Olía a una extraña mezcla entre tabaco, alcohol barato y perfume de mujer. Tan extraña que hasta a él mismo le sorprendía oler así. Y eso que podía presumir de tener experiencia en olores raros, gracias a su insomnio. Había olido la nieve a las cinco y media de la mañana cuando la furgoneta del panadero pasaba por debajo de su ventana. Había olido el sudor de una prostituta en verano. Había olido las hojas caerse en sus paseos a las tres de la mañana para refrescarse.
Era una extraña ventaja de tener insomnio: olía cosas que los demás no habían olido ni olerían en su vida.
Miró hacia el lado de la cama que ocupaba la mujer desconocida. Tenía algunos mechones de pelo en la cara, sobre la frente sudorosa, y se extendía todo lo que podía sobre el colchón. Tenía calor. Era el problema del verano en esa parte del país: era inmisericorde y, a menudo, no se podía dormir con normalidad. Connor lo notaba en que, cuando en verano se asomaba a la ventana de su dormitorio, había más luces encendidas en los edificios de alrededor.
La chica se revolvió a su lado. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo desnudo y resopló, intentado quitarse unos mechones de la frente. Se levantó de la cama y, al quedarse sentado en el borde del colchón, el somier chirrió. Debería cambiarlo, había pensado cientos de veces, pero le daba demasiada pereza y, en ese mismo instante, estaba demasiado borracho como para pensar en eso. No era por el dinero; eso le sobraba. Era porque, sencillamente, no le apetecía ir a la tienda de camas que estaba al otro lado de la ciudad y volver con un somier nuevo.
El suelo estaba frío cuando lo tocó con los pies, lo cual fue un pequeño alivio para su acalorado cuerpo. Anduvo por la habitación hasta la ventana abierta de par en par y se asomó, apoyando los codos en el marco. El aire que corría en la calle era cálido y Connor tuvo la sensación de que unas lenguas de fuego le lamían la cara.
Cogió un paquete de tabaco arrugado de encima del radiador que estaba debajo de la ventana y se llevó un cigarrillo a la boca. Mientras lo encendía, escuchó un ruido a sus espaldas. Dejó la cajetilla y el encendedor de nuevo sobre el radiador y se giró para ver cómo la chica que antes dormía tranquilamente en su cama estaba sentada en el colchón, completamente desnuda y rascándose la cabeza.
-¿Vas a volver a la cama?
-No. Y tú deberías marcharte de ella –dijo, lo más frío que pudo. La chica se le quedó mirando entre sorprendida e incrédula.
-¿Me estás echando? –preguntó, no demasiado convencida.
Connor se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una profunda calada, con la vista fija en la chica que le miraba desde la cama. Se dio unos segundos antes de responder para expulsar el humo con lentitud.
-Exacto.
En ese momento, Connor acababa de batir un récord: seguro que era el joven de menos de treinta años más odiado de toda la ciudad. Pero, aún así, siguió fumándose su cigarrillo mientras la chica se vestía y se marchaba del apartamento; eran las cuatro de la mañana.
Cris
2 comentarios:
Me gusta del relato cómo gira al final y la atención a los sentidos. Casi huele.
Saludos.
¿Qué olor tiene el depredador?
El que lo es y, el que se disfraza de él.
Un abrazo.
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