Cuando era pequeño pensaba que las hadas eran esos pequeños seres que volaban con sus delicadas alitas de colores por entre los árboles del bosque, o que se quedaban sentadas en la estantería de tu cuarto (llena de polvo, por supuesto) mientras dormías. Siempre me había imaginado a las hadas como a Campanilla, pero un poco menos agrias. Como el Hada Madrina, pero un poco más pequeñas.
Toda mi visión de las hadas cambió cuando llegó ella. Yo sólo tenía 10 años y era un niño tonto. Ella tenía 19 y era la novia de mi hermano. Era muy guapa y, aunque no tenía alas, yo en mi fuero interno estaba seguro de que podía volar. Su sonrisa iluminaba la habitación y hasta hacía reír a mi padre, siempre tan serio metido en su traje de marca.
Recuerdo el día en que le pregunté si era un hada...
- ¿Un hada, yo? Pero si las hadas tienen preciosos vestidos de colores y delicadas alas que parecen de cristal. ¿Cómo voy a ser un hada, Gabri? -me había sonreído. Entonces más que nunca estuve convencido de que era un hada.
- Pero te pareces a un hada...
Con una sonrisa había cortado la conversación. Desesperado, intentaba buscar cualquier resquicio de magia que pudiera dejar a su paso, quizá un halo dorado o unos polvos mágicos con los que hacer que las flores olieran mejor. Pero no lo conseguí. No encontré nada que pudiera demostrar que ella era un hada. Aún así seguía convencido.
Unos meses después, mi hermano y ella cortaron. Él me dijo que había sido un estúpido y la había hecho daño, con lo que no se podía permitir volverla a hacer daño. No quería volverla a ver llorar, por lo que había decidido no volver a verla. Y, por supuesto, yo no la volví a ver.
Sólo fue cuando crecí que me di cuenta de lo que no había visto cuando era un niño. Tal como me habría gustado decirle, las hadas no tienen porqué tener alas. Y, si las tienen, las llevan escondidas. Y no toda su magia se puede limitar a hacer que las flores huelan mejor o que el sol brille con más fuerza.
Su magia era la sonrisa. Con ella hacía que el ambiente fuera más dulce, endulzaba la vida de mi hermano, la de mi padre y la mía propia. Y no me había dado cuenta. Y la sonrisa es la magia que ahora reconozco más, y la que más valoro. Nada de sacar conejos de una chistera. Donde esté una buena sonrisa, que se quite la magia de pega.
Shurha
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