Se despertó con un hambre terrible, desorientado y sin
ninguna idea de la hora que era, aunque tampoco tenía ningún interés en conocerla. Se sentía como nuevo, como si hubiera dormido ocho horas, o más,
totalmente relajado. El pequeño incidente con Kim se había diluido. Se conocía.
Cosas como esas no perduraban dentro de él, por mucho que le pesara a gente
ajena a su vida.
Resopló. Hacía calor.
Giró la cabeza hacia la ventana y miró la calle, luminosa.
Se agobió sólo de pensar el calor que haría fuera.
Se incorporó en la cama, sentándose en el borde del
colchón, y echó una mirada circular a la habitación, buscando su tabaco. No
estaba sobre el radiador, donde siempre lo dejaba, aunque tampoco estaba su
ropa desperdigada por el cuarto, así que supuse que tanto la cajetilla como sus
vaqueros y su camisa estarían en el mismo sitio. Salió de la habitación y fue
directo al salón, todavía en calzoncillos, donde encontró tanto sus pantalones
como el tabaco.
Ávidamente se encendió un cigarrillo y de la primera calada
expulsó el humo por la nariz. Tiró el mechero sobre la mesa auxiliar del salón
y después, buscó el móvil por sus bolsillos. La pantalla parpadeaba.
De repente, tuvo el impulso de no mirar el mensaje; el
recuerdo de la expresión de Kim durante la discusión de la madrugada le vino a
la cabeza como una flecha y se le clavó entre los ojos, de donde no podía
sacársela ni aunque quisiera. Tal vez, el incidente no estaba tan diluido como
pensaba.
-Bah, a la mierda –y le dio a la tecla de aceptar.
“Buenos días, grandísimo capullo –empezaba el mensaje y
aquel saludo le resultó conocido, pero no supo ubicarlo-. Hace mucho tiempo que
no hablamos, ¿por qué no quedamos esta tarde? A las seis me paso por tu casa”
Prácticamente sin querer, su cabeza se giró hacia al enorme
reloj de agujas que estaba encima de la televisión. Las seis menos cuarto.
Tenía quince minutos para pensar algo. La sola posibilidad de renunciar a la
visita, de llamar a esa persona y mandarle a la mierda ni siquiera se le pasó
por la cabeza. Así que se metió a la ducha de cabeza y, cuando se quiso dar
cuenta y salir de debajo del agua, el timbre estaba sonando con insistencia.
Se ató una toalla alrededor de la cintura y, goteando agua
por todo el pasillo, fue a abrir la puerta. Ni siquiera miró por la mirilla y,
al apartar de golpe la hoja se encontró con una cabeza de mechones rebeldes y
despeinados, ojos avispados y un rostro que gritaba “Soy un tremendo cabrón”
allá donde fuera.
-Ey, Connor… -dijo, y entró, haciéndose hueco entre el
cuerpo de su antiguo amigo y el marco de la puerta.
Connor ni siquiera reaccionó hasta que Zack estaba a punto
de sentarse en su sofá.
-¡Tú! –Zack pegó un brinco en su sitio y se le quedó
mirando. El portazo resonó en la casa mientras se miraban a los ojos-. ¿Qué
coño haces en mi casa?
-Venir a verte. ¿No viste mi mensaje?
-Claro que lo vi, pero no sabía que fueras tú. Tampoco lo
mencionabas.
-Pensé que todavía guardarías mi número de teléfono.
-Lo borré cuando dejamos de tener contacto. Me permito
tener recuerdos, no cosas que los reaviven. Y tú precisamente eres algo que no
me gusta recordar.
Zack se encogió de hombros.
-Qué se le va a hacer.
Se apalancó en el sofá, con esa chulería de la que sólo él
era portador, y le miró por encima del hombro.
-Bueno, qué, ¿vamos a tomar algo o qué? Pero yo que tú me
vestiría.
Connor suspiró. Ahora recordaba por qué no soportaba a Zack
cuando estaban en la universidad: era la única persona que era capaz de ser más
cabrón que él mismo y eso le superaba.