?
-Sí. Y… por cierto… respecto a eso de llamarme puta barata, zorrón y desearme que me dieran… Eres un gilipollas, Connor. Jamás pensé que caerías tan bajo. Te creía un poquito más maduro –casi se la imaginó haciendo el gesto con los dedos índice y pulgar y achinando los ojos al pronunciar la palabra poquito-. Pero resulta que no. Así que, a riesgo de ser yo la infantil, que te den a ti, Connor.
Y colgó. Los pitidos cuando se cortó la línea hicieron que creyera que su cabeza iba a explotar. Deseó seccionársela a la altura de los hombros, si eso aliviaba el dolor tan tremendo que le taladraba las sienes.
Definitivamente, no se acordaba de nada de lo que había pasado hacía apenas un par de horas. Definitivamente, había sido una de tantas “borracheras del siglo”, al igual que lo estaba siendo la monstruosa resaca que pesaba sobre él. Y, definitiva e irrevocablemente, la había cagado de manera estrepitosa con Kim. Se preguntó si sería un pronto o nada lo arreglaría. Se encogió de hombros y tiró el móvil encima del sofá.
Arrastrando los pies, se fue directo a la ducha.
miércoles, 23 de febrero de 2011
domingo, 13 de febrero de 2011
14. La verdad de un borracho
La botella de whisky vacía estaba tumbada sobre la alfombra, y había otra a medias encima de la mesita de cristal, con el tapón al lado. Connor hacía horas que se había tumbado en el sofá, con el vaso encima del estómago vacío. Lo miraba como quien mira a una mujer hermosa en un bar, rodeada del humo del tabaco y velada por el alcohol. Achinaba los ojos, como si eso le ayudara a distinguir bien las figuras.
Hacía tiempo que estaba completamente borracho y creía que no había caído ya dormido o inconsciente por su problema de insomnio. La cabeza le daba vueltas, pero él seguía mirando el vaso de whisky, con tan sólo un resto de alcohol, como si no lo viera doble. La televisión le gritaba; una mujer rubia, sentada ante una mesa de madera demasiado grande, presentaba las noticias del mediodía. Estaba hablando de los atascos en las carreteras del país.
-Como si eso me importara, zorra –le dijo a la mujer del telediario-. Me la sudan los atascos en las autovías… no son más que mierda. Más mierda.
No sabía ni lo que decía, tal era su grado de embriaguez. Podría haber gritado cualquier barbaridad a la vecina de arriba, que hacía el amor con su marido todos los días a las cinco y media de la tarde, cuando éste volvía de trabajar. O al niño de enfrente, que se levantaba todos los días a las siete de la mañana y gritaba por toda la casa, pidiendo a su madre que le prepara el desayuno o le sacara la camisa del uniforme del altillo del armario.
-Que se vayan todos a la mierda… No son los únicos que tienen problemas.
Se bebió el suspiro que quedaba de whisky en el vaso y lo dejó con fuerza encima de la mesa de cristal; tanta que el líquido de la botella se movió ligeramente.
Por un leve instante deseó que Kim estuviera allí para gritarle un par de cosas. Miró a la presentadora de la televisión y, de repente, vio que era ella, su amiga, aquella prostituta que se vendía a cualquiera y que no era capaz de regalarle una sola noche, de forma altruista. Zorra. Era una zorra. Y en todos los sentidos. No podía llegar a odiarla; de hecho, la quería más que a nadie. Pero eso no quitaba que fuera una zorra de las grandes y que la guardara rencor por lo de la noche anterior. Se le antojó que Kim, al otro lado de la pantalla de la televisión, sonreía, burlándose de él.
-¿Te diviertes? –Connor se levantó, tambaleándose ligeramente cuando puso los pies en el suelo-. ¿Todo esto te hace gracia? Claro… seguro que ahora mismo estás en esa asquerosa buhardilla tuya regocijándote encima de tu cama…
Estaba completa e irremediablemente borracho.
-¿Sabes una cosa, Kim? –señaló al televisor con un dedo tembloroso y achinando los ojos, como si eso le ayudara a identificar a Kim en la presentadora de los informativos-. Que te den, zorra. Y que te den bien fuerte, además. Ya estoy hasta los cojones de salir babeando cada vez que apareces en mi apartamento. Que te den.
Se dejó caer sobre el sofá cuan largo era. El vaso se le cayó al suelo y rebotó en la alfombra, yendo a parar junto a la botella vacía de whisky.
-Si… que te den.
Hacía tiempo que estaba completamente borracho y creía que no había caído ya dormido o inconsciente por su problema de insomnio. La cabeza le daba vueltas, pero él seguía mirando el vaso de whisky, con tan sólo un resto de alcohol, como si no lo viera doble. La televisión le gritaba; una mujer rubia, sentada ante una mesa de madera demasiado grande, presentaba las noticias del mediodía. Estaba hablando de los atascos en las carreteras del país.
-Como si eso me importara, zorra –le dijo a la mujer del telediario-. Me la sudan los atascos en las autovías… no son más que mierda. Más mierda.
No sabía ni lo que decía, tal era su grado de embriaguez. Podría haber gritado cualquier barbaridad a la vecina de arriba, que hacía el amor con su marido todos los días a las cinco y media de la tarde, cuando éste volvía de trabajar. O al niño de enfrente, que se levantaba todos los días a las siete de la mañana y gritaba por toda la casa, pidiendo a su madre que le prepara el desayuno o le sacara la camisa del uniforme del altillo del armario.
-Que se vayan todos a la mierda… No son los únicos que tienen problemas.
Se bebió el suspiro que quedaba de whisky en el vaso y lo dejó con fuerza encima de la mesa de cristal; tanta que el líquido de la botella se movió ligeramente.
Por un leve instante deseó que Kim estuviera allí para gritarle un par de cosas. Miró a la presentadora de la televisión y, de repente, vio que era ella, su amiga, aquella prostituta que se vendía a cualquiera y que no era capaz de regalarle una sola noche, de forma altruista. Zorra. Era una zorra. Y en todos los sentidos. No podía llegar a odiarla; de hecho, la quería más que a nadie. Pero eso no quitaba que fuera una zorra de las grandes y que la guardara rencor por lo de la noche anterior. Se le antojó que Kim, al otro lado de la pantalla de la televisión, sonreía, burlándose de él.
-¿Te diviertes? –Connor se levantó, tambaleándose ligeramente cuando puso los pies en el suelo-. ¿Todo esto te hace gracia? Claro… seguro que ahora mismo estás en esa asquerosa buhardilla tuya regocijándote encima de tu cama…
Estaba completa e irremediablemente borracho.
-¿Sabes una cosa, Kim? –señaló al televisor con un dedo tembloroso y achinando los ojos, como si eso le ayudara a identificar a Kim en la presentadora de los informativos-. Que te den, zorra. Y que te den bien fuerte, además. Ya estoy hasta los cojones de salir babeando cada vez que apareces en mi apartamento. Que te den.
Se dejó caer sobre el sofá cuan largo era. El vaso se le cayó al suelo y rebotó en la alfombra, yendo a parar junto a la botella vacía de whisky.
-Si… que te den.
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